La Otra Cara de la Inmigración

Nosotros, los que venimos de fuera, los outsiders fácilmente nos sentimos amenazados por fuera y por dentro.

Por fuera, en la medida en que te encuentras en un mundo de inseguridades y seguramente en una lengua que no es la tuya. Todo tienes que aprenderlo, y aprenderlo rápido. Muchas veces piensas que vas a decir lo que no conviene, o que no vas a entender lo que te indican o te piden, o que algo que no conoces o no podrás superar te acecha. Se ha hablado por eso del “stress” del recién llegado (y yo un poco lo conozco, créanme…)

Por dentro, en cambio, nos amenazan nuestras inseguridades, la calidad borrosa de nuestras metas, los afectos que se van disolviendo en brumas de olvido, la fe que trata de patinar y escabullirse a veces…

Pero sería injusto quedarse mirando sólo lo que uno de extranjero siente. El país que lo recibe, y la gente que lo acoge, tiene que hacer también esfuerzos, y esos esfuerzos a veces no son pequeños. Es difícil para mí saber en qué medida he sido “carga” o problema para otros. Yo trato de permanecer consciente del hecho y de no interferir, no molestar… hacer más bien la vida amable… pero seguramente hay montañas de cosas que no veo.

En cambio, sí veo a veces cómo otros que llegan causan tensión, sobre todo cuando se trata de muchas personas que vienen de una cultura muy distinta.

La semana pasada vi un cuadro de ellos. Un grupo de personas, 6 o 7. Dos señoras relativamente jóvenes, 4 o 5 chicos de distintas edades. Estamos todos en un bus. Los recién llegados, suben (es bus de dos pisos) hablando y gritando en su idioma, tal vez árabe. Gritan todo el tiempo. Sacan su comida y chasquean la lengua cada rato con gran ruido. Entran en discusión sin dejar de comer. Todo el bus queda oliendo a las cebollas, lentejas y guisos que traían. Ellos no están tratando de hacer nada malo. No están queriendo fastidiar a nadie. Pero el efecto es impresionante. Estos irlandeses, que son tan poco expresivos en público, uno los ve llegar al límite mismo de su paciencia.

Yo sé que estoy hablando de algo menor; algo superficial: niños comiendo en un bus. Bueno, no tan niños: ya algunos tendrían sus 16 años de edad. Pero el tema es el esfuerzo que le toca al que recibe. ¿Qué pasa cuando llegan centenares de familias en esas condiciones y no tienes más que hacer sino acomodarlos en tu país que es tu casa? Europa entera va viviendo esta realidad, para la que no hay respuestas sencillas, y sobre todo: no hay respuestas que cada uno de nosotros, en su realidad concreta, esté dispuesto a asumir a diario.

La respuesta de fondo, pues, es compleja: requiere caridad, prudencia, justicia, y a la vez, firmeza, una política exterior coherente y un sentido de solidaridad muy real y práctico.