Prólogo a la II-II (secunda secundae) de la Suma Teológica

En materia moral… las consideraciones generales resultan menos útiles, ya que las acciones se desarrollan en el plano de lo particular. Y en cuanto a la moral especial, hay dos maneras de tratarla: una, por parte de su misma materia, considerando esta virtud, aquel vicio; otra, por parte de los estados específicos de las personas, cuales son subdito o prelado; activo o contemplativo, o cualquier otro género de vida de los hombres. En consecuencia, consideraremos en especial, en primer lugar, lo concerniente a todo tipo de personas; luego, lo concerniente a los diferentes estados (q.171).

En cuanto a lo primero, se ha de advertir que, si consideramos por separado lo que concierne a las virtudes, dones, vicios y mandamientos, habrá que decir muchas veces lo mismo. Y así, si se quiere ofrecer un conocimiento acabado del precepto «no fornicar», es necesario estudiar el adulterio, pecado cuyo conocimiento depende de la virtud opuesta. Será, pues, un método más compendioso y más expeditivo si en el mismo tratado se considera, al mismo tiempo, la virtud y el don correspondientes, los vicios opuestos y los preceptos afirmativos o negativos.

Este modo de considerar los temas será conveniente también para los vicios estudiados en su propia especie. En efecto, hemos demostrado ya (1-2 q.72) que vicios y pecados reciben su variedad específica de la materia u objeto, y no de otras diferencias de los pecados, como ser pecados de corazón, palabra u obra, o en función de la ignorancia, malicia y otras diferencias por el estilo. En efecto, es una misma la materia sobre la que obra rectamente la virtud y de cuya rectitud se apartan los vicios opuestos.

Reducida, pues, la materia moral al tratado de las virtudes, todas ellas han de reducirse a siete: las tres teologales, de las que se tratará en primer lugar, y las cuatro cardinales, de las que se tratará después (q.47). En cuanto a las virtudes intelectuales, hay una, la de la prudencia, que está contenida y se la enumera entre las cardinales, siendo así que el arte no pertenece a la moral, que versa sobre las acciones voluntarias, mientras que el arte sólo dicta la recta razón en lo artificial, como expusimos ya en otra parte (1-2 q.57 a.3 y 4). Las otras tres virtudes intelectuales, a saber: sabiduría, entendimiento, ciencia, que coinciden, incluso en el nombre, con algunos dones del Espíritu Santo, se tratarán conjuntamente con los dones que correspondan a las virtudes.

En cuanto a las otras virtudes morales, todas se reducen, de alguna manera, a las cardinales, como resulta de lo ya expuesto en otra parte (1-2 q.61 a.3); de ahí que en el estudio de una virtud cardinal serán estudiadas también las virtudes que de algún modo pertenezcan a ella, y los vicios opuestos. De esta forma no quedará sin tratar nada que incumba al orden moral.

(S. Th., II-II, prol.)

¿Cuál es el objeto de la fe, a qué apunta? – Responde Tomás de Aquino

Todo hábito cognoscitivo tiene doble objeto: lo conocido en su materialidad, que es su objeto material, y aquello por lo que es conocido, o razón formal. Así, en geometría, las conclusiones constituyen lo que se sabe materialmente, y la razón formal de saberlo son los medios de demostración. Lo mismo en el caso de la fe. Si consideramos la razón formal del objeto, ésta no es otra que la verdad primera, ya que la fe de que tratamos no presta asentimiento a verdad alguna sino porque ha sido revelada por Dios, y por eso se apoya en la verdad divina como su medio. Pero si consideramos en su materialidad las cosas a las que presta asentimiento la fe, su objeto no es solamente Dios, sino otras muchas cosas; y estas cosas no caen bajo el asentimiento de fe sino en cuanto tienen alguna relación con Dios, es decir, en cuanto que son efectos de la divinidad que ayudan al hombre a encaminarse hacia la fruición divina. Por eso, incluso bajo este aspecto, el objeto de la fe es, en cierto modo, la verdad primera, en el sentido de que nada cae bajo la fe sino por la relación que tiene con Dios, del mismo modo que la salud es el objeto de la medicina, ya que la función de ésta se encuentra en relación con aquélla.

