Circunstancias extremas
La humanidad ha conocido tiempos de relativa tranquilidad, como se cuenta de la Pax Romana, y ha conocido también tiempos de enorme turbulencia, como se recuerdan en Europa las Guerras Mundiales.
Aquí va una primera tesis: en los tiempos de mayor turbulencia surgen personalidades y posturas extremas, para lo bueno y para lo malo. Supongo que no necesita mayor demostración esa tesis. En buena parte la turbulencia implica menos tiempo para la reflexión y más tiempo para la acción. La suma de las consecuencias de las acciones así realizadas aumenta la presión y entonces obliga a tomar nuevas decisiones más drásticas y menos pensadas. Pronto se llega al esquema de un tornado. Los ánimos se radicalizan hacia el bien o el mal. El heroísmo y la perversión van quedando como únicos contendores.
En buena parte, el libro del Apocalipsis describe un escenario semejante. La historia humana se aproxima a su final y una serie de eventos, en cielo y tierra, conducen a una radicalización de posturas que estalla violentamente en el capítulo 19. No tiene nada de extraño entonces que cuando la confianza en los principios morales más sagrados se agrieta, la gente sienta que ha llegado el Apocalipsis.
El cerebro trabaja distinto en tales circunstancias y esto es algo que no puedo enfatizar lo suficiente. Estamos acostumbrados a imaginar nuestra capacidad racional como un espacio de sensatez intocable, superior y aislado al mundo de las pasiones, los miedos o los deseos más profundos. Una psicología de visión más amplia debería llevarnos a concluir algo distinto. En las catástrofes, naufragios, incendios o secuestros, el cerebro funciona de otra manera. Puede ser más fuerte, o más tonto, o más agudo, o más generoso.
Los tiempos turbulentos son tiempos en que ese tipo de reacciones extremas llegan a convertirse en algo ordinario. La Biblia da cuenta de ese estado psicológico, en el que, por ejemplo, dos mujeres, ambas madres, víctimas de una hambruna indescriptible, discuten airadamente, y el motivo es que habían acordado comerse a sus hijos, primero un día el de una, y al día siguiente el de la otra; pero la segunda incumplió el pacto y escondió al hijo (2 Reyes 6,26-30; véase también Lamentaciones 4,10).
Por eso estimo de irreemplazable valor el estudio de la historia. Ver cuántos pueblos han pasado por épocas de horrible estrechez y angustia; leer algo de los relatos de salvajismo y violencia; escuchar los lamentos enloquecidos de quienes llegan a circunstancias inimaginables… eso tiene un valor; eso enseña a poner en mejor perspectiva lo que vivimos y las amenazas que pesan sobre nosotros.
Tiempos de crispación
Una de las santas que ha impactado mi vida, siempre con abundantes bienes, es Catalina de Siena. Lo que ella vivió sólo puede llamarse un tiempo de contrastes brutales. Vayamos al siglo XIV. Veamos desparecer ante nuestros ojos una tercera parte de la población de Europa, bajo el embate de sucesivos ataques de la peste. La misma Catalina ayudó a amortajar a decenas de sus propios parientes. Hubo poblaciones enteras donde los cadáveres se pudrían al aire libre porque no había fuerzas ni ánimo para enterrarlos. Monasterios y conventos quedaron desolados. ¿Qué podía pensar la gente? Es este el tiempo también de otro pináculo de santidad en la familia de Santo Domingo; es el tiempo de San Vicente Ferrer. ¿Cómo se le conoce comúnmente? El Ángel del Apocalipsis. La predicación de Vicente se recuerda en esta inscripción: Timete Deum quia venit hora iudicii eius. (Apocalipsis 14,7).
Siglos antes, el Occidente europeo presenció una oleada impresionante de fanatismo e histeria. Cuando el año mil se acercaba, una fiebre apocalíptica contagió regiones inmensas. Flagelantes salpicaban con su sangre los caminos y las plazas. La gente prorrumpía en llanto convulsivo. Los predicadores bramaban desde los púlpitos reclamando aún más fervor y más penitencia. Es la sensibilidad bien descrita, con poesía de tanta altura en el Dies Irae (hermosa versión cantada aquí), himno que se ha atribuido a diversos autores alrededor de la fatídica fecha.
Todavía otros siglos atrás, cuando caían con estrépito las estructuras más sólidas del Imperio Romano, y lo que no ardía ya crujía, la gente veía llegar el fin del mundo. La dura sensación de frustración, la ira impotente, la incapacidad de aceptar lo que veían sus ojos, fue la norma para aquellos habitantes del Imperio, que, no es de maravillarse, acusaron a los recién llegados, los cristianos, de destruir los valores que debían hacer de Roma “eterna.” El hecho está bien registrado por San Agustín en los libros I a V de su Ciudad de Dios.
En épocas más recientes no han faltado las catástrofes naturales o las conmociones internacionales que alteren profundamente los ánimos. Desde el terremoto de Lisboa, que destruyó en muchos la fe en la providencia divina, hasta el régimen del terror en la Revolución Francesa; desde la estupefacción que generó la “Gran Guerra,” hoy llamada Primera Guerra Mundial hasta los años de increíble tensión de la Guerra Fría.
A veces me pregunto qué dirían los que hoy ven el Armagedón tan inminente si hubieran tenido que pasar por lo más crudo de esos eventos, y de tantos otros que no menciono por no recargar el texto.
