Juan en Aldún (5 de 20)

5. Mientras Buscaban el Río

Todo el tiempo hemos venido hablando de “el río” pero, como es fácil imaginar, el sistema montañoso de Aldún tenía muchas corrientes de agua, la mayoría de ellas bastante modestas. Mateo sabía esto y su alma de explorador lo que quería encontrar era la cabecera principal, algo así como el recorrido que llevara más arriba entre tantos caminos de agua. Quería además ser el primero en encontrar ese lugar, y si alguien piensa que lo hacía por desquitarse del deshonor de la laguna escondida, creo que estaría en lo correcto.

El problema con una expedición así es que tú no sabes exactamente adónde vas y por tanto hay que desandar muchas veces lo recorrido. No hay un método único para recorrer un sistema de aguas en una cadena montañosa y es muy difícil asegurarse de haber alcanzado la altura mayor. Todo esto hizo que el grupo de jóvenes entusiastas fuera perdiendo fuerzas y provisiones en rodeos interminables. Pronto se encontraron con un mínimo de alimentos, rodeados de arbustos y árboles de toda clase y francamente perdidos.

El orgullo le jugó una muy mala pasada a los dos líderes naturales de aquella desastrada aventura, o sea, Perla y el mismo Mateo. En efecto, Perla se limitó durante demasiados días a obrar de un modo pasivo simplemente para que todos vieran que Mateo solo no iba a poder culminar esa expedición. Ella quería que tuvieran que pedirle ayuda. Mateo, por su parte, detestaba reconocer que cada vez estaban más extraviados porque el reproche de su amiga y rival le retumbaba en los oídos: “¡Gallina desorientada!”

La cosa hizo crisis cuando completaron nueve días en las montañas y sencillamente no les quedaba ya nada para comer. Los nueve muchachos y muchachas que hasta entonces habían seguido con admirable obediencia a Mateo simplemente se sublevaron y le echaron en cara su incompetencia. El pobre hombre realmente no podía decir nada a su favor, así que se sentó en una piedra grande desde la que se dominaba buena parte del paisaje y preguntó: “¿Alguna idea de qué hacer?” Fue uno de los momentos más bochornosos de su vida –pero lo peor estaba por llegar.

Espontáneamente los ojos se volvieron hacia Perla, pero la joven parecía no hacer caso a la gravedad del momento. Sus ojos ni siquiera miraban el amplio paisaje de colinas, valles y mesetas que tenían al frente, sino que divagaban como distraídos por los lados, como si todavía estuviera buscando la cabecera del río. Mateo pensó que ella se estaba haciendo de rogar, solamente por hacerlo quedar todavía más mal delante del grupo, pero esta vez su apreciación no era correcta. En ese justo instante Perla ya no pensaba en ganarle a Mateo sino en buscar un modo de sobrevivir porque las matemáticas decían que si habían tardado nueve días en alcanzar ese punto era poco probable que volvieran a Aldún antes de una semana, de modo que el problema no era cómo devolverse sino cómo sobrevivir ahora y cómo recoger provisiones para regresar. El río podía esperar.

Cristal, la más joven del grupo, tenía una cara de agotamiento extremo a pesar de que eran sólo las nueve de la mañana, poco más o menos. Estaba sentada al lado de Perla y entonces se recostó en el regazo de ella y le preguntó: “¿Por qué no dices tú esa buena idea de una vez?” Pero Perla seguía mirando hacia la arboleda que les esperaba a la izquierda como si no oyera ni le importara nada.

De pronto se oyó un gemido. Mateo tenía ahora la cabeza entre las manos y sollozaba pensando que se iban a morir de una manera estúpida e inútil. Perla lo volteó a mirar con serenidad, como si fuera su hermana o su mejor amiga, y dijo en voz alta: “Mateo, no hemos alcanzado la cabecera pero nos has traído a otro descubrimiento fantástico.” Todos quedaron en suspenso. Perla continuó:

–¿Ustedes ven lo que yo veo?

La mirada de la rubia señalaba algo en medio de la arboleda. Nadie veía nada. Ella continuó:

–Si los ojos no me engañan, somos los primeros en encontrar tierra cultivada en estos parajes. Este no es el camino a Macedonia pero sí es una puerta para saber de otras gentes y quizá otros pueblos.

Esas palabras dieron nueva fuerza a todos, pero sobre todo a Mateo, que pudo levantar los ojos, todavía arrasados en llanto de vergüenza y de dolor.

Sin perder un instante se pusieron en marcha hacia ese punto que Perla había divisado. De verdad que esta joven tenía muy buena vista. Lo que había alcanzado a ver era un cultivo de higos, o lo que ellos pensaron que eran higos, y lo que le había llamado la atención, a semejante distancia, era que las higueras formaban filas, señal inequívoca de mano humana y de trabajo de labradores.

Atravesaron, pues, la arboleda y mucho antes del mediodía ya estaban comiendo higos maduros hasta casi dolerles el estómago. El día estaba despejado y la sensación general era de: “¡Nos salvamos!” Despreocupados de los formalismos hablaban a gritos, a ratos cantaban y lo que poco antes les parecía el fin del mundo ahora les causaba risa. Hasta Mateo hacía chiste de sus propias lágrimas.

