Una guía de perplejos, 3 de 8, Dificultades

[Retiro para formadores, misioneros y superiores, ofrecido a las Hermanas Dominicas Nazarenas, en Sasaima, Colombia, Diciembre de 2013.]

Tema 3 de 8: Dificultades

* La transmisión de la fe, según hemos visto, implica mucho más que fijar unos contenidos en la memoria. La verdadera tradición es entrega de vida; es un proceso orgánico que no anula lo que había pero que tampoco se fosiliza en lo que había. La Biblia da testimonio de lo difícil que es este proceso y muestra que es normal que el ser humano se sienta rebasado ante una tarea semejante.

* Transmitir la fe en Dios conlleva ser testimonio y expresión de su amor, que no tiene límites. Pero nosotros mismos sí tenemos límites y por eso experimentamos agotamiento y exasperación cuando debemos cargar con las fragilidades, incoherencias, cobardías, mezquindades, codicias y demás miserias del prójimo.

* Algunos testimonios de la Escritura: Moisés llega a un límite: “¿Acaso concebí yo a todo este pueblo? ¿Fui yo quien lo dio a luz para que me dijeras: “Llévalo en tu seno, como la nodriza lleva al niño de pecho, a la tierra que yo juré a sus padres”?” (Números 11,12). Elías lucha por permanecer fiel y volver al pueblo a la fidelidad pero también llega a su máximo y al final: “El anduvo por el desierto un día de camino, y vino y se sentó bajo un enebro; pidió morirse y dijo: Basta ya, Señor, toma mi vida porque yo no soy mejor que mis padres.” (1 Reyes 19,4). Jeremías no entiende lo que le toca vivir, en razón de su ministerio profético: “¡Ay de mí, madre mía, porque me diste a luz como hombre de contienda y hombre de discordia para toda la tierra! No he prestado ni me han prestado, pero todos me maldicen.” (Jeremías 15,10). El apóstol Pablo compara su tarea a la de una mujer en trance de dar a luz: “Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en vosotros, quisiera estar presente con vosotros ahora y cambiar mi tono, pues perplejo estoy en cuanto a vosotros.” (Gálatas 19,20).

* El peso de la tarea es enorme; la persecución, frecuente; la ingratitud, pan de cada día, de modo que muchos evangelizadores, formadores y superiores tienen que hacer suyas, con dolor, las palabras del salmo: “Aun mi mejor amigo, en quien yo confiaba,
el que comía conmigo, se ha vuelto contra mí…” (Salmo 41,10) Las ofensas recibidas, los desconciertos soportados colman la paciencia y entonces preguntamos como Pedro: “Señor, ¿cuántas veces deberé perdonar a mi hermano, si me hace algo malo? ¿Hasta siete?” (Mateo 18,21).

* Frente a tantas durezas que tiene servir al prójimo en su propio camino, no es extraño que nos tiente la opción egoísta y cómoda de Caín: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 4,9). A veces, como superiores o pastores, disfrazamos esa postura con otras frases como: “Aquí cada quien es adulto y sabe lo que tiene que hacer;” “Yo no soy policía de nadie;” etc. Con esas expresiones a menudo buscamos preservar nuestras planes y proyectos personales, y entonces la labor pastoral, de formación o de evangelización pasa a ser un asunto lateral que tratamos de mantener bajo control, de modo que no interfiera en nuestra vida privada, la que de veras nos interesa.

* La propuesta bíblica y evangélica es distinta: somos llamados a “engendrar para Dios” como dijo San Pablo. Somos llamados a dar la vida por los hermanos. Somos llamados a dar fruto, y fruto que permanezca.