Los que hoy sólo hablan del Vaticano para repetir fuera de contexto la conocida frase de Pablo VI, que el humo de Satanás ha entrado en la Iglesia, ¿qué dirían si pudieran visitar el tiempo de Alejandro VI? Los que consideran que estamos presenciando las peores catástrofes naturales, ¿qué hubieran exclamado al ver morir dos millones de personas en una sola inundación (China, 1931)? El tsunami del 26 de Diciembre de 2004 es para muchos una prueba de que la naturaleza está a punto de colapsar. ¿Qué hubieran pensando el 13 de Noviembre de 1970, cuando un ciclón en Bangladesh condujo a la muerte a medio millón de personas, es decir, prácticamente el doble de la catástrofe sucedida 34 años después?
De ningún modo pretendo minimizar el dolor que causan nuestras crisis y problemas; mucho menos quiero acallar las voces que piden que nos convirtamos a Dios. ¡A eso he empeñado mi vida, a la predicación del Evangelio de Jesús! Lo que pido es sensatez, perspectiva, sabiduría y humildad. Y sobre esto último quisiera añadir una palabra más.
Factores psicológicos importantes en la mentalidad apocalíptica
Rudolf Otto describió en genial síntesis cómo en lo religioso suelen fundirse lo “fascinante” y lo “tremendo,” que literalmente significa: lo que te hace temblar, lo que te estremece. Cuando se piensa en los grandes acontecimientos de la historia humana, algo así se siente. Cuando se reflexiona en los eventos cósmicos que precedieron o que seguirán al paso de la especie humana por este planeta, algo así se siente. Cuando una gran decisión, colmada de complejas implicaciones, está a punto de ser tomada, algo así se siente. César a orillas del río Rubicón; la caída del primer aguacero sobre la tierra; el hinchamiento colosal del sol hasta engullir la tierra… este es el tipo de cosas que despiertan un escalofrío saludable, y una sensación de la grandeza y fragilidad de todo lo humano.
No hace mucho Monseñor Charles Pope, de la Arquidiócesis de Washington, escribió un magnífico artículo sobre la ambigua psicología y sutiles pretensiones que pueden estar inconscientemente en quienes anuncian un apocalipsis inmediato. Ya el título invita a pensar (traduzco) : ¿De verdad estás listo para el retorno del Señor? Y la frase que a continuación cito vale por un libro:
El peligro que hay que evitar en nuestro celo por el retorno del Señor es la noción triunfalista de “Señor, ¡dale a este mundo el castigo que se merece!” Porque al pedir al Señor que aplaste a los malvados no deberíamos fácilmente presumir que no estamos entre aquellos que serán pisoteados.
Ese es un factor psicológico que puede entrar de contrabando en muchos corazones y mentes de gente piadosa. Factor plenamente entendible: es normal sentir ira ante el avance impune de la iniquidad; es normal sentir ira ante la visible pasividad de tantos pastores de nuestra amada Iglesia; es normal sentir ira cuando el crimen se vuelve legal o se vuelve incluso ley. Y es entendible entonces que uno mentalmente quiera enderezar tanto torcimiento por los medios más drásticos y efectivos que se puedan imaginar. Vienen a la mente las palabras del comienzo del capítulo 36 del Eclesiástico:
Sálvanos, Dios del universo, infunde tu terror a todas las
naciones, para que sepan, como nosotros lo sabemos, que no hay Dios
fuera de ti. Renueva los prodigios, repite los portentos.
Otro factor, no menos escondido y sutil, es el deseo de presenciar los acontecimientos decisivos de toda la historia de todos los tiempos. Nada podrá nunca compararse con el gozo de ver toda la gloria de Cristo, todo el esplendor de su verdad, toda la hermosura de su pureza y santidad. ¿Quiénes serán dignos de contemplar ese momento? G W. Hegel decía que la historia del pensamiento, desde los Griegos hasta Kant, y un poco más, había sido la preparación para la filosofía realmente completa, madura y definitiva, es decir, la del mismo Hegel. Es arrogancia pero igual nos puede tentar a nosotros. Cristo dijo a sus discípulos, en Mateo 13,16-17:
Dichosos ustedes, porque tienen ojos que ven y oídos que oyen. Les aseguro que muchos profetas y personas justas quisieron ver esto que ustedes ven, y no lo vieron; quisieron oír esto que ustedes oyen, y no lo oyeron.
Y en la Carta a los Hebreos 11,38-40 leemos:
Estos hombres, que el
mundo ni siquiera merecía, anduvieron sin rumbo fijo por los desiertos, y
por los montes, y por las cuevas y las cavernas de la tierra. Sin embargo, ninguno de ellos recibió lo que Dios había prometido, aunque fueron aprobados por la fe que tenían; porque
Dios, teniéndonos en cuenta a nosotros, había dispuesto algo mejor,
para que solamente en unión con nosotros fueran ellos hechos perfectos.
No negaremos que se siente algo especial cuando uno piensa que ha llegado al mundo como quien entra al teatro justo antes del momento culminante de aquella majestuosa ópera, como si todos estuviesen aguardando a que llegáramos. Es más agradable, de alguna manera, escuchar que “estos tiempos son los últimos y decisivos, y todo está en juego;” eso impresiona más (a nuestro orgullo escondido) que oír algo como esto: “Vive bien esta época que será la transición hacia otro tiempo, que entra en la lista de muchos otros tiempos, con gente buena y gente mala, como la hay en tu tiempo.”
Termino citando el testimonio de un gran santo, contemporáneo nuestro. ¿Creía el Beato Juan Pablo II que la historia humana estaba en los estertores finales? No lo parece si juzgamos por lo que escribió en 1990, en el prólogo de su preciosa encíclica Redemptoris Missio:
La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de
cumplirse. A finales del segundo milenio después de su venida, una mirada
global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los
comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su
servicio.