¿Odiar siempre es pecado?

El odio se opone al amor, como ya hemos expuesto (1-2 q.29 a.1, sed contra; a.2 arg.1 y ad 2). Luego tanta razón de mal tiene el odio cuanto de bien tiene el amor. Pues bien, al prójimo se le debe amor por lo que ha recibido de Dios, o sea, por la naturaleza y por la gracia, y no por lo que tiene de sí mismo o del diablo, o sea, por el pecado y la falta de justicia. Por eso es lícito odiar en el hermano el pecado y lo que conlleva de carencia de justicia divina; no se puede, empero, odiar en él, sin incurrir en pecado, ni la naturaleza misma ni la gracia. Pero el hecho mismo de odiar en el hermano la culpa y la deficiencia de bien corresponde también al amor del mismo, ya que igual motivo hay para amar el bien y odiar el mal de una persona. De ahí que el odio al hermano en absoluto es siempre pecado. (S. Th., II-II, q.34, a.3, resp.)


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Una respuesta inesperada: el odio no es pecado capital

Como queda expuesto (1-2 q.84 a.3 y 4) pecado capital es aquel del que con mayor frecuencia nacen otros pecados. Ahora bien, por una parte, el pecado va contra la naturaleza del hombre en cuanto animal racional; por otra, cuando se actúa contra la naturaleza lentamente se va corrompiendo lo que le pertenece, porque lo primero en la construcción es lo último en el derribo. Pues bien, lo primero y más natural en el hombre es amar el bien divino y el bien del prójimo. De ahí que el odio, que se opone a ese bien, no es lo primero en la destrucción de la virtud causada por los vicios, sino lo último. Por todo ello, el odio no es pecado capital. (S. Th., II-II, q.34, a.5, resp.)


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Investigación sobre la raíz primera del odio

Según hemos dicho (a.5), el odio al prójimo ocupa el último eslabón en el proceso de desarrollo del pecado por el hecho de que se opone al amor, que es un sentimiento natural hacia el prójimo. El hecho, en cambio, de alejarse de lo natural acaece porque se intenta evitar algo que por su naturaleza se debe rehuir. Pues bien, es natural al animal rehuir la tristeza y buscar el placer, como demuestra el Filósofo en VII y X Ethic. De ahí que el amor tiene por causa el placer, lo mismo que el odio tiene por causa la tristeza. En efecto, somos inducidos a amar lo que nos deleita en cuanto es aceptado como bueno, del mismo modo que sentimos impulso a odiar lo que nos contrista, porque lo consideramos como malo. En conclusión, siendo la envidia tristeza provocada por el bien del prójimo, conlleva como resultado hacernos odioso su bien, y ésa es la causa de que la envidia dé lugar al odio. (S. Th., II-II, q.34, a.6, resp.)


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¿Qué cosa es la acidia?

Según el Damasceno, la acidia es cierta tristeza que apesadumbra, es decir, una tristeza que de tal manera deprime el ánimo del hombre, que nada de lo que hace le agrada, igual que se vuelven frías las cosas por la acción corrosiva del ácido. Por eso la acidia implica cierto hastío para obrar, como lo muestra el comentario de la Glosa a las palabras del salmo 106,18: Toda comida les daba náuseas. Hay también quien dice que la acidia es la indolencia del alma en empezar lo bueno. Este tipo de tristeza siempre es malo: a veces, en sí mismo; otras, en sus efectos. Efectivamente, la tristeza en sí misma es mala: versa sobre lo que es malo en apariencia y bueno en realidad; a la inversa de lo que ocurre con el placer malo, que proviene de un bien aparente y de un mal real. En conclusión, dado que el bien espiritual es un bien real, la tristeza del bien espiritual es en sí misma mala. Pero incluso la tristeza que proviene de un mal real es mala en sus efectos cuando llega hasta el extremo de ser tan embarazosa que retrae totalmente al hombre de la obra buena. Por eso incluso el Apóstol, en 2 Cor 2,7, no quiere que el penitente se vea consumido por la excesiva tristeza del pecado. Por tanto, dado que la acidia, en el sentido en que la tratamos aquí, implica tristeza del bien espiritual, es doblemente mala: en sí misma y en sus efectos. Por eso es pecado la acidia, ya que en los impulsos apetitivos al mal lo llamamos pecado, como se deduce de lo ya expuesto (q.10 a.2; 1-2 q.71 a.6; q.74 a.3). (S. Th., II-II, q.35, a.1, resp.)


