Las personas humanas nos guiamos por criterios sobre lo bueno y lo malo. Incluso un criminal o un suicida se guían por esos criterios así les cambien el nombre, por ejemplo: lo útil, lo deseable, lo que me da la gana, lo único viable. Hay un algo que escogemos, y que consideramos bueno de alguna manera, y para escogerlo rechazamos otras posibilidades que estimamos menos adecuadas, útiles, seguras, rentables, placenteras… o sencillamente “buenas.”
Así que lo que diferencia a las culturas o los estilos propios de los lenguajes no es el sentido de que hay algo bueno y algo malo; el tema empieza en cómo se determina y cómo se socializa la diferencia. Es aquí donde el lenguaje se juega su papel estelar y su propia suerte. Hay estilos y lenguajes que proponen un “ser verdadero” o un “deber ser” que se supone que es alcanzable a través de la escalera de las palabras. El “ser” se supone expresable, o por lo menos suficientemente expresable, a través de las palabras, las cuales adquieren así un valor casi sacramental. La moral queda comparada al conocimiento del mundo exterior: así como usamos las palabras para “agarrar” las cosas, así las mismas palabras nos permiten “agarrar” el deber ser de las personas. Predicar la moral es un asunto de hacer evidente a través de palabras esa verdad que está “ahí, afuera.”
Otros lenguajes, en cambio, como el inglés, y seguramente muchos otros, no asumen semejante poder en las palabras. Obviamente en inglés existe el modo y la costumbre de hablar de lo que se puede y de lo que no se puede, lo que se debe y lo que no. El tema, insisto, no es ese, sino qué clase de fundamentación se da. Mientras que la lengua del Imperio Romano se acostumbró al tono solemne de lo que es y nunca dejará de ser (tras las huellas de la episteme griega, ciertamente), otras lenguas han seguido otros caminos, por ejemplo, hacer énfasis en lo que conviene, en lo que será aceptado, en lo que puede hacerte feliz, en lo que puede unirte con otros. En el inglés sucede así y se argumenta así.
Un caso típico es con el matrimonio entre homosexuales. Un sacerdote italiano o español de corte tradicional argumentará desde la perversión que esto supone. El cimiento de esta argumentación está en resaltar cuál es el “verdadero” matrimonio y defenderlo de sus desfiguraciones. Un sacerdote inglés o irlandés, también tradicional, estará en desacuerdo con que se llame matrimonio a las uniones legales de homosexuales pero su línea de argumentación no hará énfasis en cuánta perversión hay o no hay en las personas sino en el significado mismo de “matrimonio.” De hecho yo oí a uno de estos padres diciendo: “Siglos y siglos no pueden ser cambiados por la arrogancia de un parlamento que quiere que el término matrimonio signifique otra cosa.”
Ahora yo me pregunto qué podemos aprender de ese estilo. Si yo fuera homosexual me sentiría menos agredido y me pondría menos a la defensiva con el estilo inglés. ¿No habrá aquí algo que podemos usar en otros contextos no para ablandar la moral sino para hacerla más cercana y real?