¿El temor de Dios disminuye al aumentar el amor hacia Dios?

Como ya hemos expuesto (a.2), el temor de Dios es doble: el filial, con que se teme su ofensa o su separación, y el servil, con que se teme la pena. Ahora bien, el temor filial debe crecer al aumentar la caridad, como aumenta el efecto al aumentar la causa. En realidad, cuanto más se ama a otro, tanto más se teme ofenderle y apartarse de él. El temor servil, por su parte, pierde del todo su servilismo cuando llega la caridad, pero permanece sustancialmente el temor de la pena, como ya hemos expuesto (a.6). Y este temor disminuye al crecer la caridad, sobre todo en cuanto a su acto, pues cuanto más se ama a Dios, menos se teme la pena. En primer lugar, porque se presta menos atención al propio bien, al cual se opone la pena. En segundo lugar, porque cuanto más firme es la unión, tanto mayor es la confianza en el premio, y por lo tanto, menos se teme la pena. (S. Th., II-II, q.19, a.10, resp.)


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¿Hay algún género de temor filial en la gloria del Cielo?

En la patria no habrá de ningún modo temor servil, que es el temor de pena. Este temor queda, en verdad, excluido por la seguridad de la bienaventuranza eterna, seguridad que, como hemos dicho (q.18 a.3; 1-2 q.5 a.4), es de su misma esencia. Mas el temor filial, como aumenta al aumentar la caridad, se perfeccionará también con la caridad perfecta. Por eso no tendrá en la patria exactamente el mismo acto que ahora.

Para evidenciar esto es de saber que el objeto del temor es el mal posible, como el de la esperanza lo es el bien posible. Mas siendo el movimiento del temor una como huida, el temor implica la huida de un mal arduo posible, pues los males pequeños no infunden temor. Por otra parte, como el bien de cada cosa radica en permanecer en su orden, así su mal radica en abandonarlo. Pues bien, el orden de la criatura racional consiste en someterse a Dios y dominar sobre las demás criaturas. De ahí que, como el mal de la criatura racional está en someterse a otra inferior por amor, su mal consiste también en no someterse a Dios sublevándose con presunción contra El o despreciándole. Este mal es posible en la criatura racional considerada en su esencia, dada la volubilidad de su libre albedrío; pero en los bienaventurados es imposible por la perfección de la gloria. En consecuencia, la huida del mal, que consiste en no someterse a Dios, existirá en la patria como posible a la naturaleza, pero imposible a la bienaventuranza. En la tierra, en cambio, la huida de este mal es totalmente posible.

Por eso, comentando San Gregorio en XVII Moral, las palabras de Job 26,11: Las columnas del cielo se tambalean y se estremecen a una amenaza tuya, escribe: Las virtudes mismas del cielo, que le miran sin cesar, se abaten en esa contemplación. Pero ese temblor, para que no les sea penal, no es de temor, sino de admiración, es decir, admiran a Dios, que existe sobre ellas y les es incomprensible. San Agustín, por su parte, en este mismo sentido, pone en XIV De civ. Dei el temor en la patria, aunque con cierta duda: Ese temor casto, que permanece por los siglos de los siglos, si es que ha de existir en el siglo advenidero, no será el temor que hace temblar ante el mal que puede sobrevenir, sino el que se afirma en el bien que no se puede perder. Pues donde está el amor inmutable del bien conseguido, sin duda, si cabe hablar así, está seguro el temor del mal que se ha de evitar. Pues con el nombre de temor casto se significa la voluntad con la que por necesidad no pecamos, y esto no con la preocupación de la flaquera de si acaso pecaremos, sino con la tranquilidad de la caridad para evitar el pecado. O si allí no puede haber temor de ningún género, tal vez se ha llamado temor que permanece por los siglos de los siglos, porque permanecerá aquello a lo que el mismo temor conduce. (S. Th., II-II, q.19, a.11, resp.)


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¿Es pecado dejarse llevar por la desesperación?

Según el Filósofo, en VI Ethic., lo que en el entendimiento es afirmación o negación, es en el apetito prosecución y fuga; y lo que en aquél es verdad o falsedad, es en éste bien y mal. Por eso, todo movimiento apetitivo, conforme con el entendimiento verdadero, es de suyo bueno; en cambio, todo movimiento apetitivo acorde con el entendimiento falso, es de suyo malo y pecado. En relación a Dios, el juicio verdadero del entendimiento es el de que de El proviene la salvación de los hombres y el perdón de los pecadores, según las palabras de Ezequiel (12,23): No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La falsa apreciación de Dios, en cambio, es pensar que niega el perdón a quien se arrepiente, o que no convierta a sí a los pecadores por la gracia santificante. Por eso, de la misma manera que es laudable y virtuoso el movimiento de la esperanza conforme con la verdadera apreciación de Dios, es vicioso y pecado el movimiento opuesto de desesperación y acorde con la estimación falsa de El. (S. Th., II-II, q.20, a.1, resp.)


