Juan en Aldún (10 de 20)

10. Josafat

Ignorante de su popularidad y de las visitas que habría de recibir un día, Juan progresaba a buen paso en su lectura. No se limitaba ya a la Biblia sino que tomaba algunos otros libros con escritos de los antiguos Padres. El que más le gustaba pero más trabajo le costaba era San Agustín.

Pero las Crónicas seguían siendo su lectura diaria pues en ellas aprendía no sólo de vida espiritual sino de muchas cosas prácticas: cómo hacer telas y túnicas, cómo cocinar, qué hierbas podían considerarse medicinales y qué setas eran venenosas. Toda esta parte le fue extremadamente útil, sobre todo porque iba acompañada de dibujos.

Juan no cesaba en su admiración por esta joven que escribía de tantas cosas y que además dibujaba, aunque luego aprendió que no era Ivana la de los dibujos sino Calixta. Supo también que ellas dos fueron muy buenas amigas pero que no todas eran amigas con todas. Precisamente, como Ivana escribía en un tono tan personal, uno podía seguir muy de cerca la vida del monasterio, casi como si un observador invisible se paseara por esos pasillos y estancias. Juan se sentía simplemente transportado a esa época –que no debía ser muy lejana, además– y cada vez se embebía más en la lectura, deseoso de saber qué había pasado con el resto de la comunidad.

Por aquel tiempo nuestro hombre adoptó como vestido una sencilla túnica de tela gruesa, hecha a la usanza de las túnicas de las monjas. Le añadió una capucha para resguardarse del viento y del frío, sobre todo en invierno. Después de no pocos esfuerzos y resultados fallidos logró incluso confeccionar unos zapatos de borde alto, que nosotros llamaríamos más bien botas. En cuanto a la salud, cabe decir que, salvo un malestar recurrente que a veces le hacía sangrar las encías, nuestro ermitaño era un verdadero roble.

A medida que pasaba el tiempo, Juan fue enterándose de la real importancia de San Josafat. La verdad es que Ivana era un poco excéntrica, con una personalidad extrovertida y gran capacidad de liderazgo. De no ser por su corta edad –no alcanzaba los diecinueve años–, con seguridad la hubieran elegido abadesa, pero de todos modos Ivana se las arreglaba para influir muchísimo en la verdadera abadesa, que era Magdalena.

La historia es que Ivana tenía una hermana mayor, Isabel, que le llevaba cuatro años de edad. Ambas eran de la actual Ucrania, de un pequeño poblado al norte de Kiev. Pero ese poblado no es tan relevante en nuestro relato porque el papá de ambas era un hombre viudo dedicado al comercio de pieles y telas. Su oficio le llevaba a viajar muchísimo por toda esa región, cosa que iba de la mano con su sobresaliente capacidad para los idiomas. Eslavos, bohemios, cosacos y musulmanes estuvieron entre sus clientes.

Igor, que así se llamaba este señor, había sido bautizado como cristiano ortodoxo y sin ser una persona muy practicante había inculcado de la mejor manera posible esa fe en sus hijas, y también en Alexander, su único hijo, que lamentablemente murió antes de cumplir los doce años de edad.

En sus continuos viajes Igor se encontró una vez con la predicación de Josafat. Las palabras elocuentes y encendidas del santo obispo le traspasaron el corazón pero una especie de respeto humano ante las propias hijas le impidió en ese momento revelar todo lo que sentía. Aquella misma noche, sin embargo, cuando él y sus hijas se disponían a dormir en la posada, Isabel rompió en llanto.

Igor, no sabiendo qué hacer ni cuál fuera la causa de esas lágrimas, le preguntó a su hija mayor, con tanta dulzura como pudo, qué sucedía. Sólo con trabajo logró sincerarse la niña diciendo que sentía dolor por las peleas entre los cristianos y que no era justo que los ortodoxos hablaran tan mal de los católicos y los católicos de los ortodoxos. Igor entonces le preguntó si ella había sentido ese odio en la predicación de Josafat y la muchacha le explicó que de ninguna manera, y añadió: “Por fin encuentro a un católico que de veras nos ama.”

