48. Peregrino

48.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

48.2. Veo tu cansancio. Te pesa el trabajo, te pesa la oración; te cuesta amar, no te es fácil perdonar, te resulta duro sostenerte en los buenos propósitos y negarte a las insidias de tu propia carne mal acostumbrada y cómoda. Es difícil ser bueno: he aquí la cruda comprobación que hace tu alma; un descubrimiento que no te alegra y que hace que el tiempo se dilate como cielo de bronce sobre tu cabeza (cf. Dt 28,23).

48.3. ¿Por qué es difícil el bien? ¿Por qué es fácil el mal? Nuestro Señor Jesucristo lo describió en una de sus parábolas: «Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran» (Mt 7,13-14).

48.4. Precisamente una parte de la angustia de los pocos que van de corazón por el camino angosto es ver a la multitud que va a sus anchas por el camino ancho. ¡Oh tierra de los mortales, que con razón has sido llamada “Valle de Lágrimas”! ¿Por qué has hecho estrecha la puerta del bien y amplia la entrada al mal? ¿Por qué oprimes y sobrecargas de burlas, indiferencias, insultos e incomprensibles a los que te bendicen, y halagas, aplaudes y colmas de regalos a los que te cubren de ignominia e inmundicia?

48.5. ¡Oh tierra, qué bien se ve que la palabra del Creador cayó sobre ti el día nefasto en que te mandó producir “cardos y espinos” (cf. Gén 3,18)! ¡Oh tierra, que ya no eres casa, sino incómoda posada, como te llamó Teresa de Jesús! Bien se comprende, cuando así se te nombra, que tu inquina contra los siervos de Dios se convierte en bendición para ellos, pues, de tal modo arrojas a tus habitantes, que no puedes sino declararles que han sido creados para el Cielo! ¡Oh tierra, de ti se dijo que no eras digna de los siervos del Altísimo (cf. Heb 11,38)!

48.6. Tú, mi amado amigo, sigue el precepto que escuchó Moisés cuando tuvo que atravesar el reino de Sijón, al cual mandó decir: «Voy a pasar por tu país; seguiré el camino sin desviarme a derecha ni a izquierda. La comida que coma véndemela por dinero, el agua que beba dámela por dinero; sólo deseo pasar a pie» (Dt 2,27-28). ¡Escucha la consigna de Moisés: “sólo deseo pasar a pie”! Una presteza semejante te prescribió Jesucristo desde el día en que habló a sus misioneros con esta orden: «Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino» (Lc 10,3-4).

48.7. Tal es la prisa del que anuncia en pobreza la riqueza, porque con su pobreza manifiesta quién le ha hecho acaudalado, y con su singular y celestial riqueza revela la pobreza de los que se sienten potentados. La Iglesia entera, y tú en Ella, a cada paso han de decir al mundo lo que dijo el primero entre los Apóstoles: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar» (Hch 3,6). Aquí se te habla de un modo de caminar que hace caminar; de una prisa jubilosa que hace experimentar la solicitud incontenible y piadosa del Padre Celestial.

48.9. No le pidas, pues, a esta tierra que te haga casa, pues Pablo te enseña en estos términos: «sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los Cielos» (2 Cor 5,1).

48.10. Además, en semejante camino y caminar tienes ya quien te antecede, tu padre Abraham, del que lees estas preciosas palabras con que el Espíritu Santo acarició y bendijo su memoria: «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Heb 11,8-10). ¡A él, y a su raza, no por la carne, sino según esta Promesa (cf. Rom 9,8) perteneces tú! Mira cómo te lo enseña el Apóstol: «Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa» (Gál 3,29).

48.11. Ahora entiendes que es mejor que la tierra te arroje y no te retenga. Es mejor que no te abrace ni te colme de sus mimos y caricias. Es mejor que te despida, porque el destierro de la tierra es Cielo. No temas al desierto, porque así como los israelitas al salir de Egipto lo saquearon, con el beneplácito de los mismos egipcios (cf. Éx 12,36), así tú, saliendo “despojado” de esta tierra, en realidad te llevarás sus tesoros «donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben» (Mt 6,20).

48.12. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.