Juan en Aldún (6 de 20)

6. Las Crónicas

Hay coincidencias que nadie podría explicar. Exactamente el mismo día en que aquella delicada mujer detenía con su “Desine!” a su esposo iracundo, Juan aprendía en su nueva y cada vez más cómoda casa qué significaba “desinere.”

Mientras aquellos desdichados jóvenes llegaban a tan violento y sangriento final, Juan estudiaba el texto del salmo 36: “desine ab ira et derelinque furorem.” Después de tantos meses de leer textos y textos en latín ya nuestro hombre estaba claro sobre el significado de un buen número de palabras. Se le ocurrió que sería buena idea hacer un libro en el que aparecieran todas las palabras del latín con su significado en aldunense y todas las del aldunense con su significado en latín. Sin embargo, no emprendió la obra.

Ahora no caminaba tanto en los bosques como en los pasillos estrechos de la biblioteca abandonada del monasterio de Ivana. Porque eso se había vuelto ese lugar: la casa de una mujer que él no conoció sino cuando ya había muerto. A través de los escritos de ella, Juan iba siguiendo las sinuosidades de un alma ricamente femenina, intuitiva, apasionada por su ideal, generosa y delicada; en definitiva, muy bella.

Ivana fue la profesora de escritura y de lectura para Juan. Todavía hoy me admiro del hecho, tal vez único, de este hombre aprendiendo latín a base de escritos, sin diccionario ni gramática. Obraba en su favor esa extraordinaria paciencia con que sabía cultivar jardines. No puedes echar la semilla en la mañana y tener la flor en la tarde. Algo así aplicaba él a su propia mente: iba echando semillas de palabras y de frases, sabiendo que en todo ello habría finalmente un significado.

Claro que algunas circunstancias particulares le ayudaban, todas relacionadas con Ivana. Por una parte, estaban los dibujos e iluminaciones de los libros, que muchas veces representaban lo que se decía en con palabras escritas. Junto al texto “ego sum pastor bonus: bonus pastor animam suam dat pro ovibus” estaba el dibujo del pastor que busca a la oveja acechada de peligros terribles.

Además, aquella joven religiosa había terminado por hacer, más que las crónicas del monasterio, una crónica de su propia vida, de modo que muchas palabras se repetían en combinaciones fáciles de reconocer: “Et ego dixi… Illae autem dixerunt…”, etc.

Pero la verdadera clave no estaba en los papeles de la biblioteca sino en una colección pequeña de rollos que Juan encontró en la habitación que había sido de ella. Eso fue lo que más le ayudó. Allí había unas planas en latín escritas con torpe letra, sin duda un recuerdo de otros años, que Ivana había traído consigo al entrar al monasterio. Muchas de esas planas eran ejercicios de una especie de texto de gramática que Juan no tenía físicamente pero que se podía deducir. Por ejemplo, si uno ve la serie de declinaciones de “rosa” y luego algunas frases como “video rosam pulchram… video rosas pulchras” puede aprender bastante –sobre la base de un interés muy grande y una paciencia interminable. Ambas cosas las tenía Juan por temperamento, digamos, y porque cada nuevo logro en la lengua latina le abría más y más páginas de la biblioteca que tenía para él solo.

El esfuerzo fue recompensado con creces. Al cabo de unos dos años, su lectura en voz alta todavía dejaba mucho qué desear pero sin duda era más que admirable que pudiera leer tantas cosas. Ya identificaba las escenas de los evangelios y más de una vez se sentía conmovido por textos como el hijo pródigo o aquello que se convirtió en su favorito, lo de la oración oculta: “tu autem cum orabis intra in cubiculum tuum et cluso ostio tuo ora Patrem tuum in abscondito et Pater tuus qui videt in abscondito reddet tibi” (Mateo 6,6).

Un día aprendió qué era el pan mágico que había encontrado hacía tantos meses. Leyó que había un pan que da vida, y leyó que Jesús había tomado el pan y había dicho: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo.” Ese día trasladó el cofre desde la panadería auxiliar hacia la capilla, porque ya sabía también que ese salón grande con las sillas había sido un templo. Y leyó también que el cuerpo nuestro es un templo y entonces pensó que el cuerpo de Ivana no podía seguir pudriéndose a la intemperie. Además, aprendió de las crónicas que las monjas una vez habían planeado hacer un cementerio, de manera que organizó sus cosas y emprendió un camino que no recorría hacía mucho tiempo, con la esperanza de recuperar los huesos de Ivana. Por supuesto, a esas alturas se preguntaba qué había sucedido con las demás habitantes del monasterio pero no teniendo manera de resolver tal duda, simplemente organizó un poco el terreno para el cementerio y salió al encuentro de su amiga.

El intento fue vano. La fuerza de los elementos o algunos animales del bosque habían acabado por completo lo que quedaba de los huesos. Sin embargo, el anillo de oro sí estaba en el mismo lugar y ello le hizo entender que nadie más había pasado por ahí, porque, pensó él, “nadie que no fuera otro Iván dejaría un anillo así tirado en el bosque.” Y sin embargo estaba equivocado.

La verdad, también se equivocaba en su razonamiento sobre los huesos. Otro corazón ya había pensado en el último destino de Ivana, aunque por razones menos bíblicas que las de este ermitaño. Él, ignorante de todo, sencillamente recogió el anillo y volvió caminando despacio, cantando el salmo 121: “laetatus sum in his quae dicta sunt mihi, in domum Domini ibimus”, “¡qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor!” Y no sabía que su voz ronca y desafinada tenía quién la oyera, ni podía imaginarse que un rostro delicado no apartaba los ojos mientras él subía de vuelta al monasterio.