Juan en Aldún (17 de 20)

17. Memorias de Ivana

Por aquella época ya Juan se había habituado a hacer la oración de la mañana en la capilla. Al terminar sus rezos, iba y le daba un beso a la losa que escondía al cofre dorado. Tomaba luego alguna refección ligera y se iba a trabajar un rato al campo o se dedicaba a la lectura. Esta vez su elección fue volver a la lectura.

“He visto muy enferma a nuestra cocinera, la señora Elena. Es un pesar muy grande, porque, como es sorda, parece que ninguna palabra de consuelo le llega. La hemos encomendado mucho al Señor; primero, porque queremos la salud de su alma, y segundo, ¡porque nadie cocina como ella!”

Así escribía Ivana unos dos días después de relatar el contrato acordado con Landulfo. Una semana después añadía:

“He notado que la empleada se preocupa por Caterina como nadie. Me preguntó a qué se deberá eso. ¿Será que Caterina le recompensa estos cuidados con alguna deferencia o con alimentos especiales? Lo cierto es que las dos parece que hablaran algún idioma de señas porque a mí por lo menos me cuesta muchísimo hacerme entender de Elena, mientras que Caterina lo logra siempre. Es posible que sea un don especial de Dios que Caterina tiene, y es posible que todo esto sean solamente mis celos. Debo pedirle a Dios que purifique mi corazón y que aleje de mi mente pensamientos inútiles. Basta, debe bastar a mi alma saber que él me ha elegido. Además, tengo siempre conmigo el dulce recuerdo de San Josafat y de su mirada, y eso me llena.”

Unos dos meses después se leía:

“Landulfo es un gran trabajador. Con su auxilio las rentas del monasterio han crecido maravillosamente y podemos decir que en materia de cultivos, cabras y ovejas el futuro está asegurado. ¡Y ha adelantado tanto en el latín! Esta mañana hablaba desde la puerta saludando a las monjas y fue muy divertido ver cómo se expresaba de bien. No me gusta de él que sus ojos son como entrometidos pero ninguna de nosotros podrá decir nada de su manera de tratarnos pues es siempre muy respetuoso y se ve que toda su fuerza física, que es notable, está al servicio del rebaño y a través de ese esfuerzo, al servicio mismo de Dios. Como dice San Pablo, creo que es en la Carta a los Gálatas, “todo concurre para bien de los que Dios ama.”

Al llegar a este punto Juan sonrió porque ya él mismo conocía lo suficiente la Biblia para saber que ese texto no era de la Carta a los Gálatas sino a los Romanos.

Leyó después un texto cuatro meses posterior:

“De nuevo debo referirme a nuestro empleado Landulfo pues, salvo el hecho de que no se entiende con Elena, sólo puedo decir que él ha sido una gran bendición para nuestra naciente comunidad. Nos ha ayudado a reparar algunas paredes y algunas goteras. Renovó completamente la entrada del monasterio y le hizo el letrero de entrada, que ahora se lee hermosamente: Miserere Mei, Domine. Además, no puedo sino admitir que es la mano derecha de la Madre Magdalena pues veo que, como ahora él entiende tanto latín, habla mucho con ella y le cuenta de la historia de esta región. Él mismo es de un lugar remoto, que llaman Aldún, pero sabe muy bien de los movimientos de esta zona y especialmente de los ataques de los musulmanes. Yo sólo le pido a Dios que nos mire con piedad y nos defienda de esas gentes fieras y desalmadas, que parecen haber venido a esta tierra sólo para terror de los cristianos.”

Por otros muchos escritos Juan se dio cuenta de cómo Landulfo había logrado eficazmente crear un clima progresivo de pánico entre las hermanas, agrandando más y más el fantasma de una invasión musulmana. No le quedó desapercibido que era algo parecido a lo que también había intentado hacer con él. Parecía claro que Landulfo se adueñaba de las personas por una estrategia que empezaba siempre con el terror. En el caso del monasterio, sus arengas eran siempre que los seguidores de Mahoma caerían un día desde el Sur, es decir, de la zona donde quedaba Aldún. El pastor aseguraba que ese día tal vez habría muchos nuevos mártires y que eso le daría la gloria a Dios y ayudaría a la extensión de la fe verdadera.

Estas palabras crearon un cierto clima que queda muy de manifiesto en un escrito apenas posterior al último:

“Hoy me he postrado ante la Cruz. Hoy le he dicho a Jesús que quiero morir por él. Cuando llegue la noticia de la invasión yo no huiré. Ya hemos conseguido conservar la Presencia Santa (así hablaba Ivana de la reserva eucarística). Si ellos, si los infieles vienen, yo no les daré la espalda, sino que saldré a su encuentro. Mi camino no será hacia el Norte, como quien salva el pellejo, sino hacia el Sur, al encuentro con la muerte y con la gloria. Esos pensamientos he tenido hoy y me han dado enorme consuelo y alegría. Pienso que mi padre Josafat, que murió por amor a Jesucristo, se sentirá orgulloso de ver que al menos una de sus hijas espirituales está pronta a seguir sus gloriosas huellas.”

Juan hubiera leído más pero unos fuertes golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento. No pudo evitar un escalofrío y una sensación de final. Musitó en voz baja: “haec est hora vestra et potestas tenebrarum”, “esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” (Lucas 22,53).