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¿En qué consiste propiamente la envidia?

El objeto de la tristeza es el mal personal. Pero sucede que el bien ajeno se considera como mal propio, y en este sentido puede haber tristeza del bien ajeno. Esto ocurre de dos maneras. La primera, cuando alguien se entristece del bien ajeno que le pone en peligro de sufrir algún daño; es el caso de quien se entristece por el encumbramiento de su enemigo, porque teme que le perjudique. Este tipo de tristeza no es envidia, sino más bien efecto del temor, como dice el Filósofo en II Rhet. Segunda: el bien de otro se considera como mal personal porque aminora la propia gloria o excelencia. De esta manera siente la envidia tristeza del bien ajeno, y por eso principalmente envidian los hombres aquellos bienes que reportan gloria y con los que los hombres desean ser honrados y tener fama, como enseña el Filósofo en II Rhet. (S. Th., II-II, q.36, a.1, resp.)


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¿Es pecado mortal la envidia?

La envidia, por su género propio, es pecado mortal, ya que el género del pecado se valora por su objeto. Ahora bien, la envidia, por razón de su objeto, es contraria a la caridad, que da la vida espiritual del alma, según leemos en 1 Jn 3,14: Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos. La caridad, en efecto, como la envidia, tiene por objeto el bien del prójimo, pero se mueve en sentido contrario, ya que la caridad goza con el bien del prójimo; la envidia, empero, se entristece, como ya hemos comentado (a.1 y 2). Resulta, pues, evidente que la envidia, por su propio género, es pecado mortal. Sin embargo, como hemos expuesto (q.35 a.3; 1-2 q.72 a.5 ad 1), en todo pecado mortal se dan ciertos movimientos imperfectos radicados en la sensualidad que son pecado venial; así, en el género de adulterio, el primer movimiento de la concupiscencia, y en el homicidio, el primer movimiento de la ira. De ahí que también en la envidia se dan a veces, algunos primeros movimientos, incluso en los varones perfectos, que son pecados veniales. (S. Th., II-II, q.36, a.2, resp.)


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Un estudio sobre las hijas del pecado de la envidia

El número de las hijas de la envidia pueden enumerarse de la manera siguiente: en el proceso de la envidia hay un principio, un medio y un fin. Al principio, en efecto, hay un esfuerzo por disminuir la gloria ajena, bien sea ocultamente, y esto da lugar a la murmuración, bien sea a las claras, y esto produce la difamación. Luego quien tiene el proyecto de disminuir la gloria ajena, o puede lograrlo, y entonces se da la alegría en la adversidad, o no puede, y en ese caso se produce la aflicción en la prosperidad. El final se remata con el odio, pues así como el bien deleitable causa el amor, la tristeza causa el odio, según hemos demostrado (q.34 a.6). Ahora bien, la aflicción en la prosperidad del prójimo, en cierto modo, se identifica con la envidia, como es el caso de que la prosperidad que da lugar a la tristeza, constituye precisamente la gloria que tiene el prójimo. Pero en otro sentido es hija de la envidia, y es el caso de que esa prosperidad la tiene el prójimo a despecho de los esfuerzos del envidioso para impedirlo. Mas la satisfacción de ver al prójimo en dificultad no se identifica directamente con la envidia, sino que se sigue de ella, ya que de la tristeza provocada por el bien del prójimo, es decir, la envidia, se sigue la satisfacción de ver el mal que le ha ocurrido. (S. Th., II-II, q.36, a.4, ad 3m.)


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¿La discordia es siempre pecado?

