La región de Chínipas, colindante con Sinaloa y Sonora, ocupa el suroeste del actual estado de Chihuahua. En 1610, el capitán Hurdaide, atravesando pueblos indios que no eran de paz, logró penetrar con un pequeño destacamento en aquella zona, en la que estableció el Fuerte de Montesclaros. El fuerte, construido en adobes, no era gran cosa, pero los cuatro torreones de sus cuatro esquinas impresionaron no poco a los chínipas. Al poco tiempo pidieron éstos al capitán del fuerte que viniera con ellos algún padre misionero, para hacer entre ellos lo que ya tenían noticia de que se había hecho en otras regiones.
Así llegó en visita el padre Villalta, y le recibieron adornando los caminos y organizando danzas muy festivas. El misionero les predicó, bautizó algunos niños, y les pidió que abandonaran sus crueles hábitos guerreros y supersticiosos, porque Dios abominaba de aquellas costumbres. Pronto los caciques organizaron la recogida de calaveras de enemigos vencidos, amuletos, idolillos y otros instrumentos de hechicerías y supersticiones, y se los llevaron al padre en 48 chiquihuites o cestos, para que se quemara todo, como así se hizo.
El padre Castani, sucesor de Villalta, continuó la obra misionera. Uno de los primeros y principales frutos de la misión fue que se pusieron en paz los chínipas con sus vecinos guazaparis y temoris, abriéndose incluso caminos entre estos grupos antes enemigos.
Martirio del padre Julio Pascual (1587-1632)
El jesuita Julio Matías Pascual nació en 1587 de una rica familia veneciana. Educado en Parma y Mantua, ya jesuita, pasó a México en 1616, y llegó a la misión de Chínipas en 1626. En aquella soledad alejada de toda ayuda humana, aprendió la lengua de los chínipas, y acabó bautizando a toda la nación. Consiguió reunir a 1.400 familias de guazaparis, temoris, varohios e hios en dos poblaciones. En los seis años que vivió en Chínipas, llegó el padre Pascual a conocer cuatro idiomas indios.
En la paz primera, que logró establecerse entre las naciones indias enemigas al inicio de la misión, tuvo buena parte el cacique guazapari Cabomei, «indio de grande cuerpo y robusto, aunque bien proporcionado, de fiero rostro y horrendo en el mirar y de edad de 50 años». Vestido con su manta azul que le envolvía hasta los pies, y adornado con zarcillos de conchas de nácar, medió en la causa de la paz con interminables y solemnes sermones, al modo indio. Pero más tarde Cabomei comenzó a sentir aborrecimiento por «el camino estrecho» del evangelio, y preparó una conspiración ayudado de sus guazaparis.
El padre Pascual llegó un día a Santa María de Varohios, acompañado del padre Manuel Martínez, jesuita portugués recién llegado a la misión. Pronto se dieron cuenta de que se les tendía una trampa, y llamaron en ayuda a los amigos chínipas, que viendo unidos a guazaparis y varohios no se atrevieron a intervernir. Cabomei y sus aliados prendieron fuego a la iglesia y a la casita en que estaban los dos padres. Estos se confesaron mutuamente, y prepararon también a la muerte a los oficiales y cantores que habían venido con ellos, nueve carpinteros y ocho indiecitos. Para huir del incendio hubieron de salir al patio, donde el padre Pascual, hablando en la lengua indígena, trató de apaciguar a los indios alzados. Un flechazo le hirió en el vientre, y al padre Martínez le cosieron de otro flechazo el brazo con el cuerpo. Más flechas, golpes y cuchilladas terminaron con sus vidas. De sus diecisiete acompañantes sólo se salvaron dos, por los que se conocieron los hechos al detalle. Era el 1 de febrero de 1632.
El capitán don Pedro Perea, sucesor de Hurdaide, salió con un destacamente de soldados y muchos indios en persecución de los guazaparis alzados y sus aliados. Éstos se refugiaron en lo más abrupto de la sierra, donde no podían entrar los caballos, pero los indios amigos les dieron alcance y mataron más de 800. El pueblo de los Chínipas hubo de trasladarse a región más segura, entre los sinaloas. Sólo en 1670 pudo el padre Alvaro Flores de la Sierra renovar la misión, que luego recibió un fuerte impulso del padre Salvatierra, a quien conoceremos en seguida como gran apóstol de California.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.