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¿Puede una persona perder la esperanza y conservar la fe?

La infidelidad [entendida como pérdida de la fe] pertenece al entendimiento; la desesperación, en cambio, a la parte apetitiva. Pero el entendimiento versa sobre las cosas universales, y la parte apetitiva se mueve en el plano de lo particular, ya que es movimiento apetitivo del alma hacia las cosas concretas. Hay, sin embargo, quien tiene una valoración justa en el plano universal, y no tiene rectificado el movimiento apetitivo, como consecuencia de una falsa estimación en el juicio sobre la realidad concreta individual. Es, efectivamente, necesario, como se enseña en III De An., pasar del juicio universal al deseo de la realidad individual a través de un juicio particular, del mismo modo que de la proposición universal no se deduce la conclusión particular sino asumiendo otra particular. De ahí que alguien, teniendo fe recta en el plano universal, incurra en falta en el movimiento del apetito frente a lo particular, por tener viciada por hábito o por pasión la apreciación de la realidad concreta; como quien peca eligiendo la fornicación como un bien para sí en aquel momento, tiene falseado el juicio frente a la realidad particular, aunque conserve un juicio universal verdadero según la fe, es decir, que es pecado mortal. De la misma manera, puede uno conservar verdadera estimación de un dato de fe en universal, por ejemplo, la remisión de los pecados en la Iglesia, y, a pesar de ello, ser víctima de un movimiento de desesperación de que para él, en su situación actual, no hay lugar para el perdón, y esto como consecuencia del juicio viciado frente a un caso particular. De este modo puede darse la desesperación sin la infidelidad, lo mismo que otros pecados mortales. (S. Th., II-II, q.20, a.2, resp.)


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¿Es la desesperación el peor de los pecados?

Los pecados opuestos a las virtudes teologales son, por su género, más graves que los demás. Efectivamente, dado que las virtudes teologales tienen por objeto a Dios, los pecados a ellas opuestos entrañan directa y principal aversión a El. En cualquier otro pecado mortal, en cambio, la razón de mal y su gravedad le viene de la aversión de Dios, pues si fuera posible la conversión al bien transitorio sin aversión de Dios, aunque fuera desordenada, no sería pecado mortal. Por lo tanto, el pecado que, en primer lugar y por sí, implica aversión de Dios, es el más grave entre los pecados mortales.

Ahora bien, a las virtudes teologales se oponen la infidelidad, la desesperación y el odio a Dios. Y entre ellos, si se comparan el odio y la infidelidad con la desesperación, aquéllos se manifiestan más graves en sí mismos, es decir, por su propia especie. La infidelidad, ciertamente, proviene de que el hombre no cree la verdad misma de Dios; el odio, en cambio, de contrariar a la misma bondad divina; la desesperación, de no esperar la participación de la bondad infinita. De ahí que, considerados en sí mismos, es mayor pecado no creer la verdad de Dios u odiarle, que no esperar de El su gloria. Pero considerada desde nosotros, y comparada con los otros dos pecados, entraña mayor peligro la desesperación. Efectivamente, la esperanza nos aparta del mal y nos introduce en la senda del bien. Por eso mismo, perdida la esperanza, los hombres se lanzan sin freno en el vicio y abandonan todas las buenas obras. Por eso, exponiendo la Glosa las palabras si, caído, desesperas en el día de la angustia, se amenguará tu fortaleza (Prov 24,10), escribe: No hay cosa más execrable que la desesperación; quien la padece pierde la constancia no sólo en los trabajos corrientes de esta vida, sino también, mucho peor, en el certamen de la fe. Y San Isidoro, por su parte en el libro De summa bono, escribe: Perpetrar pecado es muerte para el alma; mas desesperar es descender al infierno. (S. Th., II-II, q.20, a.3, resp.)


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¿En qué consiste exactamente el pecado de presunción?

La presunción parece entrañar intemperancia en el esperar. Ahora bien, el objeto de la esperanza es el bien arduo posible. Mas para el hombre algo es posible de dos maneras: por el propio esfuerzo o por el poder exclusivo de Dios. Sobre cada una de esas maneras de esperar se puede incurrir en presunción por intemperancia. Hay, en efecto, presunción en la esperanza que induce a uno a confiar en sus propias fuerzas, cuando tiende a algo como posible, pero que está por encima de su capacidad personal, como lo expresan estas palabras: Humillas a quienes presumen de sí (Jdt 6,15). Esta presunción se opone a la magnanimidad, que impone la moderación en esta esperanza.