(S. Th., II-II, q.1, a.1)


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¿El objeto de la fe es simple o es complejo? – Responde Tomás de Aquino

Lo conocido está en quien lo conoce según la forma de éste. Pues bien, la manera propia de conocer del entendimiento humano es conocer la verdad por composición y división, según lo expuesto en otro lugar (I q.85 a.5). Por eso, lo que es de suyo simple lo conoce el entendimiento humano con cierta complejidad; el entendimiento divino, en cambio, entiende lo complejo de manera incompleja. Puédese, pues, considerar el objeto de la fe de dos maneras. La primera, por parte de la realidad misma que se cree; en este caso, el objeto de la fe es algo incomplejo, como la realidad misma que se cree. La segunda, por parte del creyente; en este caso, el objeto de la fe es algo complejo en forma de enunciado.

(S. Th., II-II, q.1, a.2)


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¿Puede la fe de un auténtico creyente recaer sobre algo que es falso?

Por ejemplo: Entre los contenidos de la fe está creer que en el sacramento del altar se contiene el verdadero cuerpo de Cristo. Puede, sin embargo, ocurrir, cuando la consagración no se ha hecho correctamente, que allí no esté el verdadero cuerpo de Cristo, sino solamente pan. En consecuencia, PARECE QUE la fe puede recaer sobre algo falso.

SIN EMBARGO, ningún objeto cae bajo una potencia o hábito, e incluso acto, sino bajo la razón formal del objeto: no se puede ver el color sino por la luz, y a la conclusión no se llega sino a través de la demostración. Pues bien, hemos expuesto (a.1) que la razón formal del acto de la fe es la verdad primera. De ahí que en el ámbito de la fe no puede caer nada que no se encuentre bajo la luz de la verdad primera, bajo la cual no puede recaer la falsedad, al igual que tampoco recae el no ser sobre el ser, ni el mal bajo la bondad. En consecuencia, bajo la luz de la fe no puede recaer nada falso.

POR ESO, EN EL EJEMPLO DADO HAY QUE DECIR: La fe del creyente no se refiere a determinadas especies de pan eucarístico, sino a la verdad general de que el cuerpo de Cristo está en las especies de pan sensible correctamente consagrado. De ahí que, en el caso de que el pan no haya sido correctamente consagrado, no por eso incurre la fe en falsedad. (S. Th., II-II, q.1, a.3, resp. et ad 1m)


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¿Por qué decimos que el credo tiene artículos? ¿Es que la fe tiene partes?

Está la definición de San Isidoro: El artículo es una manera de percibir la verdad divina que nos orienta hacia esa verdad en sí misma. Pero nosotros no podemos percibir la verdad divina sino por partes, dado que lo que en Dios es uno se torna múltiple en nuestra inteligencia. Por lo tanto, la materia de fe debe dividirse en artículos. […]

La palabra artículo parece derivada del griego. Efectivamente, arthron en griego, artículo en latín, significa la adaptación de partes distintas. Así, las partes del cuerpo adaptadas entre sí forman lo que se denomina articulación de los miembros. Del mismo modo, en gramática los griegos llaman artículos a ciertas partes de la oración que, unidas a otras dicciones, expresan su género, número y caso. También en retórica se denominan artículos determinadas adaptaciones de las partes.

Dice, en efecto, Tulio que tiene lugar el artículo cuando se pone de relieve el valor de cada palabra por medio de intervalos estableciendo cortes en la oración, como, por ejemplo: has aterrado a tus enemigos con dureza, con la palabra, con el rostro. De ahí se ha partido para formular una distinción en artículos de todo cuanto la fe cristiana ofrece para creer, dividiéndolo en partes que guardan entre sí una trabazón mutua.

Ahora bien, como ya hemos probado (a.4), el objeto de la fe es algo inevidente y esencialmente divino. Por eso, siempre que, por la razón que sea, se presenta algo inevidente, se formula un artículo especial; en cambio, cuando concurre una multiplicidad de objetos para nosotros desconocidos, y que tienen la misma razón formal, no hay lugar para establecer artículos distintos. Así hay dificultad especial en ver que Dios haya padecido y otra en el hecho de que, muerto, haya resucitado. Por eso se distingue entre ellos el artículo de la pasión y el artículo de la resurrección. Pero la pasión, muerte y sepultura ofrecen una e idéntica dificultad, de manera que, admitido el uno, no hay dificultad en admitir el otro, y por eso todos ellos se incluyen en un solo artículo. (S. Th., II-II, q.1, a.6, sed contra et resp.)


