¿Cómo se relacionan entre sí las virtudes teologales?

Se dice que es teologal una virtud por tener por objeto a Dios a quien se adhiere. Pues bien, a una cosa podemos adherirnos de dos maneras: o por sí misma o en cuanto por ella llegamos a otra realidad. Así, la caridad hace que el hombre se una a Dios por El mismo, uniendo su espíritu con Dios por afecto de amor. La esperanza, en cambio, y la fe hacen que el hombre se una a Dios como principio del que le vienen otros bienes. Ahora bien, de Dios nos viene tanto el conocimiento de la verdad como la consecución de la verdad perfecta. Por eso la fe une al hombre con Dios en cuanto principio de conocer la verdad: creemos, en efecto, que es verdadero lo que nos dice Dios. La esperanza, en cambio, hace que el hombre se adhiera a Dios en cuanto principio de perfecta bondad, es decir, en cuanto por ella nos apoyamos en el auxilio divino para conseguir la bienaventuranza. (S. Th., II-II, q.17, a.6, resp.)


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¿Cómo conectan la fe y la esperanza?

La fe precede, en absoluto, a la esperanza. El objeto de la esperanza es, efectivamente, un bien futuro arduo y asequible. Por lo tanto, para esperar algo es preciso que a la esperanza le sea presentado un objeto como posible. Ahora bien, el objeto de la esperanza es, por una parte, la bienaventuranza eterna; y, por otra, el auxilio divino, como se deduce de lo que hemos expuesto (a.2 y 4; a.6 ad 3). Esas dos cosas nos las propone la fe, pues nos hace conocer que podemos llegar a la bienaventuranza eterna, y que para ello nos está preparado el auxilio divino, según el testimonio del Apóstol: Quien se llega a Dios ha de creer que existe y que es premiador de quienes le buscan (Heb 11,6). Es, pues, evidente que la fe precede a la esperanza. (S. Th., II-II, q.17, a.7, resp.)


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¿Es la esperanza anterior a la caridad?

Hay un doble orden. Uno, por vía de generación y de materia, y, según ese orden, lo imperfecto precede a lo perfecto. El otro es el orden de perfección, y, según ese orden, lo perfecto por naturaleza es anterior a lo imperfecto. A tenor del primer orden, la esperanza es anterior a la caridad. Esto se pone en evidencia por el hecho de que la esperanza y todo movimiento del apetito se deriva del amor, como hemos visto al tratar de las pasiones (1-2 q.27 a.4; q.28 a.6 ad 2; q.40 a.7). Ahora bien, el amor puede ser perfecto o imperfecto. Es en verdad perfecto el amor por el que alguien es amado por sí mismo, en cuanto se le quiere desinteresadamente el bien; tal es el amor del hombre al amigo. Es, en cambio, imperfecto el amor con que se ama algo no por sí mismo, sino para aprovecharse de su bien, como ama el hombre las cosas que codicia. Pues bien, el amor de Dios en el primer sentido corresponde a la caridad, que hace unirse a Dios por sí mismo; a la esperanza, en cambio, corresponde el amor en el segundo sentido, ya que quien espera intenta obtener algo para sí. De ahí que, en el orden de generación, la esperanza precede a la caridad. Efectivamente, de la misma manera que el hombre llega a amar a Dios porque, temiendo el castigo divino, cesa en el pecado, como afirma San Agustín en Super primam Canonicam Ioann., así también la esperanza conduce a la caridad, en cuanto que, esperando de Dios la remuneración, se mueve a amarle y a guardar sus mandamientos. Pero en el orden de perfección la caridad es anterior a la esperanza. Por eso, cuando aparece la caridad, se hace más perfecta la esperanza, ya que esperamos más de los amigos. En este sentido dice San Ambrosio que la esperanza proviene de la caridad. (S. Th., II-II, q.17, a.8, resp.)


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¿Se puede decir que la esperanza tiene su casa propia en la voluntad?

