El Concilio Vaticano II, cuarenta años después (8)

¿Para quién la moral?

El método de Juan Pablo II rindió magníficos resultados pero tiene también su límite, como podemos apreciar al hacer esta pregunta: ¿para quiénes es la enseñanza moral de la Iglesia? Quedemos de acuerdo en que la Iglesia no puede ser correctamente entendida si no es en conexión próxima con el misterio de la redención, pero ¿qué decir de su propuesta moral? Lo que se responda a esta pregunta podría ayudar a esclarecer una de las paradojas del pontificado del Papa Wojtila, que vino a ser a la vez tan amado y tan desobedecido.

El estatuto de la propuesta moral de la Iglesia viene a repetir, en otra escala o tesitura, el drama de la Iglesia misma ante el mundo. Y así como Gaudium et Spes, n. 2, se propuso “exponer a todos cómo entiende el Concilio la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo contemporáneo,” así también la palabra de la Iglesia en lo que atañe a las difíciles cuestiones éticas de nuestro tiempo ha querido algo así como “exponer a todos” cuál es el bien que creemos que debe ser elegido y practicado.

Suena bien; sin embargo, uno teme que lo dicho sobre el experimento fallido del Concilio quepa también aquí: lo que debería ser una obra misericordiosa con la que la Iglesia muestra el rumbo a los desorientados se convierte en agria polémica orquestada por los medios de comunicación, y en abierta desobediencia de no pocos católicos.

Por eso la pregunta: ¿para quiénes es la enseñanza moral de la Iglesia? Si uno dice que es sólo para los creyentes, es difícil sostener que el bien ahí contenido sea un bien plenamente humano. Si por el contrario uno dice, como de hecho lo hizo Juan Pablo II, que es una enseñanza para todos, entonces suceden varias cosas: (1) lo enseñado se vuelve objeto de interminable polémica, casi siempre bajo la presión sensacionalista de la prensa; (2) muchos de los católicos empiezan a manifestar privada o incluso públicamente que no aceptan o no obedecen tal enseñanza; (3) toca entonces aplicar cada vez con más frecuencia los métodos externos de presión que aseguren la ortodoxia de la doctrina.

Pero lo grave no está en la parte disciplinaria, que de todos modos es necesaria en la Iglesia, sea de una o de otra forma, lo grave es que si el rostro de la Iglesia ante el mundo es el rostro de la polémica por todo lo que la Iglesia prohibe entonces ¿cómo se anunciará la conversión? Jesús predicó la Buena Nueva, y uno sabe que detrás de todos esos “noes” de la Iglesia (en contra del aborto, de la homosexualidad, de la eutanasia, y los demás) hay un inmenso “sí” al amor redentor y un “sí” a la sabiduría divina, pero admitamos que eso no es claro y que poco a poco la Iglesia resulta envuelta en discusiones agrias e interminables y como obligada a actuar defensivamente. Es como una trampa.

De nuevo considero que el error está en que otra vez tenemos a la Iglesia presentándose ante el mundo sin un anuncio explícito de conversión a Jesucristo. Y aunque se diga que convertirse a actuar bien es convertirse a Jesús, el Nuevo Testamento deja claro que hay un orden en esto: del modo indicativo (la noticia de la gracia) al imperativo (exhortación a caminar en la dirección en que esa gracia nos impulsa). En la medida en que la Iglesia se embrolla en discusiones sobre la imperativo parece que perdiera oportunidades y púlpitos para el indicativo.

Así que otra vez estaríamos ante una Iglesia que le habla al mundo pero sin pretender in directo que se convierta a Jesucristo. Da la impresión de que eso tampoco va a funcionar por ese camino. Con un agravante: queda siempre la tentación de encerrarnos en los altos y hermosos muros de la doctrina perfecta y cohrente, para desde ahí disparar contra el mundo perverso. Y uno puede llegar a creer que así está sirviendo muy bien a Dios.

Personalmente estimo que Juan Pablo II hizo un inmenso bien a la Iglesia del postconcilio pero en cuanto al lenguaje o modo de plantear la enseñanza moral es sano reconocer que estamos prácticamente en el mismo punto que vino a revelarse con la Humanae Vitae: el contenido es intachable; sin embargo, un texto es más que su contenido, y en ese “más” hay el riesgo de caer en una trampa de la que es preciso salir. Algo me atrevo a sugerir más adelante a este respecto.