Juan en Aldún (4 de 20)

4. Noche de Danza

El mayor éxito de los jóvenes aldunenses fue encontrar el camino a Macedonia pero de ninguna manera fue el único. Hallaron también la laguna escondida de la que apenas quedaba ya recuerdo entre los habitantes más viejos de Aldún, que tampoco estaban seguros de la existencia de esa masa de agua. De cierto se sabía que permanece cubierta por la niebla todo el año. La leyenda agregaba que cuando se abriera la niebla se encontraría una raza nueva y que pueblos lejanos alcanzarían potestad y dominio sobre todas las demás razas y pueblos.

Los jóvenes se lanzaron en búsqueda de la laguna siguiendo un criterio sencillo: el agua no podía quedarse detenida allí, tenía que salir por algún río, de modo que si exploraban los riachuelos de la región podían encontrar la laguna. Y lo lograron, después de incontables y maravillosas proezas. El paisaje irreal, cargado de bruma y misterio inspiraba una especie de temor reverencial que quedó luego inmortalizado en poemas y sagas.

¿Quiénes eran estos “jóvenes”? Era un grupo heterogéneo que nació cuando hubo que dar por muerto al que nosotros llamamos Juan. Allí estaban ante todo sus primos (curiosamente, ninguno de sus hermanos) y luego los amigos de los primos, y luego los amigos de estos amigos, en círculos concéntricos. Al principio fue un grupo de sólo hombres pero a partir de la tercera expedición se integraron mujeres, jóvenes también, que después mostraron muchas veces ser más arriesgadas y valientes que los hombres. De hecho, fue una mujer la primera en abrirse paso por el Valle Azul hasta mirar, primero que nadie, a la laguna escondida.

El grupo no tenía estructura fija pero todos sabían quiénes eran sus líderes naturales. Estos fueron también de los primeros en recuperar sus nombres cuando Aldún entero dejó su marasmo. Entre los hombres sobresalían Mateo y Joaquín; entre las mujeres ninguna como Perla. Los tres líderes tenían entre veinte y veintidós años de edad. Eran ruidosos, pagados de sí mismos, llenos de vigor y alegría de vivir.

El grupo de jóvenes vino pronto a formar una especie de secta que no admitía a las autoridades tradicionales de Aldún: se emborrachaban cuando y donde querían, organizaban ruidosas fiestas, se paseaban por las Villas haciendo chiste y gracia de lo que se les antojaba y lo hacían con tal estilo, fuerza y desenfado que aunque la gente los criticara en las reuniones familiares, de hecho ganaban cada vez más adeptos, porque estaba claro que entrar a ese selecto grupo era como dar un grito de independencia.

El grupo hubiera crecido mucho más si no hubiera surgido un motivo de división: los celos. Joaquín estaba enamorado de Perla y la quería para sí. Él no era indiferente para ella pero ella tampoco quería facilitarle demasiado las cosas. “Si quiere que lo quiera, que se lo gane,” era más o menos el lema de ella, y esto no sólo con Joaquín sino con cualquiera que se atreviera a pretenderla.

Perla era una rubia de ojos profundos y bellos, verdes como los bosques de Aldún. Su risa era el encendedor mágico de cualquier fiesta, nadie danzaba como ella, y era capaz de dejar en ridículo al que fuera. Llevaba el cabello muy largo y se lo arreglaba de mil modos. Como se puede suponer, lo que ella hiciera con su cabello se volvía ley entre las niñas aldunenses, que la admiraban en secreto o abiertamente.

Uno que también la admiraba era Mateo pero es difícil decir cómo la quería. Si alguien le hubiera preguntado al corazón de Mateo qué quería de Perla, nunca hubiera dicho: “que sea mi esposa,” porque Mateo realmente prefería para ese puesto a una mujer que fuera más discreta y que no corriera el riesgo de opacarle. Nunca le perdonó a Perla que ella hubiera encontrado primero el camino a la laguna escondida y que al verla de primera se hubiera burlado de él en su cara comparándolo con una gallina desorientada. Mateo quería una esposa que estuviera en la casa, que fuera cariñosa y sencilla, sonriente y dulce, y que gastara todo el tiempo en admirarlo a él y en darle muchos hijos.

