Juan en Aldún (13 de 20)

13. Los Jóvenes al Rescate

La primera condición que Ariadna le puso a Landulfo, cuando al fin hablaron el asunto, es que la recuperación del cofre no debía traer más derramamiento de sangre. Eso él lo aceptó sin protestar. Luego le pidió que la llevara hasta el monasterio. Eso a duras apenas lo aceptó. Y luego quería pedirle que Elena los acompañara, pero ya la escasa de paciencia de Landulfo había alcanzado su límite, de modo que el tema quedó cerrado.

La luz ardía en el candelero y ambos estaban recostados en el lecho. El perfil precioso de ella se recortaba contra la pared iluminada y Landulfo la miraba con genuina devoción. De veras quería encontrar otras palabras, otra manera de hacerle ver que le gustaba muchísimo. Pero como estaba inseguro, como no sabía si hoy ella estaba en tónica de ternura o de profesora de latín, solamente se quedó viéndola como se mira a la luna cuando brilla imponente en un cielo sin nubes.

Ariadna estaba absorta en otros pensamientos menos románticos. Su mente divagaba sobre las consecuencias que traería que Mateo se hubiera enterado de la realidad de ellos. Y como ni siquiera sabía el nombre del supuesto ladrón que se les había fugado, solamente pensaba qué desenlace podría tener aquello. Su única respuesta era que el hombre intentaría entrar en contacto con ellos nuevamente. “No vendrá simplemente a buscar venganza pues eso lo hubiera conseguido fácilmente esa misma noche. No vendrá a vengarse pero sí vendrá. Tal vez se aparezca con una multitud de aldunenses. Nadie lo sabe.”

Landulfo, que no dejaba de mirarla, quería meterse por esos ojos, quería entrar y poder navegar en las aguas dulces del corazón de su amada. Hoy ella tenía un perfume delicioso, con cierto aire a primavera, a colinas florecidas y cantos de arroyos. Con la mano izquierda le arregló un poco el cabello y luego tocó suavemente la mejilla del lado derecho de ella. Ariadna sonrió con sorpresa y volteó la mirada hacia él. Parecía increíble que tanta ternura cupiera en un corazón capaz de tanta violencia; o lo contrario: que tanta fiereza pudiera brotar de manos capaces de tanta suavidad.

–Sólo quiero que sepas que en verdad te amo mucho –dijo él.

–Gracias. Me hace feliz saberlo. Me hace muy feliz.

–Hoy se te oye más convencida…

–Tengo mis razones.

–¿Se pueden saber…?

–No por ahora; pero sí las vas a conocer a su debido tiempo.

–¿Por qué quieres volver a ese monasterio? –inquirió él.

–¿Por qué no quieres que vuelva?

–Tengo mis razones –dijo Landulfo con una sonrisa divertida.

–¿Y yo las conoceré en el debido tiempo?

–Por supuesto. ¿Extrañas esa vida?

–No. O… no sé.

–Yo sí lo sé. Creo que la extrañas y que si un milagro te lo permitiera volverías ahí. ¿Te gusta más el nombre Ariadna o el nombre Caterina?

Ella se quedó lívida. Jamás él le había preguntado eso.

–Espera –acotó con voz nerviosa–, ¿adónde quieres llegar?

–A tu corazón. Quiero saber si para ti es lo mismo vivir consagrada a Dios en un monasterio o vivir como virgen al lado de un hombre que te ama pero no puede poseerte.

–¡Dios Santo! Landulfo, ¿qué preguntas son esas? ¿Cómo pretendes tú que…?

–Lo pretendo porque no debo… no puedo seguirte entregando todos mis días sin saber si eso significa algo para ti.

–¡Por supuesto que significa algo! Significa mucho, significa…

–No levantes la voz. No es preciso, Caterina.

Ella palideció aún más. Él nunca la llamaba así. Pero faltaba más:

–Mira, el monasterio está en buenas manos. Ese hombre que está viviendo allá es una especie de monje loco o borracho, pero hace bien su tarea. Dice llamarse Iván, y ¿sabes por qué escogió ese nombre?

–¿Por… Ivana?

–Exactamente. No sé si tú le creerías a un loco beodo pero me dijo que había aprendido latín solo. Su profesora fue Ivana.

–¿Qué, qué?

–A ver: Ivana está muerta, pero el tipo dice que aprendió a leer latín con unos pergaminos de Ivana. ¿Tanto así escribía ella?

–Sí, la verdad sí escribía mucho. Era la cronista del monasterio.

–Entonces la historia del monje Iván tiene sentido, aunque suene tan tremendamente extraña.

Ariadna casi temblaba.

–¿Por qué no me dijiste todo eso? ¡Entonces Iván sabe todo!

–¿Todo… qué?

–¡Todo, Landulfo, todo!

–Espera, cálmate. El hombre es un ingenuo que no sabe ni siquiera inventar una buena mentira. No es de temerle; y además, si en algún momento se nos vuelve un peligro, pues… ya sabes.

–¡No menciones eso!

–¡Que te calmes te digo!

–Landulfo: ahora más que nunca sé que tengo que ir a ese monasterio.

–¿Vas a aclarar el sentido de tu vida?

La pregunta, cargada de sorna, quedó flotando en el ambiente. Ariadna no hubiera podido responderla, aunque sí Elena, que no se había perdido una sola frase.

La anciana empleada se retiró sigilosa, como ya sabía hacerlo, caminando a oscuras y de memoria los pocos metros que separaban su cabaña de la casa de sus amos. Pero nunca llegó a la cabaña: Mateo y Joaquín, le taparon la boca con ágil movimiento, y la maniataron. Serían como las diez de la noche. Sin lastimarla se la llevaron cosa de casi un kilómetro, adonde había encendida una fogata.

La noche estaba tranquila. Cuando Elena abrió los ojos se encontró con nueve personas. Una de ellas era extraordinariamente parecida a Juan, y esto la sobresaltó. Era uno de los hermanos de él, que ante la esperanza de encontrarlo con vida, se había unido a la expedición.