La discordia se opone a la concordia. Ahora bien, la concordia, como ya hemos expuesto (q.29 a.3), tiene como causa la caridad, porque lo propio de la caridad es aunar los corazones de muchos, teniendo por principio, principalmente, el bien divino; y, en segundo lugar, el bien del prójimo. En consecuencia, la discordia es pecado por el hecho de oponerse a esa concordia. Sin embargo, es menester tener en cuenta que la discordia suprime la concordia de dos modos: esencial y accidentalmente. En los actos humanos es esencial lo intencional, y por eso, en la discordia con el hermano, es esencial disentir a sabiendas e intencionadamente del bien divino y del bien del prójimo, que deberían unirnos. Esto, por su género, es en realidad pecado mortal, porque es contrario a la caridad, aunque los primeros movimientos de esa discordia sean pecado venial por su carácter imperfecto. Pero en los actos humanos es también accidental lo que no es intencional. De ahí que, cuando hay disparidad de opiniones sobre algún bien que afecta al honor de Dios o al prójimo, y unos piensan de una manera y otros sostienen la contraria, la discordia en este caso afecta accidentalmente al bien divino o al del prójimo.

La discordia entonces no es pecado ni contraria a la caridad, salvo el caso de que incida erróneamente sobre lo necesario para la salvación o haya obstinación culpable. En efecto, como hemos expuesto en otro lugar (q.29 a.1; a.3 ad 2), la concordia efecto de la caridad es unión de voluntades, no de opiniones. De todo esto queda claro que la discordia se da a veces con pecado de uno solo, como, por ejemplo, cuando uno quiere el bien al que el otro a sabiendas se opone. Otras veces, en cambio, se da con pecado de las dos partes, cuando recíprocamente se opone la una al bien de la otra, y cada cual busca su propio bien. (S. Th., II-II, q.37, a.1, resp.)


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Noticia: la discordia es hija de la vanagloria

La discordia entraña escisión de voluntades en la medida en que la de cada cual está fijamente entregada a una cosa. Ahora bien, el hecho de que la voluntad se aferre a sus propios puntos de vista proviene de que prefiere lo suyo a lo ajeno, y cuando eso se da desordenadamente, degenera en soberbia y en vanagloria. Por eso la discordia que induce a cada cual a seguir sus puntos de vista, desentendiéndose de los ajenos, es hija de la vanagloria. (S. Th., II-II, q.37, a.2, resp.)


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¿Qué tan grave es que haya un cisma?

Según expone San Isidoro en el libro Etymol., la palabra cisma se ha tomado de la escisión de pareceres. Pues bien, la escisión se opone a la unidad, y por eso se llama pecado de cisma el que directa y esencialmente se opone a la unidad. En efecto, así como en el orden natural no constituye especie lo que es accidental, así tampoco en el orden moral, en el que lo intencional es esencial, mientras que lo que cae fuera de la intención es, por así decirlo, accidental. Por eso el pecado de herejía es propiamente pecado especial, por el hecho de que intenta separar de la unidad realizada por la caridad. Esta no solamente une a las personas entre sí por el vínculo especial del amor espiritual, sino que une a toda la Iglesia en la unidad del Espíritu. Por tanto, se considerará como cismáticos en sentido estricto a quienes espontánea e intencionadamente se apartan de la unidad de la Iglesia, que es la unidad principal. En efecto, la unión particular de unos con otros está ordenada a la unidad de la Iglesia, del mismo modo que la organización de los miembros en el cuerpo natural está ordenada a la unidad de todo el cuerpo.

Por otra parte, la unidad de la Iglesia radica en dos cosas, es decir, en la conexión o comunicación de los miembros de la Iglesia entre sí y en la ordenación de todos ellos a una misma cabeza, a tenor de lo que escribe el Apóstol: Vanamente hinchado por su mente carnal, sin mantenerse unido a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión para realizar su crecimiento en Dios (Col 2,18-19). Pues bien, esa Cabeza es Cristo mismo, cuyas veces desempeña en la Iglesia el Sumo Pontífice. Por eso se llama cismáticos a quienes rehusan someterse al Romano Pontífice y a los que se niegan a comunicar con los miembros de la Iglesia a él sometidos. (S. Th., II-II, q.39, a.1, resp.)


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¿Es más grave oponerse a la fe o cometer cisma?

