El Concilio Vaticano II, cuarenta años después (9)

Benedicto XVI: “A la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor”

Joseph Ratzinger conocía bastante bien el terreno mucho antes de ser elegido Sumo Pontífice. Por su despacho en la Congregación para la Doctrina de la Fe ha pasado toda la problemática que podamos aquí describir, y sin duda mucho más.

Con un ingrediente adicional: es privativo de esa misma Congregación tratar asuntos relativos a la vida de los sacerdotes, y ello implica una percepción no sólo de los conflictos que pueden suscitar las ideas sino también las heridas que pueden causar los antitestimonios; en suma, lo abstracto y lo concreto de la vida de la Iglesia.

Sobre esta base no es difícil cuánta importancia y tiempo ha dado y quiere dar este Papa a su encuentro y diálogo con sacerdotes y seminaristas. Al dirigirles la palabra, sin embargo, no se limita a lo que podríamos llamar la vida del clero. Sus confidencias parecen más la expresión del deseo de infundir en ellos un modo de entender y amar a la Iglesia.

Ahora bien, en un cierto punto, el Concilio habló de “exponer a todos” el ser de la Iglesia. Como hemos venido comentando, ello puede ser visto como una maravillosa noticia o como una incómoda amenaza. En todo caso, puede dar origen a un determinado criterio hermenéutico que ha dominado la opinión de muchos sobre los documentos conciliares. Si la Iglesia cabe en razones y palabras humanas, así reza este criterio, debe someterse a las reglas de la sociedad humana como la conocemos; y no puede pretender estatuto alguno de superioridad sobre ella.

Hemos visto ya que esa no era la mente de Juan XXIII, ni de Pablo VI, ni de Juan Pablo II. Tampoco lo es, por supuesto, en el caso de Benedicto XVI. Para el Papa alemán es evidente que no somos dueños de la Iglesia. No nos adueñamos de Ella por tener un cierto ministerio, ni unos ciertos estudios, ni una determinada tradición. El término clave para plantear las cosas en su justa medida será “misterio.”

Ya Juan Pablo II había dado nueva relevancia a este vocablo, que en su sentido pobre parece que no significara nada más que oscuridad impenetrable. Pero un misterio no es un absurdo; no es pura ignorancia ni mucho menos contradicción. El misterio nos habla de algo profundo, algo valioso, algo inagotable, algo íntimamente significativo.

Con esas nuevas connotaciones la palabra entra muy bien en el conjunto de la teología de Benedicto XVI. Entresaquemos de una sola de sus homilías, la del día en que dio inicio a su ministerio petrino, el 24 de abril de 2005, algunos textos:

¡Cómo nos hemos sentido abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo II! El Papa que durante 26 años ha sido nuestro pastor y guía en el camino a través de nuestros tiempos. Él cruzó el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios.

En el dolor que aparecía en el rostro del Santo Padre en los días de Pascua, hemos contemplado el misterio de la pasión de Cristo y tocado al mismo tiempo sus heridas. Pero en todos estos días también hemos podido tocar, en un sentido profundo, al Resucitado.

La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la Iglesia.

El 10 de mayo, al tomar posesión de su cátedra como obispo de Roma, en San Juan de Letrán, usa de nuevo la palabra en un contexto que nos interesa:

En Él, en el Hijo, se nos dijo todo, se nos dio todo. Pero nuestra capacidad de comprender es limitada; por este motivo la misión del Espíritu consiste en introducir a la Iglesia de manera siempre nueva, de generación en generación, en la grandeza del misterio de Cristo.

Lo interesante del término “misterio,” entendido en esta línea, es que no es contrario a la razón, pues más bien invita a comprender cada vez más, pero tampoco está sometido a la razón. “Nuestra capacidad de comprender es limitada,” recuerda el Papa. Y así va saldando la cuenta pendiente con aquella frase de Gaudium et Spes.

Como regalo adicional, el misterio no tiene que ser algo alejado, como en cambio sí lo están las puras ideas. Ya nos dijo el Sumo Pontífice que habíamos podido “tocar” el misterio de la Pasión, cuando los días finales de Juan Pablo II, algo parecido predica en San Juan de Letrán, referido esta vez a la Eucaristía:

Para la antigua Iglesia, la palabra amor, «ágape», hacía referencia al misterio de la Eucaristía. En este misterio, el amor de Cristo siempre se hace tangible entre nosotros. Aquí, Él se entrega siempre de nuevo. Aquí, Él se hace traspasar el corazón siempre de nuevo; Aquí, Él mantiene su promesa, la promesa según la cual, desde la Cruz, habría atraído a todos hacía sí. En la Eucaristía, nosotros mismos aprendemos el amor de Cristo.

El misterio, una vez enunciado a la luz de la rica tradición que apenas hemos sugerido, nos devuelve a la condición original de discípulos. Si la razón llega con alguna facilidad y frecuencia a engreírse de lo que puede, ella misma, puesta frente al misterio, podrá más no cuando habla sino cuando escucha; no cuando manda sino cuando obedece. Por eso no es coincidencia que la invitación a escuchar al Señor estén a menudo en la predicación de Benedicto, empezando por la homilía de inicio de su ministerio petrino, el 24 de abril de 2005:

Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia.

La invitación a escuchar no es un modo de bloquear la razón sino de llevarla más allá de sí misma. Si el humanismo se precia de su racionalidad, el Papa lo invita a que lleve su razón a su cima más alta, allí donde precisamente linda con el misterio.