Como hemos demostrado (1 q.8 a.2), los hábitos se conocen por sus actos. Ahora bien, el de la esperanza es un movimiento de la parte apetitiva, ya que su objeto es el bien. Mas dado que en el hombre hay dos apetitos, el sensitivo, que se divide en irascible y concupiscible, y el intelectivo, llamado voluntad, del que hemos tratado en otra parte (1 q.80 a.2; q.82 a.5), a los movimientos que se dan en el apetito inferior con pasión, corresponden en el superior otros semejantes que se dan sin ella, como hemos expuesto (1 q.82 a.5 ad 1; 1-2 q.22 a.3 ad 3). Pero el acto de la virtud de la esperanza no puede pertenecer al apetito sensitivo, ya que el bien, que es el objeto principal de esta virtud, no es bien sensible, sino divino. Por eso la esperanza tiene como sujeto el apetito superior, no el inferior, al cual corresponde el irascible. (S. Th., II-II, q.18, a.1, resp.)


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¿Los bienaventurados siguen teniendo esperanza?

Si se sustrae a una realidad lo que le da la especie, se pierde esa especie, y la realidad no puede permanecer la misma; así, perdida la forma del cuerpo natural, no permanece específicamente el mismo. Ahora bien, la esperanza, como las demás virtudes, reciben su especie de su objeto principal, como ya quedó expuesto (q.17 a.5 y 6). Pero el objeto principal de la esperanza es la bienaventuranza eterna en cuanto asequible con el auxilio divino, como ya hemos dicho (q.17 a.2). Luego, dado que el bien arduo y posible no cae bajo la razón formal de la esperanza sino en cuanto futuro, se sigue de ello que, cuando la bienaventuranza no es ya futura, sino presente, no puede haber allí lugar alguno para la virtud de la esperanza. De ahí que la esperanza, lo mismo que la fe, desaparece en la patria, y ninguna de las dos puede darse en los bienaventurados. (S. Th., II-II, q.18, a.2, resp.)


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¿Hay esperanza alguna para los que se condenan en el infierno?

Como es de esencia de la bienaventuranza saciar la voluntad, es también de esencia de la pena que contraríe a la voluntad aquello por lo que se inflige el castigo. Ahora bien, nada ignorado puede aquietar o contrariar a la voluntad. Por eso dice San Agustín en Super Gen. ad litt. que los ángeles no pudieron ser perfectamente bienaventurados en el primer instante antes de la confirmación ni miserables antes de su caída, por no saber su porvenir. En verdad, para la verdadera y perfecta bienaventuranza se requiere estar ciertos de la perpetuidad de su felicidad; de lo contrario no se aquietaría la voluntad. De igual modo, formando parte de la pena de los condenados la perpetuidad de la misma, tampoco tendría razón de pena si no contrariara a la voluntad, lo cual sucedería en realidad si ignoraran su perpetuidad. Por eso, a la condición de miseria de los condenados atañe saber ellos mismos que de ningún modo podrán evadir la condenación y alcanzar la bienaventuranza. Por eso se lee en Job (15,22): No confía escapar de las tinieblas a la luz. De todo eso resulta evidente que no pueden aprehender la bienaventuranza como un bien posible, ni tampoco los bienaventurados como un bien futuro. Por eso, ni en los bienaventurados ni en los condenados hay esperanza. Pero los viadores, estén en esta vida o estén en el purgatorio, pueden tener esperanza: unos y otros la conciben como un futuro posible. (S. Th., II-II, q.18, a.2, resp.)


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Mientras estamos en esta tierra, ¿tenemos esperanza cierta?

La certeza puede darse en una persona de dos maneras: esencial y participada. De manera esencial se da en la facultad cognoscitiva; de manera participada, en cambio, en todo aquello que la facultad cognoscitiva encamina de manera infalible hacia su fin. En este sentido se dice que la naturaleza obra con certeza como movida por el entendimiento divino, que encamina todo hacia su fin. En idéntico sentido se dice también que las virtudes morales obran con más certeza que el arte, en cuanto que están movidas a sus actos por la razón, al modo de la naturaleza. De este modo tiende también la esperanza hacia su fin con certeza, como participando de la certeza de la fe, que está en la potencia cognoscitiva. (S. Th., II-II, q.18, a.4, resp.)


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¿En qué sentido puede hablarse de “temer a Dios”?

