¿Él o Ella? (3a. parte)

Se ha vuelto común en algunos predicadores o teólogos el usar la expresión “Dios Padre-Madre” como tratando de evitar que asociamos demasiado estrechamente a Dios con el género masculino. Aquí hay dos temas distintos. Uno es el de los adjetivos: “paternal,” “maternal;” el otro es el tema de los pronombres o sustantivos.

Me explico: mi papá puede ser muy hombre y sin embargo manifestar a veces una ternura que cabe describir como maternal. No por eso diré que tengo un “padre-madre.” Otro ejemplo: Santa Catalina de Siena habla de asumir “virilmente” el combate espiritual, y así lo aconseja a muchas mujeres. ¿Está tratando de que ellas se vuelvan “mujeres-hombres”? Es obvio que no.

La Biblia presenta muchos rasgos maternales en Dios, porque su amor es inagotable. Pero ese es un tema distinto al del uso de los pronombres (él – ella) y sustantivos (padre – madre).

Es interesante comprobar que la Biblia recorre muchas escalas del amor y las utiliza ciertamente para hablarnos del amor de Dios, pero se abstiene consistentemente de algunas comparaciones. Por ejemplo, es evidente que los papás aman muchísimo a sus hijos, pero en ninguna parte de la Biblia se presenta el amor a Dios comparado con el amor que uno le tiene a un hijo. Lo más cercano a ello lo encontramos cuando se habla de Cristo, cuya divinidad ciertamente predican las Escrituras, pero eso no quita que la expresión: “Ama a Dios como amas a tu hijo” es ajeno a la Revelación.

Otras expresiones son igualmente ajenas. Según he dicho en otros lugares, nunca se compara el amor a Dios con el amor que se le tiene a la novia o la esposa. Dios nunca aparece siendo la parte femenina. Él, por el contrario es el “esposo” o el “novio.” Este lenguaje encuentra su culminación en la Bodas de Cristo en el Apocalipsis.

Es decir que Dios aparece como amigo, padre, maestro, pastor, esposo, pero no aparece nunca como objeto del amor que se le tiene o tendría a una esposa, a un hijo, o a una cosa o mascota. Y ello es así a pesar de que evidentemente el registro afectivo humano cobija a las esposas, los hijos y las cosas. Tenemos que deducir que no todo lo que nosotros llamamos amor y no todas las experiencias de amar son útiles para referirnos a Dios, a pesar de esa frase de San Juan, que se parece a una definición: “Dios es Amor” (1 Jn 4,8.16). No por el hecho de que encontremos un espacio donde hay amor humano tenemos que pensar que ahí se encuentra una metáfora del amor divino.

Sentada esa base, uno puede preguntarse por qué sucede así. ¿Hay algo de malo en decir que Dios es madre? ¿No es incluso mayor el amor de las madres que el de los mismos papás? Sí, puede ser; y de ello tenemos que aprender que el criterio que siguió el Espíritu Santo al hablar del misterio de Dios no fue sencillamente el criterio de la intensidad o cantidad del amor.

Obviamente no es malo sino bellísimo y elocuentísimo el amor de las mamás. El problema no es todo lo bueno que tienen las mamás en su manera de amar sino un defecto que de algún modo es connatural a ese amor. Ese defecto proviene del hecho de que la relación entre el hijo y la madre no es la misma que la relación entre el hijo y el padre. Hay algo sublime, imposible de decir en palabras, que une a las mamás con sus hijos; algo que viene de sentirlos, más allá de toda fórmula o expresión, como “carne suya.” Nosotros los hombres, ni siquiera los que son papás, podríamos contar apropiadamente qué significa este modo de amar.

Hay mamás que en momentos de desnaturalización, por culpas ajenas o propias, llegan a detestar a sus hijos (caso del aborto); pero es evidente que si fuéramos a hablar de Dios como “madre” tendríamos que pensar no en una madre desnaturalizada sino en la mejor de las madres. Y la mejor de las madres establece un puente absoluto con la vida de su hijo. Lo siente “suyo” de un modo intensísimo, y por ello siente su ser en continuidad con el ser del hijo, aunque el hijo crezca (esta experiencia la pueden refrendar todas las buenas madres de todos los tiempos, estoy bien seguro).

El “problema” es esa continuidad. No problema para las mamás, por supuesto, ni problema para quienes nos gozamos de ser amados así como sus hijos: problema de la capacidad del amor materno para expresar el amor de Dios en cuanto Dios. Entre Dios y su creación hay amor pero no hay continuidad. Entre el Redentor y los redimidos hay amor pero no hay continuidad porque precisamente la salvación se realiza desde la distancia entre aquel que es santo y los que somos pecadores, “porque convenía que tuviéramos tal sumo sacerdote: santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y exaltado más allá de los cielos” (Heb 7,26).

Ni el amor de un papá ni el de una mamá es suficiente para contarnos cuánto y cómo nos ama Dios. Sin embargo, el amor paterno describe mejor la teología propia de los actos que relacionan a Dios con sus creaturas y con sus redimidos, y en ese sentido uno puede encontrar muy razonable que la Escritura siempre hable de Dios como “Él,” quedando siempre claro que no es el “género” de Dios lo que estamos descubriendo.

El ejemplo de Cristo en oración nos ilustra un poco más sobre esto mismo.