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¿Han ido aumentando los artículos de fe en el transcurso del tiempo?

Los artículos de la fe desempeñan en la enseñanza de la misma una función similar a la que en la enseñanza elaborada por la razón natural tienen los principios en sí evidentes de la razón. En estos principios hay un orden, de tal modo que unos están implícitamente contenidos en otros, y todos se reducen a éste como principio soberano: Es imposible afirmar y negar al mismo tiempo, como enseña el Filósofo en IV Metaphys. De manera similar, todos los artículos se hallan implícitamente contenidos en algunas realidades primeras que se han de creer; es decir, todo se reduce a creer que existe Dios y que tiene providencia de la salvación de los hombres. Así lo expresan las palabras del Apóstol: El que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan (Heb 11,6). Efectivamente, en el Ser divino están incluidas todas las realidades que creemos que existen eternamente en Dios y en las que consiste nuestra bienaventuranza. Por otra parte, en la fe en la Providencia están contenidas todas las cosas dispensadas por Dios en el transcurso del tiempo para la salvación del hombre y que constituyen el camino hacia la bienaventuranza. De este modo, entre los artículos, unos están contenidos en otros, como, por ejemplo, la redención del hombre está implícitamente contenida en la encarnación de Cristo, lo mismo que su pasión y otras cosas semejantes.

De este modo hemos de concluir que, en cuanto a la sustancia de los artículos de la fe, en el transcurso de los tiempos no se ha dado aumento de los mismos: todo cuanto creyeron los últimos estaba incluido, aunque de manera implícita, en la fe de los Padres que les habían precedido. Mas en cuanto a la explicitación de los mismos, creció el número de los artículos, ya que los últimos Padres conocieron de manera explícita cosas desconocidas para los primeros. Por eso dice el Señor a Moisés: Yo soy Yahveh. Me aparecí a Abrahán, a Isaac y a Jacob como El-Sadday; pero no me di a conocer a ellos con mi nombre Adonai (Ex 6,2-3; cf. 3,6; 4,5). David, por su parte, afirma: Poseo más cordura que los viejos (Sal 118,100). Y el Apóstol escribe: en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas (el misterio de Cristo) (Ef 3,5). (S. Th., II-II, q.1, a.7, resp.)


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¿Cuántos y cuáles son los artículos de fe en el credo?

Como ya hemos expuesto (a.6 ad 1), pertenece de suyo a la fe aquello con cuya visión gozaremos en la vida eterna y nos encamina hacia ella. Dos cosas se nos proponen como materia de visión en la gloria: lo oculto de la divinidad, cuya visión nos hará bienaventurados, y el misterio de la humanidad de Cristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia (Rom 5,2). De ahí lo que leemos en San Juan: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3). Por eso, la primera distinción de las verdades de fe es algo que pertenece a la majestad de la divinidad; otras, en cambio, pertenecen al misterio de la humanidad de Cristo, denominado por el Apóstol sacramento de la piedad (1 Tim 3,16).

Sobre el tema de la divinidad se nos proponen tres cosas que debemos creer. La primera, la unidad de la divinidad, objeto del primer artículo. La segunda, la trinidad de personas, a la que corresponden otros tres artículos, conforme a las tres personas. La tercera, las obras propias de la divinidad. La primera de estas obras se refiere al ser de naturaleza, y a ella corresponde el artículo de la creación; otra, la segunda, al ser de la gracia, y en relación con ello, y en un solo artículo, se nos propone todo lo concerniente a la santificación del hombre; la tercera, en fin, corresponde a la existencia de la gloria, y entonces se nos propone un artículo sobre la resurrección de la carne y la vida eterna. Son, pues, siete los artículos acerca de la divinidad.

De igual modo se nos proponen siete artículos sobre la humanidad de Cristo. El primero, el de la encarnación o concepción de Cristo; el segundo, el de su nacimiento de la Virgen; el tercero, el de su pasión, muerte y sepultura; el cuarto, el de su bajada a los infiernos; el quinto, el de su resurrección; el sexto, el de su ascensión; el séptimo, el de su venida para juzgar. Así, en total, catorce artículos.