Estas palabras rasgaron el corazón del cariñoso papá que no pudo sino reconocer que esa era su misma impresión. Ivana no había sentido nada en especial al oír al obispo católico pero le impactó sobremanera ver que su papá lloraba, porque nunca lo había visto llorar, ni siquiera cuando la muerte de su esposa.

Los viajes de Josafat y los de Igor se cruzaron en otra población, de la que sólo sé que queda en la actual Polonia. Cuando Igor supo que el obispo iba a predicar arregló todo para que pudieran asistir los tres. El sermón hubiera conmovido a un peñasco. Describió de tal manera el amor de Cristo y el valor de su sacrificio que tal vez no quedó nadie que no derramara lágrimas de sincera devoción. Pero, según su costumbre, las palabras luego condujeron al tema que todos esperaban: la unidad entre los cristianos. Igor nunca había oído hablar así del valor del amor entre los creyentes y lo único que le pesaba es que su hija menor estuviera tan visiblemente distraída en la iglesia, aparentemente más interesada en los peinados de las señoras que en las palabras del predicador.

Esa noche Igor se preguntó si podría hablar personalmente con el obispo y eso mismo le comunicó al párroco católico del lugar, aunque sin decir de qué confesión cristiana era él. Puesto de pie en la pequeña y húmeda oficina donde atendía el párroco, y sin que nadie le invitara siquiera a sentarse, Igor se sentía casi humillado pero era tanto su interés por ver a Josafat que pasó por encima de eso y sencillamente esperó. El párroco sabía de las miles de ocupaciones de Josafat así que estaba pronto a negar toda posibilidad cuando he aquí que el mismo obispo abre una puerta y aparece para preguntar algo relativo a su habitación.

Ivana, que tendría unos trece años, levantó los ojos cuando se abrió la puerta, y se encontró de pronto con la mirada más hermosa que pudiera luego recordar en toda su vida. “Vi el amor,” es la expresión que ella usó en sus crónicas. Josafat la miró unos instantes y luego saludó a todos, excusándose por interrumpir. El párroco, a su vez, se excusó y resumió en dos frases lo que Igor le había dicho. Josafat sostuvo entre sus manos las dos manos de Igor, que sin poderse contener empezó a sollozar de puro gozo. El obispo susurró la frase de las tribus al rey David: “ecce nos os tuum et caro tua sumus”, “Henos aquí, hueso tuyo y carne tuya somos” (2 Samuel 5,1). Y sin que nadie le dijera una palabra procedió a hablar de las bellezas de la tradición ortodoxa y de la necesidad de unirnos en un solo corazón, “porque el corazón de Cristo no está dividido, ¿verdad?”

Isabel espontáneamente abrazó a Josafat y dijo algo inesperado para todos, incluso para ella misma: “Yo no quiero apartarme de ti.” Antes de que Igor pudiera pensar cualquier cosa, un relámpago de luz maravillosa resplandecía en la sonrisa de Ivana, que agregó: “¡Ni yo!” Se supone que Igor debería haber sentido celos pero la escena era más celestial que terrenal y simplemente no cabía nada distinto de amor y alegría.

De aquí surgió la idea de fundar un monasterio que sirviera de puente entre las culturas de estilo más ortodoxo y de tipo más católico. Josafat se volvió amigo de la familia y les comentó que llevaba años acariciando ese proyecto. Les llevó también donde Magdalena, una mujer joven, soltera, nativa del norte de Macedonia, cuya familia tenía ciertas posesiones, y entre ellas una especie de fortaleza o pequeño castillo que estaría listo para recibir al primer grupo de monjas.

“¿Y estarás siempre con nosotras?”, preguntó Isabel a Josafat. El obispo sonrió y luego dijo: “Primero tengo que terminar un par de misiones más, porque no hemos de ahorrar esfuerzos en este tema de la unidad. Cuando ya esté más avanzada esa causa, les prometo que me reuniré con ustedes para que nos dediquemos a estudiar juntos la Palabra de Dios. ¿Qué les parece?” Isabel no quedó muy contenta con la respuesta pero no agregó nada más.

Josafat partió de aquel lugar sin saber que su despedida sería definitiva; al mes siguiente fue asesinado brutalmente por una multitud que le gritaba: “¡Papista! ¡Papista!”