Hemos encontrado en el capítulo anterior expresiones de este tipo: «intentamos llegar a…, pero el Espíritu Santo nos lo impidió». Llama la atención que también encontramos en san Pablo estas otras: «quisimos ir a vosotros -yo mismo, Pablo lo intenté una y otra vez- pero Satanás nos lo impidió» (1 Tes. 2, 18). Aquí no es Dios quien «impide» un determinado proyecto de los apóstoles con la intención de sacar adelante otro proyecto suyo; quien aquí obstaculiza la acción de los apóstoles es otro: Satán, el Adversario.
En toda la tradición bíblica es muy conocido este personaje, enemigo del hombre, adversario de Dios y de sus planes (Gen. 3, 1; Job. 1,6; Mc. 1, 13; Ap 12,3). Y san Pablo es consciente de su acción: las dificultades surgidas en Tesalónica no son signo de un plan de Dios que a través de determinadas circunstancias marca otros caminos y otros momentos, sino indicio de una intervención del Maligno que procura a toda costa impedir la implantación del Evangelio entre los tesalonicenses.
Entendemos ahora el porqué de las preocupaciones del Apóstol en relación con la joven iglesia de Tesalónica. Todas las persecuciones y tribulaciones allí surgidas han sido en realidad atizadas por Satanás. Pablo, «no pudiendo soportar ya más», envía a Timoteo a Tesalónica ante el temor de que «el Tentador os hubiera tentado y que nuestro trabajo quedara reducido a nada» (1Tes. 3, 5).
Por tanto, las dificultades no provienen sólo de la debilidad en la fe de una comunidad aún no consolidada, sino de lo que Pablo llama en otro lugar «el misterio de la iniquidad» (2Tes. 2, 7), que actúa en la sombra sirviéndose normalmente del «impío», es decir, de aquellos hombres que se prestan a ser sus secuaces e instrumentos de su acción en la historia.
Abiertamente lo dice también en la Carta a los Efesios: «nuestra lucha no es contra la carne y la sangre -es decir, contra dificultades o enemigos de orden humano, natural-, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas» (Ef. 6, 12).
Entendemos desde aquí mejor todas las expresiones que san Pablo utiliza para hablar de su acción apostólica como de un combate. Dirigiéndose a Timoteo le exhorta a soportar las fatigas «como un buen soldado de Cristo Jesús» y a competir como un atleta (2 Tim. 2, 3-5). Todos los sacrificios hechos por el Evangelio los compara a los esfuerzos y renuncias que debe realizar un deportista para alcanzar el premio (1 Cor. 9,23-27). Y cuando encare el final de su vida hará balance de ella en idénticos términos (2 Tim. 4,7).
No son simples metáforas. Tampoco se refiere con estas expresiones sólo a las fatigas producidas por sus continuas idas y venidas. Es que experimenta su tarea evangelizadora como una lucha y una conquista: un «arrasar fortalezas» y un «reducir a cautiverio todo entendimiento para que obedezca a Cristo» (2 Cor. 10,4-5). Una lucha porque encuentra resistencias («sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios»). Una lucha porque los hombres no están bien dispuestos a recibir humildemente la salvación que viene de Cristo, sino que -instigados por Satanás- se yerguen en su soberbia, en su pretensión de «ser como dioses» (Gen. 3,4-5).
Podemos decir que la vida del apóstol es un combate continuo a favor de los que le han sido confiados (Col.2, 1). Unas veces serán los errores doctrinales, otras veces las debilidades morales de sus cristianos, otras la persecución abierta. Lo cierto es que el apóstol vive en lucha permanente con las fuerzas del mal. Y en esa lucha empeñará su misma vida.
El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.