Hay también presunción por intemperancia en la esperanza fundada en el poder divino cuando se tiende a un bien que se considera posible mediante el poder y misericordia divinos, pero que no lo es; es el caso de quien, sin penitencia, quiere obtener el perdón, o la gloria sin los méritos. Esta presunción es, propiamente hablando, una especie de pecado contra el Espíritu Santo. Efectivamente, con este tipo de presunción queda rechazada o despreciada la ayuda de El, por la que el hombre se aparta del pecado. (S. Th., II-II, q.21, a.1, resp.)


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¿Por qué es pecado presumir?

Como ya quedó expuesto (q.20 a.1), todo movimiento apetitivo acorde con una apreciación falsa es de suyo malo y pecado. Pues bien, la presunción es un movimiento apetitivo porque entraña una esperanza desordenada. Pero está acorde con una apreciación falsa del entendimiento, lo mismo que la desesperación, pues como es falso que Dios no perdone a los penitentes o que no traiga a los pecadores a penitencia, también lo es que conceda perdón a quienes perserveran en el pecado y dé la gloria a quienes desisten de obrar bien. Es, por lo tanto, pecado. Resulta, sin embargo, menos pecado que la desesperación, pues más propio de Dios es compadecerse y perdonar, por su infinita bondad, que castigar: lo primero le compete a Dios por sí mismo; lo segundo, a causa de nuestros pecados. (S. Th., II-II, q.21, a.2, resp.)


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El vicio de la presunción, ¿a qué virtudes se opone?

Según San Agustín en IV Contra Iulian., no sólo son vicios los contrarios a las virtudes con clara oposición, como la temeridad a la prudencia, sino también los que están cercanos a ellas, y que son semejantes no en la realidad, sino en una semejanza engañosa, como se parece la astucia a la prudencia. El Filósofo, por su parte, afirma también en II Ethic., que la virtud parece que armoniza mejor con uno de los vicios opuestos que con el otro; es el caso de la templanza con la insensibilidad y la fortaleza con la audacia. En consecuencia, la presunción parece oponerse abiertamente al temor, sobre todo al servil, que centra su atención en la pena infligida por la justicia de Dios y cuya remisión espera la presunción. Mas en cuanto a su falsa semejanza, contraría más a la esperanza, porque entraña una desordenada esperanza en Dios. Pero dado que es más directa la oposición entre las cosas que son del mismo género que entre las que son de género diferentes, pues los contrarios están en el mismo género, la presunción se opone más directamente a la esperanza que al temor; ciertamente, una y otra centran su atención en el mismo objeto en que se apoyan; pero la esperanza, ordenadamente, y la presunción, con desorden. (S. Th., II-II, q.21, a.3, resp.)


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¿De dónde nace la presunción en el corazón humano?

Como ya hemos expuesto (a.1), la presunción es doble. Una se funda en el propio poder, intentando como posible lo que excede la propia capacidad. Esta presunción es evidente que procede de la vanagloria, pues quien desea ardientemente la gloria acomete para conseguirla lo que sobrepuja su capacidad. Y entre las cosas que persigue está sobre todo lo que reviste novedad, por causar mayor admiración. Por eso hizo expresamente San Gregorio a la presunción de novedades hija de la vanagloria.

Hay otra presunción que se apoya de manera desordenada en la misericordia o en el poder divino, por el cual se espera obtener la gloria sin mérito y el perdón sin arrepentimiento. Esta presunción parece proceder directamente de la soberbia: el hombre se tiene en tanto, que llega a pensar que, aun pecando, Dios no le ha de castigar ni le ha de excluir de la gloria. (S. Th., II-II, q.21, a.4, resp.)


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¿Qué amor merece propiamente el nombre de amor?

Según el Filósofo en VIII Ethic., no todo amor tiene razón de amistad, sino el que entraña benevolencia; es decir, cuando amamos a alguien de tal manera que le queramos el bien. Pero si no queremos el bien para las personas amadas, sino que apetecemos su bien para nosotros, como se dice que amamos el vino, un caballo, etc., ya no hay amor de amistad, sino de concupiscencia. Es en verdad ridiculez decir que uno tenga amistad con el vino o con un caballo. Pero ni siquiera la benevolencia es suficiente para la razón de amistad. Se requiere también la reciprocidad de amor, ya que el amigo es amigo para el amigo. Mas esa recíproca benevolencia está fundada en alguna comunicación. Así, pues, ya que hay comunicación del hombre con Dios en cuanto que nos comunica su bienaventuranza, es menester que sobre esa comunicación se establezca alguna amistad. De esa comunicación habla, en efecto, el Apóstol cuando escribe: Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a sociedad con su Hijo (1 Cor 1,9). Y el amor fundado sobre esta comunicación es la caridad. Es, pues, evidente que la caridad es amistad del hombre con Dios. (S. Th., II-II, q.23, a.1, resp.)