La gravedad del pecado puede precisarse de dos maneras: en su especie y en sus circunstancias. Y dado que las circunstancias son particulares y pueden variar al infinito, cuando se pregunta, en general, cuál de los pecados sea más grave, la cuestión debe entenderse sobre la gravedad que atañe al género de pecado. Ahora bien, el género o especie de pecado se toma del objeto, como se ha demostrado en otro lugar (1-2 q.72 a.2; q.73 a.3). Por eso, el pecado que se opone a mayor bien es más grave en su género, como el pecado contra Dios es mayor que el cometido contra el prójimo. Pues bien, es evidente que la infidelidad es pecado contra Dios mismo, en cuanto que es en sí mismo la verdad primera en que se apoya la fe. El cisma, en cambio, se opone a la unidad de la Iglesia, que es un bien participado, menor que Dios mismo. Resulta, pues, evidente que el pecado de infidelidad, por su naturaleza, es más grave que el de cisma. Esto no obsta para que algún cismático peque más gravemente que el infiel, sea por el desprecio mayor, sea por el peligro mayor que supone, sea por otras razones por el estilo. (S. Th., II-II, q.39, a.2, resp.)


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¿Un cismático conserva algo de la potestad que recibió en la Iglesia?

La potestad espiritual es doble: la sacramental y la de jurisdicción. La potestad sacramental es la conferida por la consagración. Pues bien, todas las consagraciones de la Iglesia son permanentes en tanto dure la consagración, como es evidente en las cosas inanimadas; así, el altar consagrado no se consagra de nuevo si no se destruye. Por tanto, dicha potestad permanece esencialmente en el hombre, que la recibió por consagración, mientras viva, aunque incurra en cisma o en herejía. Esto es evidente, dado que no es consagrado de nuevo al regresar a la Iglesia. Mas dado que la potestad inferior no debe actualizarse más que por la moción de un poder superior, como es también evidente en las cosas naturales, resulta de ello que ese hombre pierde el uso de su potestad, de suerte que no le sea permitido servirse de ella. Mas en el caso de que se sirvan de ella, surte efecto en el plano de los sacramentos, ya que en ellos el hombre no actúa sino como instrumento de Dios, y por eso los efectos sacramentales no quedan impedidos por cualquier culpa que tenga quien lo administre. La potestad, en cambio, de jurisdicción es la conferida por simple intimación humana. Esta potestad no se adquiere de manera inamovible, y por eso no permanece ni en el cismático ni en el hereje. De aquí que no pueden ni absolver, ni excomulgar, ni conceder indulgencias o cosas por el estilo, y, si lo hacen, carecen de valor. En consecuencia, cuando se dice que estos hombres no tienen potestad espiritual, se ha de entender del segundo tipo de potestad espiritual; y si se trata del primero, no se entiende en cuanto a la esencia de la misma, sino en cuanto a su legítimo uso. (S. Th., II-II, q.39, a.3, resp.)


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¿Hay alguna guerra lícita?

Tres cosas se requieren para que sea justa una guerra. Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra. No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la república ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo que la defienden lícitamente con la espada material contra los perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las palabras del Apóstol: No en vano lleva la espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal (Rom 13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los príncipes: Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos del pecador (Sal 81,41), y San Agustín, por su parte, en el libro Contra Faust. enseña: El orden natural, acomodado a la paz de los mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la guerra pertenezca al príncipe.

Se requiere, en segundo lugar, causa justa. Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. Por eso escribe también San Agustín en el libro Quaest.: Suelen llamarse guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado.

Se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal. Por eso escribe igualmente San Agustín en el libro De verbis Dom.: Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos. Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención. San Agustín escribe en el libro Contra Faust.: En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras. (S. Th., II-II, q.40, a.1, resp.)


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En caso extremo, ¿tiene sentido un cura en la guerrilla?

Hay muchas cosas necesarias para el bien de la sociedad humana. Pues bien, la diversidad de funciones está mejor atendida por varias personas que por una sola, como demuestra el Filósofo en su Política. Hay, además, ciertos negocios incompatibles entre sí que no pueden despacharse simultáneamente de forma adecuada. Por eso, a quienes se les encomiendan oficios mayores, se les prohiben los menores. Así, por ejemplo, las leyes humanas prohiben el comercio a los soldados encargados de los trabajos de la guerra. Esta clase de trabajos son, en realidad, del todo incompatibles con las tareas encomendadas a los obispos y a los clérigos por dos razones. La primera es de tipo general. Los trabajos de la guerra conllevan, en efecto, grandes inquietudes y, por lo mismo, son obstáculo para la entrega del alma a la contemplación de las cosas divinas, a la alabanza de Dios y a la oración por el pueblo, tareas que atañen al oficio de los clérigos. Por eso, igual que se prohibe a éstos el comercio porque absorbe mucho su atención, se les prohiben también los trabajos de la guerra, a tenor del testimonio del Apóstol: El que milita para Dios no se embaraza con los negocios de la vida (2 Tim 2,4).