Hay quien distingue sólo doce artículos, seis de los cuales corresponden a la divinidad, y otros seis a la humanidad. En uno juntan los tres artículos de las tres personas, porque es uno mismo el conocimiento de las tres. El artículo de la glorificación lo dividen, sin embargo, en dos: el de la resurrección de la carne y la gloria del alma. Igualmente presentan en uno solo los artículos de la concepción y del nacimiento. (S. Th., II-II, q.1, a.8, resp.)


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Creer es “pensar con asentimiento” — dice Santo Tomás de Aquino

Pensar puede entenderse en tres sentidos. Primero, de manera general, significando cualquier aplicación del entendimiento a una cosa. Así lo entiende San Agustín en XV De Trin. cuando escribe: Llamo inteligencia a la potencia por la que deliberando entendemos. Otro, más propio, significando la aplicación del entendimiento que conlleva cierta búsqueda antes de llegar a la perfecta inteligencia por la certeza de la visión. En este sentido lo toma San Agustín al afirmar en XV De Trin. que el Hijo de Dios no se llama pensamiento de Dios, sino Verbo de Dios. En efecto, nuestro verbo surge solamente cuando el pensamiento llega a saber y es informado por las cosas que conoce. Por eso el Verbo de Dios debe entenderse sin la cogitación, pues en él no hay nada en proceso de formación y que pueda ser informal. Según eso, pensar se llama propiamente el movimiento de la mente que delibera cuando todavía no ha llegado a la perfección por la visión plena de la verdad. Pero ese movimiento de la mente cuando piensa puede versar, bien sobre las intenciones universales, en cuyo caso pertenece a la parte intelectiva; bien sobre representaciones particulares, lo cual pertenece a la parte sensitiva. De ahí que, en un segundo sentido, pensar es acto de la inteligencia que indaga, y, en otro tercer sentido, es acto de la facultad cognoscitiva.

Por lo tanto, si el acto de pensar se toma en la acepción común, o sea, en el primer sentido, la frase pensar con asentimiento no expresa toda la esencia de lo que es el acto de creer, ya que, en ese sentido, quien considera las cosas que conoce o entiende, también piensa asintiendo. Tomándolo, en cambio, en el segundo sentido, se expresa toda la esencia del acto de creer. En efecto, de los actos de la inteligencia, algunos incluyen asentimiento firme sin tal cogitación, pues esa consideración está ya hecha. Otros actos del entendimiento, en cambio, tienen cogitación, aunque informe, sin asentimiento firme, sea que no se inclinen a ninguna de las partes, como es el caso de quien duda; sea que se inclinen a una parte más que a otra (inducidos) por ligeros indicios, y es el caso de quien sospecha; sea, finalmente, porque se inclinan hacia una parte, pero con temor de que la contraria sea verdadera, y estamos con ello en la opinión. El acto de fe entraña adhesión firme a una sola parte, y en esto conviene el que cree, el que conoce y el que entiende. Pero su conocimiento no ha llegado al estado perfecto, efecto de la visión clara del objeto, y en esto coincide con el que duda, sospecha y opina. Por eso, lo propio del que cree es pensar con asentimiento, y de esta manera se distingue el acto de creer de los demás actos del entendimiento, que versan sobre lo verdadero o lo falso. (S. Th., II-II, q.2, a.1, resp.)


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Los modos fundamentales del verbo creer, según Santo Tomás

Pensar puede entenderse en tres sentidos. Primero, de manera general, significando cualquier aplicación del entendimiento a una cosa. Así lo entiende San Agustín en XV De Trin. cuando escribe: Llamo inteligencia a la potencia por la que deliberando entendemos. Otro, más propio, significando la aplicación del entendimiento que conlleva cierta búsqueda antes de llegar a la perfecta inteligencia por la certeza de la visión. En este sentido lo toma San Agustín al afirmar en XV De Trin. que el Hijo de Dios no se llama pensamiento de Dios, sino Verbo de Dios. En efecto, nuestro verbo surge solamente cuando el pensamiento llega a saber y es informado por las cosas que conoce. Por eso el Verbo de Dios debe entenderse sin la cogitación, pues en él no hay nada en proceso de formación y que pueda ser informal. Según eso, pensar se llama propiamente el movimiento de la mente que delibera cuando todavía no ha llegado a la perfección por la visión plena de la verdad. Pero ese movimiento de la mente cuando piensa puede versar, bien sobre las intenciones universales, en cuyo caso pertenece a la parte intelectiva; bien sobre representaciones particulares, lo cual pertenece a la parte sensitiva. De ahí que, en un segundo sentido, pensar es acto de la inteligencia que indaga, y, en otro tercer sentido, es acto de la facultad cognoscitiva.

