Una Parroquia viva, La Seu de Xativa

La Seu de Xativa
“La Iglesia Colegial Basílica, conocida en Xàtiva y su comarca como la Seu. El edificio más importante de la ciudad. Al ser reconquistada la ciudad por el rey Jaume I en 1244, la antigua mezquita mayor es convertida en iglesia cristiana y dedicada a Santa María, como era costumbre en el rey…” Click!

VII-A. Agradecer y alabar

253. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. (Sal 118,1)

254. Y decían con voz potente: Digno es el cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, el saber, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. (Ap 5,12)

255. Ni aún los santos ángeles del Señor son capaces de contar todas sus maravillas. (Sir 42,17)

256. ¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y prudencia el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones, qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoce la mente de Dios?, ¿quién fue su consejero? ¿quién le dio primero para recibir en cambio? De él, por él, para él existe todo. A él la gloria por los siglos. Amén. (Rm 11,33-36)

257. ¿Quién podrá rastrear las maravillas de Dios? El poder de su majestad ¿quién lo calculará? ¿Quién pretenderá enumerar sus misericordias? Nada hay que quitar, nada que añadir, y no se puede llegar hasta el final de las maravillas del Señor. Cuando el hombre cree acabar, comienza entonces; y si se detiene, queda perplejo. (Sir 18,4-7)

258. Las obras de Dios son todas buenas, y cumplen su función a su tiempo. (Sir 39,16)

259. Comprendo que cuanto Dios hace es duradero. Nada hay que añadir ni nada que quitar. Y así hace Dios que se le tema. (Qo 3,14)

260. A una orden del Señor se hace todo lo que desea, y no hay quien pueda estorbar su salvación. Las obras de toda carne están delante de él, y nada puede ocultarse a sus ojos. Su mirada abarca pasado y futuro y nada le causa admiración. (Sir 39,18-20)

261. No hay santo como el Señor, no hay Roca como nuestro Dios. (1Sam 2,2)

262. Te compadeces de todos, Señor, porque todo lo puedes. (Sab 11,23)

Pablo VI: La Resurreccion fisica de Jesucristo (Humanitas 54)

¿No es la Resurrección la única que da sentido a toda la liturgia, a nuestras celebraciones eucarísticas, asegurán­donos la presencia del Resucitado que celebramos en la acción de gracias: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Anámnesis)?

Sí, toda la esperanza cristiana está ba­sada sobre la Resurrección de Cristo, en la que está «anclada» nuestra misma resurrección con Él. Más aún, ya hemos resucitado con Él (cf. Col 1, 3); toda nuestra vida cristiana está tejida con esta certeza inconmovible y con esta realidad oculta, con la alegría y el dinamismo que ellas engendran.

No es extraño que este misterio tan fundamental para nuestra fe, tan pro­digioso para nuestra inteligencia, haya suscitado siempre, junto al interés apa­sionado de los exégetas, una «contesta­ción» pluriforme a lo largo de toda la historia. Este fenómeno se manifestaba ya en vida del evangelista san Juan, que juzgó necesario precisar que Tomás, el incrédulo, había sido invitado a tocar con sus manos la huella de los clavos y el costado herido del Verbo de la Vida resucitado (cf. Jn 20, 24-29).

Y desde entonces, ¿cómo no evocar los intentos de una «gnosis» que renacía continuamente bajo múltiples formas, deseando penetrar este misterio con todos los recursos del espíritu humano, esforzándose por reducirlo a las dimen­siones de unas categorías plenamente humanas? Tentación muy comprensi­ble, ciertamente, y sin duda inevitable, pero con una tendencia muy inquie­tante a vaciar insensiblemente todas las riquezas y la importancia de lo que, ante todo, es un hecho: la Resurrección del Salvador.

También en nuestros días –y no es precisamente a vosotros a quienes debemos recordarlo– vemos cómo esta tendencia manifiesta sus últimas consecuencias dramáticas, llegándose a negar, incluso entre los fieles que se dicen cristianos, el valor histórico de los testimonios inspirados o, más recientemente, interpretando de forma puramente mítica, espiritual o moral, la Resurrección física de Jesús. ¿Cómo no nos ha de doler profundamente el efecto destructor que estas discusiones deletéreas tienen para tantos fieles? Pero proclamamos con toda energía que estos hechos no nos dan miedo porque, hoy como ayer, el testimonio «de los Once y de sus compañeros» es capaz, con la gracia del Espíritu Santo, de suscitar la verdadera fe: «El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34-35).

Publicado via email a partir de Palabras de camino