La crónica de un exorcismo sorprende a la opinión publica española
Narrada por un periodista de «El mundo», que se confesaba incrédulo
MADRID, 23 septiembre 2002 (ZENIT.org).- El especialista en temas religiosos del diario El mundo, José Manuel Vidal, acudió, “incrédulo”, al exorcismo que iba a realizar un sacerdote autorizado por el Vaticano y salió conmocionado escribiendo una crónica que ha sorprendido a la opinión pública española.
“El exorcismo que yo viví en Madrid” es el título del artículo que apareció este domingo en el periódico, que alberga con frecuencia artículos de tono anticlerical.
Vidal, junto al especialista de temas religiosos de la agencia de noticias EFE, presenció el exorcismo realizado en Madrid por el padre José Antonio Fortea, párroco de 33 años de Nuestra Señora de Zulema.
El rito tuvo lugar en una capilla. Era una “preciosa” chica poseída por el demonio de 20 años –el periódico le da el nombre de Marta para mantener su anonimato–, “más bien menudita y de rasgos dulces”, según la describe Vidal.
“No soy ningún showman ni quiero publicidad. Si estáis aquí es porque os necesito para liberar a la chica. Tendréis que ser muy prudentes”, les dijo el sacerdote a los dos periodistas antes de que llegara Marta acompañada por su madre. Llevo ya 16 sesiones y todavía no he conseguido expulsarlo [el demonio], cuando en los casos más normales, basta con dos o tres.
Nada más entrar en la capilla, madre e hija se preparan para el rito –rememora Vidal–. Marta se pone unos calcetines blancos, mientras su madre saca del bolso un rosario, un crucifijo de unos 15 centímetros y una postal de la Virgen de Fátima, y los coloca al lado de la colchoneta. Trato de registrar el más mínimo detalle en mi mente. Sigo pensando que asisto a un montaje.
Presiento que el rito va a comenzar. Me siento, expectante, en el banco –sigue recordando el cronista–. El exorcista extiende su mano derecha y la impone sobre el rostro de la joven, sin tocarla. Luego, cierra los ojos, agacha la cabeza y susurra varias veces una plegaria ininteligible. Un alarido desgarrador, el primero, rompe el silencio de la capilla, penetra en mi alma y me pone la carne de gallina, sigue diciendo.
No es humano –añade Vidal–. Es un chillido sobrecogedor y profundo el que sale de la garganta de Marta. Pero no puede ser ella. No es su tono de voz. Es ronco y masculino. El padre Fortea sigue rezando y los rugidos se suceden. Poco a poco, el cuerpo de la joven se estremece vivamente. Su cabeza se mueve de un lado a otro con lentitud al principio, con inusitada rapidez después.
Ante la salmodia del exorcista, la joven gime y se retuerce sin parar. Al instante, el gemido se convierte en rugido desgarrador, altísimo, furioso. El exorcista acaba de colocar el crucifijo sobre su vientre y entre sus pechos, mientras la rocía con agua bendita. Patalea con tanta furia que el crucifijo se cae y la madre lo recoge una y otra vez y se lo vuelve a colocar de nuevo, mientras le acerca el rosario que Marta arroja a lo lejos, con furia.
Parece tranquilizarse un poco pero, inmediatamente, vuelve a rugir. No hay un momento de respiro. El padre Fortea acaba de invocar a san Jorge y, al oírlo, la joven grita, bufa, pone los ojos totalmente en blanco, arquea el cuerpo y se levanta toda entera un palmo de la colchoneta. No doy crédito.
-Besa el crucifijo, dice el exorcista.
-No.
-Jesús es Rey.
-Assididididaj.
-Secuaz de Satanás, estás en tinieblas.
-Assididididaj
-Estás haciendo mucho bien. Por tu culpa, mucha gente va a creer en Dios.
-No.
-Sal, Zabulón, te lo ordeno en nombre de Cristo. Te espera la condenación eterna. No hay salvación para ti.
Al ser invocado el nombre de San Jorge, la chica arquea el cuerpo y levita sobre el suelo.
Mi mente gira a toda velocidad –confiesa el periodista–. Estamos en el clímax de un ritual que, hasta ahora, no encajaba en mis esquemas. Y eso que en el seminario los curas siguieron alimentando mi miedo infantil al Maligno, siempre dispuesto a tomar posesión de un alma.
Después del Concilio Vaticano II, el dogma de la existencia del diablo pasó a ser una “parte vergonzosa de la doctrina” y, como tantos otros católicos, también yo prescindí de ella, recuerda Vidal.
Los gritos se detienen en seco en el momento en que el sacerdote sale de la capilla. Noto cierta decepción en el rostro de la madre –reconoce–. Me da la sensación de que esperaba que fuese hoy. Ha pasado casi tres horas de rodillas, pero en su cara no hay signos de cansancio, sólo de cierta desilusión.
Recoge con paciencia la estampa de la Virgen y el crucifijo y sale de la capilla. Mi compañero y yo nos quedamos solos con la endemoniada. Unos segundos que se hacen eternos. Nos hemos quedado pegados al banco, sin respiración. De pronto, se vuelve hacia nosotros, abre los ojos (que ha mantenido en blanco durante tres horas) y nos lanza una mirada que no olvidaré mientras viva.
Sus ojos son de otro mundo. Nunca vi algo así en mi vida. Al instante, la mirada vuelve a ser la de Marta, que nos sonríe, se levanta con tranquilidad, se sienta en el banco y se quita los calcetines blancos que dobla con sumo cuidado. Noto que apenas suda, a pesar de las tres horas de ejercicio continuo. Se pone los pendientes y nos vuelve a sonreír.
-¿Cómo éstas?
-Cansada
-¿Sabes lo que ha ocurrido?
-No, no recuerdo. Y mientras nos habla, coge la estampa y el crucifijo, a los que hace un rato tanto odiaba, y los besa con cariño.
-¿Te duele la garganta?
-No.
Y su voz es tan suave como cuando llegó. Nadie diría que por esa misma garganta salieron aullidos durante tres horas.
-¿Sabes por qué estás aquí?
-Sí, eso lo sé. Sé que tengo…
No termina la frase. Respetamos su silencio.
Rezo por Marta y por su madre. Lo que vi no es un montaje, concluye el periodista.
El diario El mundo, al publicar la crónica, escribió el domingo un editorial en el que reconoce que la narración de Vidal es coherente, y concluye: “Cada uno es libre de buscar la explicación que desee a sucesos como los que describe hoy José Manuel Vidal”.