Tendidos en el suelo mientras les bañaba el sol, disfrutaban de la sensación de barriga llena y ya no pensaban en comer, con la única excepción de Cristal, que parecía que no se iba a llenar nunca. Sentada y con las piernas cruzadas seguía devorando metódicamente más higos en silencio. No pudo ver entonces quién le había lanzado un hacha corta que le seccionó de un tajo la columna vertebral y salió después entre los pechos. Musitó algo, abrió desmesuradamente los ojos, luego arrugó la frente y cayó muerta.

Con instinto maternal, Perla se levantó de un salto, sólo para recibir un hachazo certero que le voló la mayor parte del cuello y la tumbó de espaldas; aunque todavía estaba viva al llegar al suelo. De la herida salió a borbotones un río rojo incandescente, que empapó en segundos la tierra y también la ropa de Mateo. Éste, paralizado de miedo, sentía cómo se le helaba la sangre. Quiso gritar y no pudo. Otros sí gritaron y trataron de huir arrastrándose pero tres nuevos hachazos, lanzados con precisión diabólica, segaron la vida de sendos muchachos. Todo sucedió en cosa de minutos, sin que se oyera la voz de quien lanzaba las hachas. Una pausa siguió mientras los pocos sobrevivientes no sabían qué hacer.

El arma que había sido lanzada contra Perla había rebotado en el cuello de ella y había caído no lejos de Estanislao, un muchacho robusto y fortachón que estaba tendido boca abajo no lejos de Mateo con la cabeza sobre los brazos y las manos agarradas. La sangre de Perla se metió debajo del brazo izquierdo de Estanislao y éste pudo ver cómo una mancha roja y negra aparecía ante sus ojos. Enloquecido de ira, saltó y agarró el hacha que había acabado con la vida de su amiga; se puso en pie gritando maldiciones e insultos y blandiendo su improvisada arma, como si así pudiera impedir que lo atacaran. Al tiempo y con agilidad impresionante para su masa corporal fue corriendo en zigzag como fiera enjaulada. Mateo, sin levantar mayor cosa la cabeza, vio cómo le arrojaban una, dos y hasta tres hachas sin alcanzarlo. Se dio cuenta que todas salían de un mismo punto, detrás de un árbol grueso a unos veinte metros, poco más o menos, de donde ellos estaban. Concluyó entonces que estaban siendo atacados por una sola persona, aunque era evidente que tenía una puntería endiablada.

Estanislao, por supuesto, notó lo mismo y entonces le gritó a Mateo que se levantara y luchara por su vida, porque entre los dos podrían atacar mejor. Esto lo dijo en aldunense y con voz alta y muy aguda, herida por el pánico, de modo que para un extranjero era imposible saber si se estaba rindiendo, quejando o amenazando. Mateo, sin embargo, no se movió de su sitio ni respondió nada, pues pensó con buen tino que no tenía ninguna arma, salvo la que había quedado en el cuerpo de la desventurada Cristal.

Estanislao estalló en ira por sentirse traicionado y solo, y trató de huir. Pero esta vez olvidó el zigzag y se convirtió en blanco sencillo para la pericia del impávido asesino que por primera vez dejó oír su voz, en latín: “Latrones! Maledicti!” Ninguno de los cuatro jóvenes restantes hablaba una palabra de latín, de modo que no sabían qué sucedía. Una de las chicas se desmayó de lado, en medio de un shock terrible y otra empezó a convulsionar de físico terror. Las dos recibieron golpes fatales de hacha.

Mateo sentía la boca reseca, los ojos alucinados, el pulso retumbando en sus sienes, pero siguió respirando lo mejor que pudo mientras se enfriaba la sangre de Perla en su espalda.

En eso se oyó una segunda voz, femenina esta vez, que hablaba también en latín: “Desine! Desine!”, dijo con un cierto acento de ternura, y Mateo entendió que eso significaba algo así como “¡No más!” Sólo quedaban él y un joven de cabello negro y rizado, un muchacho tímido de nombre Jorge. Mateo volteó los ojos hacia Jorge. Demasiado tarde. El pobre hombre tenía los ojos abiertos pero no respiraba. El miedo a morir lo había matado.

Nunca en su vida Mateo había experimentado un terror semejante. Viéndose perdido y sintiendo que sin remedio la orina se le salía del cuerpo gritó también él: “Desine! Desine!”, y todavía acostado agitó los brazos abriendo las manos para que se viera que no tenía arma alguna. Luego, en el colmo del paroxismo gritó también en aldunense: “¡No más!, ¡para!, ¡no más!” Esto causó un efecto extraño en el de las hachas que entonces salió de su escondite y se acercó musitando algo ininteligible. A su lado iba una mujer delicadamente vestida. No podía ser mayor el contraste. El hombre era muy alto y fuerte y tenía las cejas tupidas y unidas sobre la nariz. Los ojos, fieros y fríos, parecían más los de un chacal que los de una persona. En su mano derecha llevaba una de las hachuelas, en la izquierda una lanza más alta que él, y en una especie de saco a la espalda más hachas y puñales. Se plantó delante de Mateo sin hacer el menor caso al charco de sangre que ya no alcanzaba a ser absorbido por la tierra. Mateo, acostado y pálido, sólo esperaba el golpe de gracia.

Con precisión siniestra el hombre levantó la lanza, tomándola esta vez con su derecha, y la enterró casi medio metro atravesando de lado a lado la camisa de Mateo aunque sin producirle más que una leve cortadura en su lado derecho. El muchacho gritó al tope de su voz, y se desmayó de pánico.