Por lo tanto, si el acto de pensar se toma en la acepción común, o sea, en el primer sentido, la frase pensar con asentimiento no expresa toda la esencia de lo que es el acto de creer, ya que, en ese sentido, quien considera las cosas que conoce o entiende, también piensa asintiendo. Tomándolo, en cambio, en el segundo sentido, se expresa toda la esencia del acto de creer. En efecto, de los actos de la inteligencia, algunos incluyen asentimiento firme sin tal cogitación, pues esa consideración está ya hecha. Otros actos del entendimiento, en cambio, tienen cogitación, aunque informe, sin asentimiento firme, sea que no se inclinen a ninguna de las partes, como es el caso de quien duda; sea que se inclinen a una parte más que a otra (inducidos) por ligeros indicios, y es el caso de quien sospecha; sea, finalmente, porque se inclinan hacia una parte, pero con temor de que la contraria sea verdadera, y estamos con ello en la opinión. El acto de fe entraña adhesión firme a una sola parte, y en esto conviene el que cree, el que conoce y el que entiende. Pero su conocimiento no ha llegado al estado perfecto, efecto de la visión clara del objeto, y en esto coincide con el que duda, sospecha y opina. Por eso, lo propio del que cree es pensar con asentimiento, y de esta manera se distingue el acto de creer de los demás actos del entendimiento, que versan sobre lo verdadero o lo falso. (S. Th., II-II, q.2, a.2, resp.)


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¿Es necesario para la salvación creer algo que esté sobre la razón natural?

En todo conjunto ordenado de seres vemos que hay dos cosas que concurren a la perfección de la naturaleza: una de ellas, el impulso propio; otra, el que reciben de la naturaleza superior. (…) Pues bien, la naturaleza racional creada es la única entre todos los seres que dice un orden inmediato a Dios, participando de la perfección divina o en el ser, como los seres inanimados, o también en la vida y el conocimiento de las cosas singulares, como las plantas y los animales. Pero la naturaleza racional, en cuanto conoce la razón universal del bien y del ser, dice un orden inmediato al principio universal del ser. Por lo tanto, la perfección de la naturaleza racional no consiste solamente en lo que le compete por su naturaleza, sino también en lo que recibe por participación sobrenatural de la bondad divina. Por eso hemos dicho en otro lugar (1 q.12 a.1; 1-2 q.3 a.8) que la bienaventuranza última del hombre consiste en la visión sobrenatural de Dios. Pero esa visión sobrenatural no puede conseguirla el hombre si no es tornándose en discípulo que aprende de Dios, su doctor [su docente, su maestro], a tenor de la expresión de San Juan: Todo el que escucha al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí (Jn 6,45). Sin embargo, el hombre no se hace partícipe de esa enseñanza de repente, sino de una manera progresiva, según el modo de su naturaleza. De ahí que la fe es necesaria en todo el que aprende, para así llegar a la perfección de la ciencia, como lo atestigua el Filósofo: Es necesario que el discípulo crea. En conclusión, para que el hombre esté en condiciones de llegar a la visión perfecta de la bienaventuranza, debe creer en Dios como el discípulo en el maestro que le enseña. (S. Th., II-II, q.2, a.3, resp.)


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¿Todo lo que es objeto de fe está por encima de la razón natural?

Al hombre le es necesario aceptar por la fe no sólo lo que rebasa la razón natural, sino también cosas que podemos conocer por ella. Y esto por tres motivos. El primero, para llegar con mayor rapidez al conocimiento de la verdad divina. La ciencia, es verdad, puede probar que existe Dios y otras cosas que se refieren a El; pero es el último objeto a cuyo conocimiento llega el hombre por presuponer otras muchas ciencias. A ese conocimiento de Dios llegaría el hombre sólo después de un largo período de su vida. En segundo lugar, para que el conocimiento de Dios llegue a más personas. Muchos, en efecto, no pueden progresar en el estudio de la ciencia. Y eso por distintos motivos, como pueden ser: cortedad, ocupaciones y necesidades de la vida o indolencia en aprender. Esos tales quedarían del todo frustrados si las cosas de Dios no les fueran propuestas por medio de la fe. Por último, por la certeza. La razón humana es, en verdad, muy deficiente en las cosas divinas. Muestra de ello es el hecho de que los filósofos, investigando con la razón en las verdades humanas, incurrieron en muchos errores, y en muchos aspectos expresaron pareceres contradictorios. En consecuencia, para que tuvieran los hombres un conocimiento cierto y seguro de Dios, fue muy conveniente que les llegaran las verdades divinas a través de la fe, como verdades dichas por Dios, que no puede mentir. (S. Th., II-II, q.2, a.4, resp.)