Hay además otra razón especial. En efecto, las órdenes de los clérigos están orientadas al servicio del altar, en el cual, bajo el sacramento, se presenta la pasión de Cristo según el testimonio del Apóstol: Cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, otras tantas anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga (1 Cor 11,26). Por eso desdice del clérigo matar o derramar sangre; más bien deben estar dispuestos para la efusión de su propia sangre por Cristo, a fin de imitar con obras lo que desempeñan por ministerio. Por eso está establecido que los derramadores de sangre, aun sin culpa por su parte, incurren en irregularidad. Mas a quien está destinado a un cargo no se le permite aquello que le hace no apto para el mismo. En consecuencia, bajo ningún título les es permitido a los clérigos tomar parte en la guerra, ordenada a verter sangre. (S. Th., II-II, q.40, a.2, resp.)


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¿Son lícitas las estratagemas y trucos en la guerra (justa)?

La finalidad de la estratagema es engañar al enemigo. Pues bien, hay dos modos de engañar: con palabras o con obras. Primero, diciendo falsedad o no cumpliendo lo prometido. De este modo nadie debe engañar al enemigo. En efecto, hay derechos de guerra y pactos que deben cumplirse, incluso entre enemigos, como afirma San Ambrosio en el libro De Officiis.

Pero hay otro modo de engañar con palabras o con obras; consiste en no dar a conocer nuestro propósito o nuestra intención. Esto no tenemos obligación de hacerlo, ya que, incluso en la doctrina sagrada, hay muchas cosas que es necesario ocultar, sobre todo a los infieles, para que no se burlen, siguiendo lo que leemos en la Escritura: No echéis lo santo a los perros (Mt 7,6). Luego con mayor razón deben quedar ocultos al enemigo los planes preparados para combatirle. De ahí que, entre las instrucciones militares, ocupa el primer lugar ocultar los planes, a efectos de impedir que lleguen al enemigo, como puede leerse en Frontino. Este tipo de ocultación pertenece a la categoría de estratagemas que es lícito practicar en guerra justa, y que, hablando con propiedad, no se oponen a la justicia ni a la voluntad ordenada. Sería, en realidad, muestra de voluntad desordenada la de quien pretendiera que nada le ocultaran los demás. (S. Th., II-II, q.40, a.3, resp.)


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¿Es siempre pecado la riña?

Del mismo modo que la porfía implica contradicción de palabra, implica la riña contradicción con obras. Por eso, en torno al texto de Gálatas 5,20, comenta la Glosa diciendo que hay pendencia cuando por impulso de la ira mutuamente se agreden. De ahí que la riña es como una guerra privada que tiene lugar entre personas particulares, no en virtud de la autoridad pública, sino por voluntad desordenada. Por eso implica siempre pecado. Es pecado mortal en quien ataca a otro injustamente, ya que inferir daño a otro, llegando incluso a las manos, no se da sin pecado mortal. En quien se defiende, en cambio, puede darse sin pecado, pero a veces es pecado venial; otras, incluso, pecado mortal. Esto depende de los sentimientos que le animen y de la manera de defenderse. En efecto, si se defiende únicamente para repeler la injuria inferida y lo hace con moderación, ni es pecado ni se puede llamar propiamente riña por su parte. Pero si se defiende con espíritu de venganza y de odio, rebasando la moderación debida, es siempre pecado. Será pecado venial cuando va mezclada de un ligero movimiento de odio o de venganza, o no excede mucho la debida moderación; será, en cambio, mortal cuando se lanza contra quien le ataca con ánimo decidido a matarle o a perjudicarle gravemente. (S. Th., II-II, q.41, a.1, resp.)


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