La historia de Pan y Tulipanes puede despistar por su aparente trivialidad: Durante un viaje turístico en autobús, Rosalba, ama de casa de Pescara, se queda por descuido, en un área de servicio en un descanso del viaje. Ofendida, en lugar de esperar a que la recojan, decide volver a casa por su cuenta. Sin saber cómo, se encuentra camino a Venecia, donde nunca ha estado; al llegar allí decide quedarse y conocer la ciudad. Su estancia le conduce a descubrir un mundo “distinto”, que finalmente resulta ser el suyo, aquel que estaba sepultado en la racionalidad y la cotidianidad.
La historia
Creo que la primera escena de la película es el programa temático que habrá de ofrecernos: recorriendo algunos lugares donde se dio el encuentro entre la cultura griega y la romana, el guía turístico hace una pequeña reflexión sobre la naturaleza ambivalente de Italia —y yo pienso que el tema es extensivo al Occidente—. Entre la inspiración griega y la eficacia romana; entre la ley romana y la estética griega: ahí está Italia, ahí está la civilización de Occidente; ahí estamos quizá nosotros mismos.
Pero el desarrollo no es teórico sino narrativo. Rosalba es la encarnación de la (aparente) ineficiencia. Es una “inadaptada”; una persona con dificultades, siempre pequeñas pero siempre presentes, para usar todo lo que la tecnología y la racionalidad ofrecen, empezando por el uso inteligente del inodoro en que se le cae uno de sus pendientes, incidente tonto, que sin embargo motiva el retraso por el que ella se separa del grupo de paseantes.
Rosalba, pues, sometida al absurdo de su ineficiencia, debe llamar a su esposo, pero éste es el polo opuesto: acaba de cambiar de número celular porque ha conseguido un nuevo aparato con una pila fantástica y unas servicios fantásticos. Como ella no puede llamar debe esperar a que la llamen, y así sucede: el esposo, que es la encarnación de la racionalidad eficientista exasperada, no puede ni quiere entender las “pequeñeces” que hacen tan torpe a su mujer.
La rebeldía de ella, al separarse del grupo, no es entonces un pretexto del guión, es el grito que nace de una vida nunca escuchada, nunca acogida; siempre tasada, calificada… y reprobada.
Rosalba emprende un camino sin dirección. O mejor: esta vez se deja guiar no por la cuadrícula de un paseo programado, aburrido y calculado. Esta vez se permite oír su corazón, y entonces suceden dos cosas: primero, que sus sueños adquieren relieve y color; segundo, que pronto entra en contacto con las vidas rotas, desgastadas, manoseadas que este mundo eficiente va dejando tiradas por el camino. Es impresionante, por ejemplo, el caso de aquella mujer que tiene una gran camioneta y mucho dinero, pero que mide las épocas y lugares con la frialdad de aquel comentario: “¡Oh, sí! Por aquella época fui a Copenhage para mi segundo aborto…”.
Ese camino de la inspiración y de la apuesta por los sueños lleva a nuestra protagonista a Venecia. Allí palpa una soledad extraña pero no devoradora. De algún modo es la soledad que le permite auscultar sus propias fuentes: su propia risa, su propia travesura (como tomar una foto de sí misma con un espejo), en fin, sus propios gustos.
El dinero se agota y un capítulo nuevo se abre: hay que sobrevivir en el mundo. Busca un trabajo y un hospedaje más permanente, pues ya se ha resuelto a vivir su experiencia de libertad y corazón abierto hasta el fondo.
El hospedaje lo logra en un antiguo edificio donde vive Fernando, camarero de un restaurante de mediana calidad adonde ella ha acudido varias veces. Fernando es otra cara del rostro final de la racionalidad eficientista: aprisionado por sus recuerdos y maltratado por sus adicciones (sobre todo, el juego), ahora sido es poco más que un desecho, una vida que carece de color y de horizonte. Su obsesión, su única salida es el suicidio, y a ese final se dispone estoica y fríamente.
De modo que Rosalba y Fernando son dos polos, no opuestos sino complementarios. Son dos náufragos del mundo de la lógica implacable; dos seres unidos por una sentencia: “inhábil para el mundo”.
En el mismo edificio hay otros que han naufragado. Grazia es una mujer todavía joven, “masajista holística”: una persona que quiere de algún modo brindar descanso y ofrecer un lenguaje de ternura que nadie sabe entender ni leer en su justa proporción. Sus clientes, casi todos hombres, no pueden tocar sin desear. Pertenecen al mismo mundo que el Sr. Baretta, el esposo de Rosalba: gente reprimida que luego explota en un desvarío de sexualidad atropellada e insensible. Saben de ardor pero no de calidez; conocen el furor de la pasión, no la fuerza de la amistad o de la comprensión. Nada de raro entonces en que Grazia y Rosalba se hagan amigas. Descubren que no es difícil compartir el lenguaje cuando ya se comparten tantos vacíos y tantas lágrimas reprimidas.