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¿Es la caridad algo creado en el alma?

El Maestro [San Agustín] estudia esta cuestión y concluye que la caridad no es algo creado en el alma, sino que es el mismo Espíritu Santo inhabitando en la mente. Con ello no pretende decir, en verdad, que este movimiento de amor por el que amamos a Dios sea el mismo Espíritu Santo, sino que este acto de amor procede de El, no a través de algún hábito, como provienen de El los demás actos virtuosos por medio de las virtudes, por ejemplo, el hábito de la fe, de la esperanza o de cualquier otra virtud. Afirmaba esto por la excelencia de la caridad.

Pero, considerándolo bien, esta opinión redunda, más bien, en detrimento de la caridad. En efecto, el movimiento de la caridad no procede del Espíritu Santo moviendo la mente humana, de manera que ésta sólo sea movida y en manera alguna sea principio del movimiento, como es movido el cuerpo por un principio exterior. Esto sería contrario al concepto de voluntario, cuyo principio debe ser interior, como hemos expuesto (1-2 q.6 a.1). De ello se seguiría que el acto de amar no sería voluntario, y eso implica contradicción, ya que el amor es esencialmente acto de la voluntad. Tampoco se puede afirmar que el Espíritu Santo mueva la voluntad al acto de amar como se mueve un instrumento, pues éste, aunque sea principio del acto, no tiene en sí el poder de determinarse a obrar o no. Con ello desaparecería la razón de voluntario y se eliminaría el mérito, siendo así que, como hemos expuesto (1-2 q.114 a.4), la raíz del mérito está en la caridad. Es, pues, necesario que la voluntad sea impulsada por el Espíritu Santo a amar, de tal manera que ella misma sea también causa de ese acto. Ahora bien, ningún acto es producido con perfección por una potencia activa si no le es connatural por alguna forma que sea principio de su acción. De ahí que Dios, que todo lo mueve a sus debidos fines, ha dado a cada ser las formas que les inclinan a los fines por El señalados, como dice la Sabiduría: Todo lo dispone suavemente (Sab 8,1). Es, sin embargo, evidente que el acto de caridad rebasa lo que por su propia naturaleza puede nuestra potencia voluntaria. Por eso, si a su poder natural no le fuera sobreañadida una forma que le inclinara al acto de amor, ese acto sería más imperfecto que los actos naturales y que los actos de las demás virtudes; no sería fácil ni deleitable. Y esto es, evidentemente, falso, pues ninguna virtud tiene tan fuerte inclinación a su acto como la caridad, ni ninguna actúa tan deleitablemente como ella. Resulta, pues, particularmente necesario para el acto de caridad que haya en nosotros alguna forma habitual sobreañadida a la potencia natural, que la incline al acto de caridad y haga que actúe de manera pronta y deleitable. (S. Th., II-II, q.23, a.2, resp.)


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¿En qué circunstancias amar es una virtud?

Los actos humanos son buenos en cuanto son regulados por la debida regla y medida. Por eso la virtud humana, que es principio de todos los actos buenos del hombre, consiste en adaptarse a la regla de los actos humanos. Esa regla es, en realidad, doble, como ya hemos expuesto (q.17 a.1): la razón humana y Dios mismo. Por eso, como la virtud moral se define por el hecho de ser según la recta razón, como consta con evidencia en II Ethic., así también unirse a Dios tiene razón de virtud, como dijimos de la fe y de la esperanza (q.4 a.5; q.17 a.1). Por eso, alcanzando la caridad a Dios, porque nos une con El, como se deduce de la autoridad aducida de San Agustín (sed cont.), hay que concluir que es virtud. (S. Th., II-II, q.23, a.3, resp.)


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¿Por qué decimos que el amor de caridad es la más alta de las virtudes?

