Lo propio del paganismo es que trata a la divinidad como prolongación de las fuerzas y recursos propios del mundo: sus dioses o espíritus son extrapolaciones de realidades intramundanas, ya se trate de fuerzas del cosmos, anhelos del corazón o idealizaciones de experiencias humanas.
La tendencia a lo pagano, así entendido, es muy propia del ser humano de todos los tiempos porque la fascinación por el misterio y el encanto de tener poderes especiales y atajos hacia la felicidad acompañan a la raza humana desde siempre. No es extraño entonces que también en nuestra época se presente un neo-paganismo que parece seguir la consigna del profeta anticristiano Friedrich Nietzsche: “Permaneced fieles a la tierra.”
Tanto el paganismo como el neopaganismo son modos de “reciclar” el mundo: presentarlo como “nuevo” cuando en realidad sólo se está reflejando, repitiendo o distorsionando lo ya vivido. Ya se trate de las historias del Olimpo griego o de los bebedizos narcotizantes de los chamanes de la Amazonía, el paganismo sólo repite y recicla el mundo.
Según la Biblia, por el contrario, sólo Dios es creador: es autor del mundo pero infinitamente distinto del mundo. Por eso también es el único capaz de introducir verdadera novedad, novedad que no es reciclaje. Y la gran novedad suya, por supuesto, es la Encarnación. Tener a “Dios-con-nosotros” es la suprema y máxima novedad, y en Cristo, en su Pascua, se renueva la creación entera.
A la vista de las oleadas de neopaganismo que nos llegan de todas partes, sobre todo como estilos y modas orientalistas, nuestra evangelización debe renovarse en contenidos, denunciando el engaño implícito, pero sobre todo debe renovarse en ardor: amor que anuncia la centralidad y unicidad de Jesucristo.