Paul

Tantos escándalos sexuales se han hecho públicos, muchas veces con evidente inquina contra la Iglesia Católica, que yo quisiera que también se hicieran públicas las virtudes de sacerdotes que conozco. Personalmente no me considero modelo de nada pero sí sé que hay una cosa que Dios me ha dado, y es la capacidad para reconocer con gusto las virtudes y bondades que en otros encuentro. Y ese don que mi Dios me otorgó quiero ejercerlo ahora.

A lo largo de mi vida he conocido hombres y mujeres verdaderamente buenos. He conocido y he tratado gente recta, justa, bondadosa, generosa. Si muriera hoy, yo podría decir: “Conocí la virtud; la conocí vivida, practicada, realizada ante mis ojos.”

Mucha gente cree que toda virtud es hipocresía. Será por aquel refrán: “Ningún hombre es grande para su ayuda de cámara.” Pareciera que inevitablemente, al acercarnos a la gente grande, la vemos empequeñecerse, porque aparecen sus envidias, codicias, incontinencias, mentiras piadosas y no tan piadosas, y en fin, todo lo que hace que el “ídolo” caiga…

Sin embargo, hay personas que soportan el test del acercamiento. Uno puede decir eso especialmente cuando ha convivido con la persona y la ha visto por un tiempo prolongado, como sucede por ejemplo en la vida común que llevamos los religiosos o las religiosas. Una cosa es ver a un “gran” hombre predicando y otra cosa es ver a ese hombre cansado, envejecido o enfermo, muchas veces sin más testigos que Dios y la noche. Y yo he podido ver esas dos caras de la vida del sacerdote: las he visto muy bien, por ejemplo, en mis hermanos de comunidad aquí en Dublín.

¿Qué he encontrado? Seres humanos, por supuesto. Y eso significa que he encontrado sus incoherencias, fragilidades, tentaciones, vergüenzas… También he visto su grandeza, vigor, tenacidad, afán de fidelidad al Señor. Esto último vale la pena decirlo con ejemplos concretos.

Hay un fraile, a quién aquí llamaré Paul (nombre ficticio). Como la mayor parte de mis hermanos de Dublín es un fraile ya de edad. Debo decir que, de tanta gente que he podido conocer en mi vida, Paul es un hombre que sobresale por la pureza. Esta no es una virtud demasiado popular hoy, y quizá no lo haya sido nunca, especialmente entre los hombres. A un hombre se le elogia por su capacidad de acción y liderazgo, y si se trata de un sacerdote, lo que lo que la gente pondera son sobre todo las obras de tipo humanitario, la elocuencia en la predicación o los dones carismáticos de sanación.

Paul no es ni ha sido una persona de inmenso liderazgo, tremenda capacidad de convocatoria, palabra arrolladora o dones muy “sobrenaturales.” Es un hombre normal, sano, casi siempre de buen humor. No más. O mejor: con algo más, un don de pureza muy grande y muy hermoso. La conversación con él irradia pureza; brota de un corazón muy limpio que ama como con inocencia de niño a Jesús y sirve con candor a la Iglesia. Sus palabras no suenan a cosas recitadas sino a verdades cuidadosamente amadas y experimentadas por muchos, muchos años. Es humilde, como lo son todos los verdaderamente castos, y de él sale mucho cariño, bien que en el estilo sobrio y casi flemático de estos irlandeses.

Paul lleva una vida común y tranquila. Visita a sus amigos, casi siempre feligreses de otros tiempos más activos, y sale también del convento para algunas otras actividades o distracciones. Pero el mundo no tiene poder en él. Sus ojos permanecen serenos y el corazón, que yo sepa después de observarlo tantos días, no pierde su lugar de reposo, que es Cristo. Cuando lo veo llegar a casa –sin hábito, porque tal es la situación en Irlanda– parece un abuelito más. La gente no sabe el tesoro de diamante que Paul lleva en su corazón adornado de pureza. Dios sí lo sabe, y creo que me lo ha dejado saber a mí. Bendito sea su Nombre.