Mientras tanto, el Sr. Baretta ha quemado sus propios cartuchos. Fiel a su lógica, intenta básicamente recuperar el control de lo que se ha salido de su dominio. Está inhabilitado para entender que alguien escape de sus esquemas, así como no ha podido entender que a Rosalba se le rompan tantas cosas o le fallen tantos aparatos en las manos. Cuando ella decide quedarse en Venecia para unas “vacaciones”, él asume la situación como un problema, y lo resuelve: sus demandas de sexo quedan satisfechas con la amante con la que lleva una relación metódica, anodina, esquemática y estéril, como su vida entera. Y el desorden de la casa queda resuelto con alguna empresa especializada.
Pero hay que encontrar a la fugitiva, y es aquí donde interviene Constantin, un rechoncho plomero que tiene su propio sueño: convertirse en uno de esos investigadores policiales que pueblan su imaginación después de centenares de novelas leídas. El Sr. Baretta no lee nada ineficiente, y hace rato que no sueña, pero ve en Constantin una oportunidad de resolver a un costo razonable su problema; reconducir al orden a su díscola esposa. Y así llega Constantin a Venecia, buscando con sus propias y risibles fuerzas a una mujer de la que muy poco conoce.
Las cosas suceden de tal modo que Constantin se conoce con Grazia, y un absurdo más llega a sus vidas: se enamoran. Finalmente se reconocen mutuamente como miembros de un equipo extraño pero feliz, y, a ritmo de los acordes del acordeón que Rosalba ha reaprendido, tienen una sencilla pero memorable fiesta celebrando el cumpleaños de Eliseo, el nieto de Fernando.
Entretanto, es un hecho que Rosalba ha abandonado su familia y aunque una amante y una empresa puedan solucionar muchas cosas para el Sr. Baretta, nada arreglan de las necesidades de mamá que tiene Nicolás, el hijo menor de esta pareja. De hecho, de los dos hijos que ellos tienen, Nicolás es el más parecido a Rosalba, mientras que el hijo mayor es fiel copia de su padre. Nicolás consume marihuana, no cree en el colegio, detesta, lo que llamaríamos, “el sistema”. Pero su rebeldía va yendo muy lejos; Rosalba lo entiende y en últimas es por él por quien vuelve a Pescara, y a su rutina de ama de casa.
Fernando deja caer uno por uno los pétalos de los tulipanes que Rosalba le ha dejado al despedirse. Se siente succionado por la vorágine de sus antiguas obsesiones; sobre todo, el licor y la muerte. Constantin, quien ya le quiere mucho, intenta detenerlo en su caída, pero Fernando entiende que su remedio tiene respuesta sólo en un nombre: Rosalba, y por eso, aunque suene loco, va a Pescara a declarar su amor y a recuperar el valor y la estatura de su sueño.
La película termina en fiesta: Fernando canta, Rosalba toca el acordeón y todos danzan, todos los que no cupieron en el mundo, incluyendo a Nicolás, Constantin, Grazia, y hasta el portero del “hotel” (un barco anclado) en que Constantin ha pernoctado mientras investigaba el paradero de Rosalba. A esta fiesta está permitida la entrada a los excluidos, y está prohibida, de algún modo, para los que siempre se sintieron fuertes, razonables y cuerdos.
El Mensaje
En el breve tiempo que Rosalba vive de vuelta de sus vacaciones hay una escena decisiva. Tiene su ropa de dormir y se dispone a acostarse junto a su esposo, con el que no ha tenido más comunicación que unas postales y cartas. Mil cosas pasan por su mente: recuerdos, preguntas, proyectos… Está resuelta a abrir su corazón y a plantear algún diálogo. Quizá ofrecer una disculpa, pero también desahogar el alma. Tal vez sembrar las bases de una vida distinta.
El Sr. Baretta no quiere hablar. Su expresión es seca, es la sentencia vestida de indulgencia, realmente cruel de un hombre que tendría que admitir que su mundo no es todo el mundo. Él sólo dice: “En lo que a mí respecta, aquí no ha pasado nada”: un modo urbano de matar el mundo de anhelos que nunca ha querido escuchar; un modo decente de seguir dominando, aplastando, utilizando.
El mensaje es claro: la lógica de nuestro mundo occidental sólo tiene dos puertas de salida: la neurosis de Baretta o el suicidio de Fernando.
El imperativo de la eficiencia es la sentencia que mata la vida, la alegría, la fecundidad, la risa. Baretta no sabe perder dos horas de su tiempo “libre”; su mundo es estricto; él mismo es una máquina que trabaja, sin saber bien para qué o para quién. Es la imagen de la idolatría que lleva a ganar sin disfrutar, a desear sin amar, a negociar sin dialogar, a pasar por alto sin perdonar, a razonar sin entender, a soportar sin esperar, a destruir cada segundo de la vida a nombre del valor de cada segundo de la vida.
Rosalba y Grazia, por su parte, son la imagen de aquella libertad que pone primero a la persona y después a la ley; son gente que entiende las excepciones, las lágrimas, los silencios, las equivocaciones. Han aprendido que, a veces, para llegar no hay que correr, y que la felicidad es una mariposa que sabe posarse frente a los que no la asustan. Pueden cantar y danzar; saben “perder” tiempo, cuando se trata de un amigo; entienden el lenguaje de la misericordia y pueden abrazar a los demás humanos, porque saben que en el fondo todos somos náufragos de alguna historia, de algún sueño o de alguna pasión.