Así como la esperanza tiene doble objeto: el bien futuro, cuya consecución se espera, y el auxilio de alguien por el que se espera conseguir ese bien, el temor puede tener doble objeto: el mal mismo del que huye el hombre, y aquello de lo que puede provenir el mal. Pues bien, Dios, que es la bondad misma, no puede ser objeto de temor del primer modo. Del segundo, en cambio, puede serlo, en cuanto que de El o con respecto a El nos puede amenazar algún mal. De Dios, en verdad, nos puede sobrevenir el mal de pena, que no es mal absoluto, sino mal relativo y bien absoluto. Efectivamente, dado que el bien dice orden al fin y el mal conlleva la privación de ese orden, es mal absoluto lo que excluye totalmente el orden al fin último, cual es el mal de culpa. El mal de pena, en cambio, es ciertamente un mal, en cuanto priva de un bien particular; pero en absoluto es bien, en cuanto que está dentro del orden al fin último. Mas con relación a Dios nos puede sobrevenir el mal de culpa si nos separamos de El. Bajo este aspecto, Dios puede y debe ser temido. (S. Th., II-II, q.19, a.1, resp.)


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¿Qué clases de temor hay?

Aquí tratamos del temor en cuanto que de algún modo nos conduce a convertirnos a Dios o nos apartamos de El. Dado que, efectivamente, el objeto del temor es el mal, el hombre se aparta a veces de Dios por los males que teme, y este temor recibe el nombre de «humano» o «mundano». Otras, en cambio, el hombre se convierte a Dios y se une a El por el mal que teme. Y este tipo de mal es doble, a saber: el mal de pena y el de culpa. Por lo tanto, si se convierte a Dios y se une a El por el temor de pena, tenemos el temor servil; pero si lo hace por el temor de culpa, será el temor filial, pues es propio de los hijos temer la ofensa del padre. Pero si se teme por los dos, es el temor inicial, el cual está entre los dos. Si se puede temer el mal de culpa, es tema que se estudió en su lugar (1-2 q.42 a.3) al tratar de la pasión del temor. (S. Th., II-II, q.19, a.2, resp.)


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¿Qué es el temor mundano? ¿Es siempre malo?

Como ya hemos probado (1-2 q.18 a.2; q.54 a.2), los actos morales y los hábitos se especifican y reciben el nombre por los objetos. Ahora bien, el objeto propio del movimiento apetitivo es el bien final; por eso, todo movimiento del apetito sensitivo recibe del propio fin su especie y su nombre. En efecto, si alguien llamara a la codicia amor al trabajo, porque los hombres trabajan por codicia, no le daría el nombre adecuado, pues los codiciosos no buscan el trabajo como fin, sino como medio, ya que como fin buscan las riquezas. Por eso la codicia se denomina rectamente deseo o amor de las riquezas, lo cual es un mal. En el mismo sentido se llama propiamente amor mundano aquel por el que uno se apega al mundo como fin último; y así, el amor mundano siempre es malo. Pero el temor nace del amor, ya que el hombre teme perder lo que ama, como demuestra San Agustín en el libro Octog. trium quaest. Y por eso el temor mundano procede del amor mundano como de una raíz mala, y por eso es siempre malo. (S. Th., II-II, q.19, a.2, resp.)


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El temor propio de los siervos y su relación compleja con el temor de Dios

El temor servil [temor propio de los siervos ante sus señores] es malo por su servilismo [es decir, si se convierte ya no en temor sino en servilismo], ya que la servidumbre se opone a la libertad. Por eso, siendo libre el que es causa de sí mismo, como se escribe en el comienzo de los Metafísicas, es siervo quien actúa no por sí mismo, sino como movido desde fuera por otro. Ahora bien, todo el que actúa por amor, lo hace como por sí mismo, ya que se mueve a ello por propia inclinación. Por eso, el obrar por amor va contra el servilismo. En consecuencia, el temor servil, en cuanto servil, se opone a la caridad.

