146. Los Tres Demonios

146.1. Ven, quiero contarte una historia.

146.2. Hubo una antigua aldea rodeada de grandes campos. Los habitantes de aquel lugar cultivaban sobre todo cereales: trigo, cebada, avena y centeno.

Los días transcurrieron tranquilos hasta que a un joven llamado Evaristo se le ocurrió que a aquel sitio le faltaba algo. Fue entonces a hablar con el alcalde y le expuso su preocupación:

—Sé que nuestro pequeño pueblo es apacible y bello, pero algo le falta, y yo quiero ayudar a construirlo.

—No careces de entendimiento, jovenzuelo —replicó el alcalde—. ¡Digno heredero de tu noble familia, al fin y al cabo! Piensa de qué se trata y, si ves que puedo ayudarte, estaré a tus órdenes.

Evaristo fue entonces donde el cura del lugar:

—Padre, estoy convencido de que a este sitio le falta algo…

El sacerdote lo interrumpió:

—Son las inquietudes de tu joven corazón las que te hacen imaginar tales cosas. Nada falta afuera de ti, es más bien tu alma la que necesita ser reformada.

Evaristo quería decir algo más, pero se llevó la mano a la boca y se despidió de prisa.

Fue después donde su tío y consejero, aquel que tantas veces le había ayudado a ver con claridad. El pobre Evaristo había perdido a su padre desde muy niño, y el tío Alfonso había sido desde entonces como un papá para él. Entró, pues, al taller del tío, y se decidió a plantear su inquietud en forma de pregunta:

—Tío, ¿tú no crees que a este pueblo le hace falta algo?

El buen Alfonso se quedó perplejo.

—Me imagino que sí, pero, si te soy sincero, nunca me lo había preguntado.

Y según su costumbre, le devolvió la pregunta:

—¿Tú qué piensas que nos hace falta?

El muchacho se asomó a la ventana y hundió la mirada en los campos, que ya estaban maduros para la siega. Tratando de poner sus pensamientos y sentimientos en palabras, empezó a hablar así:

—Mira ese campo, tío: está lleno de alimento para nosotros y nuestros ganados, para nuestro comercio y para el duro invierno que tendrá que llegar.

—Así es siempre, ¿no?

El joven continuó, como si no quisiera más interrupciones.

—Ahora vuelve tu mirada a esta aldea. Nosotros hacemos que ese campo se llene de trigo y alimento, y luego nos comemos lo que sembramos, y volvemos a sembrar.

El tío vio que Evaristo estaba demasiado serio como para hacer ningún comentario, pero en el fondo esos razonamientos empezaban a parecerle obvios y ridículos. El sobrino siguió impertérrito:

—Estamos rodeados de nuestro trabajo, y nuestro trabajo se vuelve nuestra comida; luego con la fuerza de esa comida trabajamos para seguir comiendo… ¡hay algo que falta!

Era la primera vez que Alfonso simplemente no tenía idea de qué decirle a su amado Evaristo, así que se quedó mirándolo con una mezcla de solidaridad y extrañeza. El joven volvió a clavar la mirada en el horizonte. Sin pensar mucho en lo que le saliera, Alfonso disparó una frase:

—No sé qué hace falta, pero sí sé quién va a traerlo. ¿Ves ese campo? A mí me gusta el dorado de la cosecha, que me recuerda el cabello de mi hija Fabia. Si tú quieres algo distinto en esa ventana, ¡hazlo! ¡Haz que yo pueda verlo!

Evaristo salió de la casa del tío, y se sintió el hombre más solo del mundo. Caminó hasta las afueras del pueblo y dejó pasar los minutos y las horas, hasta que la noche hizo salir hasta la más pequeña de las estrellas. Era una noche sin luna, de modo que las sombras de las lejanas colinas semejaban fantásticos monstruos venidos de otro tiempo.

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