Juan en Aldún (7 de 20)

7. Mateo, Capturado

Mateo despertó con un dolor de cabeza salvaje. Sentía la boca como una teja y todo le daba vueltas. Pero el mundo estaba bien atado a él o él al mundo, porque unas cuerdas gruesas lo mantenían sujeto a una tabla larga. Los hombros eran un solo dolor porque las manos estaban atadas por detrás de la tabla, que estaba sostenida sobre una especie de caballetes. No sentía los pies tampoco, pues también ellos estaban amarrados en incomodísima posición por debajo de la misma tabla. Lo único amable de ese despertar fue el rostro de Ariadna, la mujer que de algún modo le había salvado la vida.

Ella, sentada a unos tres metros, lo miraba con una mezcla de curiosidad y dulzura. Estaban en un recinto largo y ancho con techo; al parecer, un lugar para recoger ovejas o cabras. Un cierto olorcillo confirmaba esa impresión. Pero Ariadna no tenía aspecto de vaquera ni de pastora sino de princesa de cuento de hadas. Su vestido era azul claro y llegaba hasta los tobillos. A la altura del cuello sobresalía un bordado con hilos blancos, rosados y dorados. Tenía unos aretes largos que remataban en unas piedras rojas muy brillantes, que Mateo no había visto nunca. El cabello no se le veía mucho porque llevaba un sombrero alto y cónico de cuyo vértice salía una tela vaporosa de color verde manzana. La mano izquierda estaba sobre la derecha y ambas delicadamente puestas en el regazo. Parecía estar mirando hacia fuera, como quien espera el rebaño, pero en cuanto Mateo volvió en sí y murmuró algo ella movió la cabeza, sólo la cabeza, hacia su prisionero.

Sintiéndose maniatado completamente, Mateo suspiró con desilusión, hizo una mueca de dolor y luego pidió con voz baja: “¡Agua! ¡Agua!” Ariadna lo miró con más atención pero era evidente que no entendía el aldunense. Ella parecía preguntarse si él estaría rezando, maldiciendo o amenazando, y no quería acercarse, no porque tuviera miedo de Mateo, sino porque no quería desobedecer a Landulfo, su esposo.

Con las manos atadas, sin poder hacer un gesto que indicara que se moría de sed, en frente de alguien que no hablaba su idioma, Mateo trataba de hacerse entender con los ojos y abriendo la boca, ora tomando aire, ora jadeando. El único resultado fue un calambre espantoso que se adueñó de su espalda hasta hacerle gritar de dolor. Ariadna lo miraba con angustia, podríamos decir, pero no movía sus manos un centímetro de la posición inicial, que parecía sacada de una revista de modas, si las hubiera habido en la época.

Nuestro desventurado Mateo no tuvo más remedio que quedarse quieto. Afortunadamente la tortura no demoró demasiado tiempo más. No habrían pasado diez minutos cuando llegó Landulfo, precedido del ruidoso desorden de ovejas y cabras. El hombre tenía un aspecto menos fiero que al mediodía pero se veía muy bien que era mejor evitar cualquier conflicto. A la espalda llevaba terciada un hacha descomunal, que tomó en su mano antes de acercarse al prisionero. Mateo, demasiado maltratado y falto de toda fuerza a esas horas, no sintió miedo al ver el filo del hacha sino que repitió en aldunense: “¡Agua! ¡Agua!” Landulfo le entendió de inmediato y arrojando a un lado el hacha fue él mismo a traer un poco de agua. Ariadna se limitó a levantarse de la silla. En realidad era un mujer muy hermosa –alcanzó a notar Mateo aunque a esas horas tuviera cien cosas más urgentes y graves de qué preocuparse.

Landulfo le dio agua a Mateo sin desatarlo. Se sentó luego en el suelo, cerca de la silla de su princesa, y empezó a contarle en latín todo lo de su día. Tenía una voz profunda y muy agradable, aunque Mateo no entendía nada de lo que decía. En cierto punto de la conversación él sacó de entre sus ropas un cuaderno y, olvidado de la tortura que padecía el joven sobre la tabla, empezó a leerle algo a ella. Lo que sigue es la traducción.

“Yo puedo decir que estoy lejos de ti cuando tantas montañas y tantos valles me ocultan de tu vista; puedo decir que estoy lejos de ti porque tu voz se me esconde y el viento ya no me trae tu perfume. Yo estoy lejos de ti pero tú no estás lejos de mí. Te llevo en mi corazón, te has adueñado de mi alma, no tengo recuerdos sino para ti. Todo lo que veo me recuerda que tú existes y todo me cuenta que es verdad que me amas. Eres suave como la brisa y brillante como el amanecer; en ti habita el misterio más que en la tarde y…”

Hasta ahí iba la lectura emocionada de Landulfo cuando un grito de dolor se le escapó a Mateo; un calambre espantoso le agarró ambas piernas de modo que el hombre sintió que se moría. Landulfo oyó el grito pero no soltó el cuaderno, pues deseaba terminar su declaración de amor y juzgaba que lo más hermoso venía después. Volvió pues sus ojos al escrito y realmente iba a seguir la lectura cuando Mateo empezó a convulsionar de modo espantoso. Con aire de impaciencia Landulfo se acercó a él y le mostró el hacha pero el pobre joven no miraba ni entendía nada y se veía que apenas podía respirar; algo de baba le salía de los labios.

Landulfo decidió que era mejor desatarlo, por lo menos parcialmente. Aflojó los nudos que sujetaban las piernas. Mateo, que no dejaba de convulsionar como un poseso, empezó a agitar las piernas en el aire de modo tal que la tabla dio media vuelta y se cayó de los caballetes; el desventurado muchacho se fue al suelo cabeza abajo y la cara fue la que recibió el golpe y el peso del cuerpo. Ariadna, la princesa, dijo la palabra mágica: “Desine!” y ella y su esposo decidieron que ese pobre estaba demasiado maltrecho como para hacerle daño a nadie. Mateo había quedado semi-inconsciente y le salía mucha sangre de la boca y de la nariz, y el ojo izquierdo se le hinchaba por momentos. Landulfo le desató las manos con movimientos diestros y precisos e inmediatamente se las volvió a amarrar pero esta vez por delante y en torno a uno de los maderos que servían de soporte al techo de ese cobertizo. La cara del muchacho era un triste espectáculo de sangre, hinchazón, más sangre, congestión, pajas y mugre del suelo.

Una vez amarrado el ladrón, Landulfo invitó a su amada a escuchar el resto de la lectura pero ella indicó suavemente que sería mejor que entraran a la casa, de modo que con un par de gritos y gestos Landulfo hizo que el rebaño se recogiera; pasando luego tiernamente el brazo sobre los hombros de Ariadna le decía cosas lindas que la hacían sonreír y sonrojar. Mateo, que no había estado inconsciente ni siquiera con el golpe formidable de la caída, escuchó a lo lejos el canto hermosísimo de un pájaro que él no conocía. Ese canto le trajo una gota de consuelo. Si Juan hubiera estado ahí habría reconocido esa melodía inmediatamente.