Por tanto, si el servilismo fuera esencial al temor, el temor servil sería absolutamente malo, como es absolutamente malo el adulterio, porque entraña en su esencia oponerse a la caridad. Mas el temor servil no entraña esencialmente el servilismo, como tampoco la fe informe entraña en su esencia la informidad. Y esto es así porque el hábito o el acto moral se especifica por el objeto. Ahora bien, el objeto del temor servil es la pena, a la cual es accidental que el bien contrario a ella sea amado como último fin, y por lo mismo pasa a ser temida como el mal principal, hecho que se da en quien no tiene caridad. Puede, asimismo, suceder que el bien vaya ordenado a Dios como fin y que, por consiguiente, la pena no sea temida como mal principal, fenómeno que acontece en quien tiene caridad. En realidad, la especie del hábito no se pierde por la orientación del objeto o del fin a otro fin superior. Por eso el temor servil es sustancialmente bueno; el servilismo, en cambio, malo. (S. Th., II-II, q.19, a.4, resp.)


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¿Son sustancialmente idénticos el temor servil y el temor filial?

El objeto propio del temor es el mal. Y dado que, como se ha demostrado (1-2 q.18 a.5; q.54 a.2), los hábitos se distinguen por los objetos, es preciso que por la diversidad de males se diferencien específicamente los temores. Pues bien, específicamente se diferencian el mal de pena que rehuye el temor servil, y el de culpa del cual se aleja el filial, como hemos visto (1 q.48 a.5). Es, pues, evidente que el temor filial y el servil no son sustancialmente idénticos, sino específicamente diferentes. (S. Th., II-II, q.19, a.5, resp.)


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¿El amor hace que desparezca el temor servil?

El temor servil tiene por causa el amor de sí mismo, porque es el temor de pena, detrimento del propio bien. Por eso, en la misma medida en que el temor de pena puede coexistir con la caridad, en esa misma coexiste el amor de sí mismo, pues por el mismo motivo desea el hombre su propio bien y teme su privación. Ahora bien, el amor de sí mismo se puede relacionar con la caridad de tres maneras: La primera, se opone a ella al poner el fin en el amor del bien propio. Otra: el amor de sí mismo va incluido en la caridad, hecho que sucede cuando el hombre se ama a sí mismo por Dios y en Dios. Por último, el amor se distingue ciertamente de la caridad, pero sin contrariarla; por ejemplo, cuando uno se ama a sí mismo en razón de su propio bien, pero sin poner en él su fin. Asimismo, respecto del prójimo puede darse un amor especial, además del amor de caridad, que se apoya en Dios, cuando el prójimo es amado, bien por motivos de consanguinidad, bien por alguna otra cualidad humana susceptible de ser ordenada a la caridad.

Por lo tanto, el temor de pena puede relacionarse también con la caridad de tres maneras. Primera: separarse de Dios; es una pena que rehuye grandemente la caridad. Y esto pertenece al amor casto. Segunda: contrariando a la caridad. En este caso se rehuye la pena contraria al bien propio natural como principal mal, contrario al bien que se ama como fin. En este sentido, el temor de pena no es compatible con la caridad. Tercera: el temor de pena se distingue sustancialmente del temor casto. Es decir, el hombre tiene el temor de pena no por razón de la separación de Dios, sino por ser nocivo para el bien propio. Sin embargo, tampoco pone en ese bien su fin, y, por lo mismo, tampoco lo teme como mal principal. Este temor de pena puede coexistir con la caridad, como hemos demostrado (a.2 ad 4; a.4). Por eso, en cuanto servil, no permanece con la caridad, pero la sustancia del temor servil puede coexistir con ella, lo mismo que el amor propio. (S. Th., II-II, q.19, a.6, resp.)


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¿En qué sentido puede decirse que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (Salmo 111,10?

Del principio de la sabiduría se puede hablar de dos maneras. Una: por ser principio de la sabiduría en su esencia; la otra, en cuanto a su efecto. Como el principio del arte, en cuanto a su esencia, son los principios de que procede, y en cuanto a su efecto es el punto de partida de la realización del trabajo artístico. Así decimos que el principio del arte de edificar son los cimientos, porque en ellos comienza el albañil a trabajar.