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¿Está obligado el hombre a creer algo de manera explícita?

Los preceptos de la ley que está obligado a observar el hombre versan sobre los actos de las virtudes que son camino para llegar a la salvación. Mas, como ya hemos dicho (q.2 a.2), el acto de la virtud se mide por la relación que hay entre el hábito y su objeto. Ahora bien, en el objeto de la virtud hay que considerar dos cosas: lo que propia y directamente constituye el objeto de la virtud, cosa necesaria en todo acto virtuoso, y lo que se presenta de manera accidental y secundaria respecto al objeto propio de esa virtud. Así, en la fortaleza, el objeto propio y principal de la misma es resistir los peligros de muerte y acometer al enemigo, incluso con peligro de la propia vida, en defensa del bien común. Es, sin embargo, accidental respecto a su objeto el hecho de armarse, pelear con la espada en la guerra justa o hacer cualquier otra cosa de la misma índole. Por lo tanto, la aplicación del acto virtuoso al objeto propio y principal de la virtud es de necesidad de precepto, como lo es también el acto mismo de la virtud. En cambio, la aplicación del acto virtuoso a lo que es accidental y secundario respecto al objeto propio no cae bajo el rigor del precepto, sino a tenor de las circunstancias de lugar y tiempo.

Se debe, pues, decir que el objeto propio de la fe es aquello que hace al hombre bienaventurado como queda expuesto (q.1 a.6 ad 1); le pertenece, en cambio, accidental y secundariamente todo aquello que está en la Escritura y que es de tradición divina: por ejemplo, que Abrahán tuvo dos hijos; que David fue hijo de Isaí y cosas por el estilo. Por consiguiente, respecto a las verdades primeras de la fe, que son los artículos, está obligado el hombre a creerlas explícitamente. En cuanto a las otras verdades de fe, está obligado a creerlas no de manera explícita, sino implícita, o en disposición de ánimo, en cuanto que está preparado a creer cuanto contiene la Sagrada Escritura. En todo caso, solamente está obligado a creerlas de manera explícita cuando le conste que está contenido en la doctrina de la fe. (S. Th., II-II, q.2, a.5, resp.)


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¿Todos deben conocer explícitamente la fe con la misma extensión y profundidad?

La explicitación de lo que se debe creer se hace por revelación divina: las realidades, en efecto, de la fe rebasan la razón natural, y, como enseña Dionisio en De cael. hier., la revelación sigue cierto orden, llegando a los inferiores por medio de los superiores: al hombre, por medio de los ángeles; a los ángeles inferiores, por medio de los superiores. Por una razón semejante, la explicitación de la fe, en el caso del hombre, debe llegar a los inferiores por medio de los superiores. Por ese motivo, igual que los ángeles superiores, que iluminan a los inferiores, tienen un conocimiento de las cosas divinas mayor que los inferiores, como afirma también Dionisio en De cael. hier., así también los hombres superiores, a quienes incumbe enseñar a otros, están obligados a tener un conocimiento de las cosas que hay que creer, y, por lo mismo, deben creerlas también de forma más explícita. (S. Th., II-II, q.2, a.6, resp.)


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¿Para salvarse hay que creer explícitamente en Cristo? – Responde Santo Tomás

Pertenece al objeto propio y principal de la fe aquello por lo que consigue el hombre la bienaventuranza. Ahora bien, el camino por el que llega el hombre a la bienaventuranza es el misterio de la encarnación y pasión de Cristo, según este testimonio: No hay en el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (Act 4,12). Luego en todo tiempo fue necesario que el misterio de la encarnación de Cristo fuera de alguna manera conocido por todos los hombres. Pero esta fe ha revestido modalidades distintas según la diversidad de tiempo y de personas.

