Sobre el valor secular de la religión

Vivo en Europa y he viajado con frecuencia a EEUU. Entre los muchos contrastes posibles que ello me permite hacer está el tema del valor y lugar del hecho religioso. Europa, en su mayor parte, trata de sacudirse la religión o reducirla a la irrelevancia; EEUU, en cambio, parece dar un tremendo valor a lo religioso. ¿Es esa posición útil secularmente? Quiero decir: ¿hay un bien público que venga con la religión, independientemente de que uno crea o no?

No sorprende descubrir que en Europa la respuesta tiende a ser negativa, sobre todo por la asociación entre religión – fanatismo / fundamentalismo – irracionalidad, o por la asociación entre religión – clero – abuso de poder. Las guerras de religión y el contagioso atractivo de los que se hicieron famosos ironizando de la Iglesia, como Voltaire, están en el inconsciente colectivo.

Lo que sí puede sorprender es el cuadro que uno ve en EEUU. En los alrededores de Atlanta, por ejemplo, hay zonas donde es difícil pasar unas cuantas cuadras sin ver otra iglesia, otro mensaje, otro pastor, otra propuesta de poner a Jesús en el centro de la escena. ¿Es que toda esa gente no sabe que la religión produce guerras? ¿Es que no desconfían del poder y la influencia que sus ministros y pastores tienen, y que puede medirse también por ingresos en millones de dólares?

Por supuesto que lo saben pero, en primer lugar, los norteamericanos no están dispuestos a asociar tan fácilmente religión y violencia. Los Peregrinos, los Padres Fundadores de los Estados Unidos de América, fueron gente pacífica, por lo menos lo suficientemente deseosos de paz como para buscar un lugar en donde practicar tranquilos su fe protestante. Llegaron a América buscando un sitio para sus familias, sus biblias y su credo. Se aferraron a la plegaria y a sus sueños, y todo indica que su apuesta funcionó bastante bien. Gente así no tiene motivo para pensar que la religión sólo produce violencia. A ellos les produjo cosas distintas: les trajo coraje, alegría, esperanza, una moral clara, un modo de congregarse, incluso una cierta filosofía básica de vida.

¿Y qué decir del poder del clero? Aquí creo yo que cuentan dos cosas. Primero, que el modelo protestante ve a sus ministros como gente mucho más ordinaria, más “humana,” si se quiere. El típico pastor protestante norteamericano tiene que afrontar los mismos problemas que cualquiera de los vecinos: sus hijos se enferman, hay que vacunar al perro, debe palear la nieve en invierno, la esposa aprende recetas de las amigas del barrio. Esta concepción humanista y horizontal del ministerio hace que se desconfíe menos y se fiscalice más al clero. Y aquí viene lo segundo: el poder permanece siempre al nivel local–cosa muy querida por la tradición anglo, en general. Las soluciones se buscan en la misma escala de los problemas. Las cosas no tienen que “ir a Roma” y los canales de autoridad son semejantes a los del mundo extraeclesial. Por ejemplo: el estatus que dan los estudios especializados es semejante al que se tendría en una institución secular. Si alguien “asciende,” por ejemplo, ensanchando un centro de culto, no es por una decisión “de arriba” sino porque la base que lo soporta y cree en su ministerio así lo determina.

Todo este esquema humanista, ya visible en el protestantismo anglicano, hace que la religión deje de parecer un agregado heterogéneo que simplemente adviene a la sociedad humana. La desconfianza no brota o no se reproduce, y la gente ve con la misma naturalidad que haya una iglesia nueva que un supermercado nuevo. Costaría demasiado trabajo convencer a muchos norteamericanos de que la fe es inútil o perversa. Lo que ellos encuentran es otra cosa: grandes ejemplos, tomados de la Biblia, gran inspiración, caminos de socialización, fuentes de criterio moral y una cierta manera de trascender lo inmediato.