Siendo la sabiduría, como luego diremos (q.45 a.1), conocimiento de las cosas divinas, nosotros —los teólogos-y los filósofos la consideramos de manera diferente. Ya que, efectivamente, nuestra vida está ordenada y se dirige a la fruición de Dios por cierta participación de la naturaleza divina que nos confiere la gracia, los teólogos consideramos esa sabiduría no sólo como mero conocimiento de Dios, como lo hacen los filósofos, sino también como orientadora de la vida humana, que se dirige no sólo por razones humanas, sino también por razones divinas, como enseña San Agustín en XII De Trin. Por lo tanto, el principio de la sabiduría, en su esencia, lo constituyen los primeros principios de la sabiduría, que son los artículos de la fe. Bajo este aspecto se dice que el principio de la sabiduría es la fe. Pero, en cuanto a su efecto, el principio de la sabiduría es el punto de partida del que arranca su operación. En este sentido, el principio de la sabiduría es el temor, aunque lo son de manera diferente el temor servil y el filial. El temor servil lo es como principio que dispone para la sabiduría desde fuera: por el temor de la pena se retrae uno del pecado, y esto le habilita para el efecto de la sabiduría, según se lee en la Escritura: El temor del Señor aleja el pecado (Eclo 1,27). El temor casto o filial, en cambio, es principio de la sabiduría como primer efecto suyo. En efecto, dado que corresponde a la sabiduría regular la vida humana por razones divinas, se habrá de tomar el principio de aquello que lleve al hombre a reverenciar a Dios y someterse a El; así, como consecuencia de ese temor, se regulará en todo según Dios. (S. Th., II-II, q.19, a.7, resp.)


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¿El temor inicial es esencialmente el mismo que el temor filial?

El temor inicial se llama así por ser el principio. Pero dado que tanto el temor servil como el inicial son de alguna manera principio de la sabiduría, a los dos se les puede llamar en cierto modo inicial. No es, sin embargo, ésta la acepción del concepto inicial por el que se distingue el temor servil del filial. La acepción está tomada en el sentido de lo que atañe al estado de principiantes, en quienes, con el comienzo de la caridad, se introduce cierto temor filial, pero sin que haya en ellos un temor filial perfecto, porque no han llegado aún a la perfección de la caridad. Por eso el temor filial inicial se relaciona con el filial como la caridad imperfecta con la perfecta. Pero la caridad imperfecta y la perfecta no difieren esencialmente, sino sólo según el estado. Por eso hay que decir también que el temor inicial, en el sentido en que está tomado aquí, no se diferencia esencialmente del filial. (S. Th., II-II, q.19, a.8, resp.)


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¿Por qué se dice que el Temor de Dios es un don del Espíritu Santo?

Como ya hemos expuesto (a.2), el temor es múltiple. Pero, según escribe San Agustín en el libro De gratia et lib. arb., el temor humano no es don de Dios, pues con ese temor negó San Pedro a Cristo, sino el temor del que se ha escrito: Temed a quien puede echar en el infierno alma y cuerpo (Mt 10,28). De la misma manera, tampoco se ha de contar el temor servil entre los siete dones del Espíritu Santo, aunque provenga de él. En realidad, como afirma San Agustín en el libro De nat. et gratia, puede llevar aneja voluntad de pecar, mientras que los dones del Espíritu Santo no pueden coexistir con voluntad de pecar, ya que, como hemos expuesto (1-2 q.68 a.5), no se dan sin caridad. De aquí se sigue, por lo tanto, que el temor de Dios enumerado entre los siete dones del Espíritu Santo es el temor filial o el casto. Efectivamente, dijimos en otra ocasión (1-2 q.68 a.1 y 3) que los dones del Espíritu Santo son ciertas perfecciones habituales de las potencias del alma por las que éstas se tornan dóciles a su moción, como las potencias apetitivas, por la razón, se tornan dóciles para las virtudes morales. Ahora bien, para que un ser esté en buenas condiciones de movilidad con relación a su motor, se requiere, lo primero, que le esté sometido y sin resistencia, pues la resistencia ofrece obstáculos al movimiento. Y esto hace en realidad el temor filial o casto, ya que por el mismo reverenciamos a Dios y huimos no someternos a El. Por eso precisamente el temor filial tiene como el primer lugar, en escala ascendente, entre los dones del Espíritu Santo, y el último en la escala descendente, como expone San Agustín en el libro De serm. Dom. in monte. (S. Th., II-II, q.19, a.9, resp.)


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