Los fundamentos de la democracia

[Un texto de Michael F. Hull, traducido por la Congregación para el Clero]

La palabra “democracia” es difícil de definir y sus fundamentos son difíciles de articular, ya que tal palabra es utilizada de modos muy diferentes, especialmente de parte de grupos de intereses como los partidos políticos, los medios de comunicación de masa, los aparatos gubernativos. Desde el punto de vista filológico, democracia significa “gobierno del pueblo” (de la lengua griega). Éste es el fundamento de cada pensamiento democrático, o bien que los que son gobernados tendrían que participar de algún modo al propio gobierno; pero la extensión de tal poder, sea total o parcial, y los medios con los que es ejercitado, por los ciudadanos mismos o por sus representantes, difícilmente pueden responder o ser acomunados bajo un criterio unívoco. En efecto, el espectro semántico atribuido a la palabra democracia, a menudo capciosamente, es tan amplio que hace a esta palabra casi priva de significado. Su raíz etimológica, sin embargo, expresa bien su principio fundante: el gobierno del pueblo.

La justa aspiración de las personas de tener voz en capítulo en el propio gobierno refleja el conocimiento y el respeto de la dignidad fundamental de la persona humana vista como una criatura de Dios. Aunque tal comprensión pueda resultar un poco rudimentaria, típica de la visión griega antigua o del Iluminismo, es posible que la razón humana sin una ayuda externa logre llegar al conocimiento de Dios, del orden creado, de la ley natural (cf. Dei Filius del Vaticano I). Semejante conocimiento debería conducir a un profundo respeto por las personas humanas y su dignidad. Hace más de cuarenta años, la Gaudium et spes hablaba de “una conciencia más viva de la dignidad humana” como catalizador para “establecer un orden político-jurídico en el que se hallen mejor protegidos, en la vida publica, los derechos de la persona” (n. 73). Tal catalizador ha sido potenciado por la Revelación, en la cual vemos el sacrificio de Cristo -“nadie tiene un amor más grande del que da la vida por sus propios amigos” (Jn. 15, 13)- como un prisma a través del cual vemos a cada ser humano: una persona por la cual el Hijo ha sufrido y ha muerto, una persona a la que le es ofrecida la salvación eterna.

Por tanto, “la Iglesia reconoce que, mientras la democracia es la mejor expresión de la participación directa de los ciudadanos a las elecciones políticas, tiene éxito solamente en la medida en que se basa en una correcta comprensión de la persona humana” (Congregación para la Doctrina de la Fe, La participación de los católicos en la vida política, n. 3). El fundamento del pensamiento democrático -que los gobernados deberían participar de algún modo al propio gobierno- asume un carácter más consistente cuando se toman en consideración las implicaciones de la Revelación. Este carácter lleva necesariamente a un reconocimiento de la ley natural, que según San Paolo está “escrita” en el corazón del hombre (Rm 2, 15), y es definida por Santo Tomás como “nada más que la participación de la criatura racional a la ley eterna” (Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2; cf. Papa Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 43). Sin el reconocimiento de la primacía de la ley natural, las democracias están condenadas a ser poco más que una tiranía de la mayoría, para no hablar de los innumerables males sociales y morales que las acompañan.

El ejemplo más claro de tales males es perpetrado respecto al derecho a la vida de cada ser humano. Recordemos por un momento esos millones y millones de recién nacidos legalmente asesinados en el regazo de la propia madre en las así llamadas democracias, cuales los Estados Unidos y la mayor parte de los países europeos. El fundamento del pensamiento democrático -que los gobernados deberían participar de algún modo al propio gobierno- ha olvidado el bien común en esta área (y en muchas otras). Hay que prestar mucha atención, como bien recuerda San Agustín de Ipona en su De civitate Dei, de evitar confundir el reino de los hombres con el reino de Dios. Probablemente Winston Churchill tenía razón cuando observaba: “la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las otras formas que han sido experimentadas en las diversas épocas”. Pero ciertamente sabemos que algo mejor se anuncia para el fin de los tiempos: el reino de Cristo Rey.