Desafortunadamente el modelo no es perfecto. La libre interpretación de la Biblia conlleva una pluralidad de voces y de cultos que termina por disolver el sentido mismo de la predicación. Uno no soporta mucho tiempo a varias personas alegando distintas cosas y pretendiendo todas que están diciendo la verdad. El efecto final es de escepticismo y cinismo. Además, la libre interpretación empuja hacia el modelo de la religión como negocio. La verdad pasa a segundo plano y lo que importa es la técnica, la oratoria, el mercadeo. Al cabo de un tiempo, el Estado tiene que intervenir para frenar abusos y sectas peligrosas.

El modelo norteamericano de fe protestante no es inmune tampoco al seductivo poder de la prosperidad. En el contexto duro de los Peregrinos fundadores de EEUU la prosperidad podía parecer una bendición y una manifestación de la Providencia de Dios, que, según dicen muchos pasajes bíblicos, especialmente del Antiguo Testamento, no deja de cuidar al que es obediente a los justos mandamientos. Una vez que el mercado ha mostrado su poder incluso en el éxito de la religión misma, a ésta la queda poco que decir cuando la prosperidad ya no es una señal sino un fin. El materialismo se instala, la pereza espiritual llega, y por un tiempo puede parecer que no se perderá la “clientela,” porque, de nuevo, la libre interpretación hace que se pueda seguir disolviendo el mensaje y adaptándola a casi cualquier auditorio. Al final, sin embargo, uno sabe que esa pelea está perdida, porque, cuando lo que la gente quiere es resultados y no ser incomodada, muy poco pueden “vender” los divinos mandatos si se les compara con las consignas simplistas de la autosuperación, por decir algo, o de la Nueva Era, o del budismo edulcorado que enamora a tantos jóvenes.

Yo creo que eso es lo que está sucediendo ahora mismo. Si buscas en Internet quiénes van a la vanguardia en tecnología, ya se trate de asuntos de forma (Web 2.0) o de fondo (portales de divulgación artística, científica o sobre diseño) lo que encuentras es que la gente que está ahí tiene un perfil claramente escéptico, moralmente permisivo y religiosamente desconfiado, si no claramente opuesto. Esto significa sólo una cosa: la generación que buscará ávidamente el poder en los años inmediatamente siguientes sólo siente que la religión es un regazo cultural, un atavismo que empobrece la agilidad de la mente, del mercado y de la sociedad misma.

Si ese análisis es correcto, lo que viene es una aproximación entre el progresismo librepensador, creciente en los Estados Unidos, y el agnosticismo rancio, de tipo filosófico, en Europa.

Sin embargo, ahí falta un nuevo elemento diferenciador. Estados Unidos no sólo fue sino que es un país hecho de inmigrantes. Cosa que hace que la fe valga no sólo como un fundamento histórico que se quedó allá con los Peregrinos, sino como un aliciente que sostiene la esperanza de millones de personas que se aventuran “como sea” a la “tierra de las oportunidades.”

Así que la fe se puede perder, y quizá se está perdiendo para muchos de los que se sienten ya establecidos y ahora sólo quieren gozar a sus anchas de buenos negocios, gran surtido, seguridad pública y alta tecnología. Pero la fe sigue siendo un elemento tremendamente relevante para un porcentaje notable de inmigrantes, sobre todo de hispanos. Con lo cual, irónicamente, el catolicismo se convierte en una notable fuerza de crecimiento en un país de origen protestante. De hecho, hay quienes hablan de un futuro católico para el cristianismo en EEUU pero la cosa está por aclararse porque muchos de los inmigrantes católicos pobres no llevan un especial apego a la doctrina, y parece que el discurso de la prosperidad a través de la Biblia los puede seducir con fuerza.

Quizá no sobre anotar que Europa tiene políticas de inmigración harto distintas de las de EEUU. Pero creo que hay que ir más allá de estas dos realidades sociales. Lo que está de fondo aquí es el vínculo entre indigencia humana y relevancia de la fe, por lo menos de la fe cristiana. En últimas es el vínculo mismo entre los pobres y el Evangelio. Los pobres no son sólo los destinatarios primeros de la Buena Nueva, sino quizá los únicos. ¿O pensaba Cristo otra cosa cuando habló del camello y la aguja? Con paz lo pregunto.