Una noche estaban en una fiesta en La Peregrina. La música sonaba, o mejor digo, tronaba con ardor mientras que Perla animaba a todas las chicas a unirse en una danza inmensa. No menos de cuarenta y dos muchachas aceptaron la invitación y empezaron a bailar siguiendo el ritmo frenético de los músicos, que parecían adiestrados por cosacos. Hicieron una ronda y levantaban y bajaban los brazos, movían las caderas, y luego achicaban o agrandaban el círculo sin dejar de moverse en una dirección y luego la contraria. A pesar de estar ya bien entrado el otoño, el sudor corría con abundancia, lo mismo que el vino y el “tegal,” una especie de bebida fermentada muy fuerte que no podía faltar en las grandes reuniones aldunenses.

Mientras las muchachas bailaban con visible alegría siguiendo el estilo que les marcaba Perla, ya con su cuerpo, ya con sus gritos, Joaquín se moría de ganas por tenerla cerca, por abrazarla. Le parecía tan hermosa en esa corona de danzas pero a la vez la sentía tan lejana. Le gustaba que todo el mundo la admirara pero no dejaba de temer que entre tanta admiración ella no tuviera ojos para él. Y no era infundado ese temor. Perla se daba perfecta cuenta que ella era la reina de la fiesta. Más que el tegal, que también bebía, a ella le embriagaba ver cómo todas las muchachas no podían sino seguirla a ella y cómo todos los hombres apenas tenían ojos para alguien que no fuera ella. Ebria de su popularidad y de sentirse tan joven, tan amada y tan admirada, Perla bailaba sin descanso una pieza detrás de otra; gritaba, daba instrucciones a los músicos, dirigía la danza con las jóvenes y niñas, y aún le quedaban ojos para saber qué hombres la miraban. No se le escapaba, pues, que Joaquín estaba allí y que no despegaba los ojos de ella.

También estaba Mateo, aunque Mateo sí tenía ojos para otras chicas. Tomada de la mano derecha de Perla estaba Rosa, una mujer ligeramente más joven, que había ido a una de las expediciones pero que no había vuelto a participar en ninguna otra, seguramente por sentirse incapaz de otra sesión extenuante de días a marchas forzadas y noches de incomodidad y frío. Rosa tenía el cabello castaño, como los ojos; su piel era muy blanca y se sonrojaba con facilidad porque era mucho más tímida, y como dos años menor que Perla. Tenía hermoso cuerpo pero no era presumida sino que parecía disfrutar de la danza dejándole todo el protagonismo a la estrella indiscutida.

Y como daban y daban rondas y vueltas, Perla, a quien no se le escapaba detalle, notó que Mateo ya no la miraba a ella sino a Rosa y, sin dejar de moverse y dirigir el baile y la música, le pareció que Rosa empezaba a corresponderle con miraditas y sonrisitas. Eso ya no le gustó. Danzó un par de piezas más y bajo pretexto de cansancio se retiró del baile general y se dirigió hacia alguna de las mesas para beber algo y también para aclarar si era cierto que Mateo ya no le ponía atención.

Efectivamente, Mateo ni siquiera se acercó a la mesa de ella sino que fue derechamente hacia Rosa. Esto alegró a Joaquín, que vio despejado el camino, pero no a Perla que se sintió puesta en segundo lugar, y eso era algo que no soportaba: estar en segundo lugar.

La situación no podía ser más absurda: a Perla en realidad le gustaba más y le interesaba más Joaquín pero como no podía tolerar que Mateo le hiciera lo que ella consideró un desplante, ni siquiera pensó en Joaquín, que ya se acercaba con una buena jarra de telga para ella, sino que se levantó de nuevo y se dirigió hacia la mesa donde estaban Mateo y Rosa.

Mateo trató de ser amable con ella y hasta le dijo alguna cosa agradable sobre la danza pero toda la escena era tan forzada que Perla no pudo evitar que se le notara disgusto. Los ojos verdes parecían ahora un pantano helado y cargado de reproches que el muchacho no podía entender. Esto, sin embargo, no podía saberlo Joaquín, que había quedado viendo la espalda de Perla y las sonrisas corteses de Mateo. Su conclusión, pues, fue que Mateo estaba tratando de conquistar a Perla.

No tiene nada de extraño entonces que, cuando el mismo Mateo invitó a los jóvenes a una expedición a la cabecera del río, Joaquín no hubiera querido ir, mientras que Perla, que antes no estaba interesada en semejante viaje, ahora decidiera demostrarse (a sí misma, porque ¿a quién más?) que sí podía doblegar al gran líder. A veces la frontera entre la vida y la muerte depende de cosas tan pequeñas…