Un hombre de oración
En medio de tantos trabajos, dificultades y sufrimientos, fray Junípero mantuvo siempre su corazón tranquilo y confiado, centrado en Dios, en su Providencia amorosa. Nunca se desanimaba, por grandes que fueran las adversidades: «No será la voluntad de Dios todavía, comentaba, no estará de sazón la mies. Dios dispondrá lo que fuere de su agrado».
Este santo fraile mantuvo siempre su corazón firme y en paz porque permació en una oración continua y porque se entregó asiduamente a la oración. Lorenzo Galmés escribe: «Testigos fidedignos aseguran que muchas noches su descanso fue la vigilia y la oración. Era menester ganar ante Dios, impetrando su ayuda, lo que no alcanzaban a ganar las fuerzas humanas. Robaba a la noche las horas que a él le había robado el día, y que estaban consagradas a Dios en exclusiva. Muchos testimoniaron también de sus públicas penitencias, como golpearse el pecho con un duro pedrusco para suscitar la contrición; aplicarse duras y sangrientas disciplinas para hacer resaltar el castigo que se merece a causa de los pecados» (246).
La cruz que purifica y salva
El padre Serra, en efecto, llevó siempre una vida sumamente penitente. Vestido con el tosco sayal franciscano, calzado con sandalias de cuero crudo, como las de los indios, sometido, como sus hermanos religiosos, a una dieta sumamente austera -exigida, por otra parte, por las duras condiciones del lugar-, con la salud casi siempre mala, arrastrando su pierna enferma por caminos interminables, aplicándose cilicios y sangrientas disciplinas, se abrazó toda su vida al Crucificado, y en las horas nocturnas de oración encontró siempre su alegría y su fuerza inagotable.
Pero sus mayores sufrimientos procedieron del ardor de su celo apostólico, al tener que soportar en su trabajo misionero interminables dificultades, estúpidamente creadas por una autoridad civil pretendidamente liberal y progresista. En una ocasión le confesó al padre Palou: «Muchas veces he recelado me acabasen la vida las pesadumbres».
Enfermo confirma
El padre Junípero Serra, en realidad, estuvo enfermo toda su vida, pero nunca prestó a su salud sino una atención mínima, la suficiente para seguir sirviendo a Cristo en sus hermanos. En 1783, ya con setenta años, estaba tan agotado por el asma, el dolor intenso en el pecho, y la hinchazón de la pierna llagada, que apenas podía consigo mismo.
Sin embargo, como en julio de 1784 cesaba su licencia para confirmar, hizo un esfuerzo supremo para administrar el sacramento de la confirmación al mayor número posible de indios neófitos. Cuando visitó San Gabriel, pensaron que ya se moría, pero aún pudo seguir a San Buenaventura, su querida fundación recién nacida. En ésta, su alegría fue tan grande, que pareció cobrar nuevas fuerzas. Los indios acostumbraban poner las manos sobre los hombros de fray Junípero, al que llamaban «el Padre Viejo», y éste correspondía poniéndoles su mano con cariño sobre la cabeza.
Hizo visita pastoral a San Luis y San Antonio y, a comienzos de 1784, regresó a su centro habitual, San Carlos de Monterrey. Aquí pasó la cuaresma, sin ahorrarse los trabajos pastorales y ascéticos en él habituales, y a últimos de abril salió hacia el norte, a San Francisco, donde le recibió su gran amigo el padre Palou. Y llegó todavía a Santa Clara, donde, tras unos días de absoluto retiro, hizo con el padre Palou confesión general de todos los pecados de su vida. Cuando regresó a Monterrey, terminadas ya sus licencias para confirmar, había confirmado 5.307 neófitos en sus misiones californianas.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.