Antes del pecado tuvo el hombre fe explícita en la encarnación de Cristo en cuanto que iba ordenada a la consumación de la gloria, mas no en cuanto ordenada a la liberación del pecado por la pasión y la resurrección, pues el hombre no podía conocer con antelación su futura caída en el pecado. Parece, sin embargo, que tuvo presciencia de la encarnación de Cristo por las palabras que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se adherirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne (Gén 2,24), palabras que comenta el Apóstol: Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32). Y no es creíble que este misterio fuera ignorado por el primer hombre.

Pero después del pecado fue creído explícitamente el misterio de Cristo no sólo en cuanto a la encarnación, sino también en cuanto a la pasión y a la resurrección, por las cuales es liberado el género humano del pecado y de la muerte. De otra suerte no se hubiera podido prefigurar la pasión de Cristo en ciertos sacrificios tanto antes como bajo la ley. Estos sacrificios tenían, ciertamente, un significado conocido explícitamente por los mayores; los menores, en cambio, conocían algo bajo el velo de tales sacrificios, creyendo que habían sido dispuestos divinamente en orden a Cristo que había de venir. Y así, como ya hemos expuesto (q.1 a.7), las cosas que se refieren al misterio de Cristo las conocieron de una manera tanto más clara cuanto más cercanos estuvieron a Cristo.

Mas en el tiempo de la gracia revelada, mayores y menores están obligados a tener fe explícita en los misterios de Cristo, sobre todo en cuanto que son celebrados solemnemente en la Iglesia y se proponen en público, como son los artículos de la encarnación de que hablamos en otro lugar (q.1 a.8). En cuanto a otras consideraciones sutiles sobre artículos de la fe, hay quienes están obligados a creer de manera más o menos explícita, según el estado y oficio de cada cual.

Muchos gentiles tuvieron revelación de Cristo, como consta por las cosas que predijeron sobre él. Así, en Job se dice: Bien sé yo que mi defensor está vivo (Job 19,25). Asimismo, la Sibila, según el testimonio de San Agustín, predijo algo sobre Cristo. La historia de los romanos nos refiere también que, en tiempo de Constantino Augusto y de Irene, su madre, se encontró un sepulcro sobre el que yacía un hombre que tenía en el pecho una lámina de oro con esta inscripción: Cristo nacerá de una virgen y creo en El. ¡Oh sol!, en tiempo de Constantino y de Irene me verás de nuevo.

Si ha habido quienes se hayan salvado sin recibir ninguna revelación, no lo han sido sin la fe en el Mediador. Pues aunque no tuvieran fe explícita, la tuvieron implícita en la divina providencia, creyendo que Dios es liberador de los hombres según su beneplácito y conforme El mismo lo hubiere revelado a algunos conocedores de la verdad, a tenor de las palabras de Job: Nos instruye más que a las bestias de la tierra (Job 35,11). (S. Th., II-II, q.2, a.7, resp. et ad 3m)


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¿Se puede creer en Cristo y no en la Trinidad? – Responde Santo Tomás

No se puede creer explícitamente en el misterio de Cristo sin la fe en la Trinidad. El misterio de Cristo, efectivamente, incluye que el Hijo de Dios asumió nuestra carne, que renovó al mundo por la gracia del Espíritu Santo, y también fue concebido del Espíritu Santo. Por eso, del mismo modo que, antes de Cristo, el misterio de El fue creído explícitamente por los mayores, y, por los menores, de manera implícita y como entre sombras, así también el misterio de la Trinidad. Por consiguiente, en el tiempo subsiguiente a la divulgación de la gracia están todos obligados a creer explícitamente el misterio de la Trinidad. Y cuantos renacen en Cristo lo consiguen por la invocación de la Trinidad, según consta en San Mateo: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19). (S. Th., II-II, q.2, a.8, resp.)


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¿Hay mérito en tener fe?

Según hemos ya expuesto (1-2 q.114 a.3 y 4), nuestros actos son meritorios en cuanto que proceden del libre albedrío movido por la gracia de Dios. De ahí que todo acto humano, si está bajo el libre albedrío y es referido a Dios, puede ser meritorio. Ahora bien, el de la fe es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios; se trata, pues, de un acto sometido al libre albedrío y es referido a Dios. En consecuencia, el acto de fe puede ser meritorio. (S. Th., II-II, q.2, a.9, resp.)


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