Puesto que lo bueno en las acciones humanas radica en la conformidad con su debida regla, esto hace necesario que la virtud humana, principio de los actos buenos, consista en alcanzar la regla de los actos humanos. Pues bien, hemos dicho (a.3; q.17 a.1) que la regla de los actos humanos es doble: la razón humana y Dios, pero Dios como regla primera, que debe regular incluso la razón humana. Por eso, las virtudes teologales, que lo son por alcanzar la regla primera, ya que su objeto es Dios, son más excelentes que las morales y que las intelectuales, que consisten en adaptarse a la regla humana. Entre las virtudes teologales, por su parte, será también la más excelente la que más llegue hasta Dios. Pues bien, lo que es por sí es siempre superior a lo que es por otro. La fe y la esperanza llegan, ciertamente, hasta Dios, en cuanto que reciben de El el conocimiento de la verdad y la posesión del bien; la caridad, en cambio, llega hasta Dios en sí mismo y no para recibir de El otra cosa. Por eso es más excelente la caridad que la fe y que la esperanza, y, en consecuencia, la más excelente de las virtudes. Lo mismo que la prudencia, que participa de lleno de la razón, es más excelente que las demás virtudes morales, que participan de ella en cuanto que establece el justo medio de las acciones o pasiones humanas. (S. Th., II-II, q.23, a.6, resp.)


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¿Puede haber verdadera virtud sin caridad?

Como ya hemos expuesto (1-2 q.55 a.4), la virtud va ordenada al bien. Pues bien, el bien principal es el fin, ya que los medios son considerados como buenos en orden al fin. Mas dado que hay un doble fin, último y próximo, hay asimismo un doble bien: uno último, y otro próximo y particular. El fin último y principal del hombre es, ciertamente, gozar de Dios, a tenor de las palabras de la Escritura: Para mí es bueno unirme a Dios (Sal 72,28), y a ello está ordenado el hombre por la caridad. El bien secundario, y en cierta manera particular, puede ser doble: uno que es en realidad verdadero bien, por ser de suyo ordenable al bien principal, el último fin; y otro no verdadero, sino aparente, porque aparta del bien final.

Resulta, pues, evidente que es absolutamente virtud verdadera la que ordena al fin principal del hombre, como afirma el Filósofo diciendo en VII Physic. que es virtud la disposición de lo perfecto hacia lo mejor. No puede, por lo tanto, haber virtud sin caridad. Pero si se toma la virtud por decir orden a un bien particular, puede haber virtud verdadera sin caridad, en cuanto que se ordena a un bien particular. Pero si ese bien particular no es verdadero, sino aparente, la virtud relacionada con él no será verdadera, sino apariencia de virtud, como dice San Agustín en IV lib. Contra lulian.: No es verdadera virtud la prudencia del avaro, con la que se procura diferentes géneros de lucro; ni su justicia, por la que desprecia los bienes ajenos por el temor de grandes dispendios; ni su templanza, que refrena el apetito lujurioso por ser derrochador; ni su fortaleza, de la que dice Horacio que rehuye la pobreza arriesgándose por mar, montes y fuego. Mas si el bien particular es verdadero, por ejemplo, la conservación de la ciudad o cosas semejantes, habrá verdadera, aunque imperfecta virtud, a no ser que vaya referida al bien final y perfecto. En conclusión, pues, de suyo no puede haber virtud verdadera sin caridad. (S. Th., II-II, q.23, a.7, resp.)


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¿Por qué se dice que la caridad es la que da forma a todas las virtudes?

En materia moral, la forma de la acción se toma principalmente del fin. La razón de ello está en el hecho de que el principio de los actos morales es la voluntad, cuyo objeto y cuasi forma es el fin. Ahora bien, la forma del acto sigue siempre a la del agente, y por eso es necesario que en materia moral lo que imprime a la acción el orden al fin le dé también la forma. Es evidente, según hemos dicho (a.7), que la caridad ordena los actos de las demás virtudes al fin último, y por eso también da a las demás virtudes la forma. Por lo tanto, se dice que es forma de las virtudes, ya que incluso las mismas virtudes son tales por el ordenamiento a los actos formados. (S. Th., II-II, q.23, a.8, resp.)


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¿Es la voluntad el sujeto de la caridad?

Como ya hemos visto (1 q.80 a.2), hay dos apetitos: el sensitivo y el intelectivo, llamado voluntad. El objeto de uno y otro es el bien, aunque de manera diferente. El objeto del apetito sensitivo es, efectivamente, el bien captado por el sentido; mas el objeto del apetito intelectivo o voluntad es el bien bajo la razón común de bien, tal como lo puede captar el entendimiento. Ahora bien, el objeto de la caridad no es un bien sensible, sino el bien divino conocido sólo por el entendimiento. Por eso, el sujeto de la caridad no es el apetito sensitivo, sino el intelectivo o voluntad. (S. Th., II-II, q.24, a.1, resp.)


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