¿Cuál de las ocho bienaventuranzas corresponde mejor con el don de sabiduría?

La séptima bienaventuranza se adapta de manera conveniente a la sabiduría lo mismo en cuanto al mérito que en cuanto al premio. En efecto, en cuanto al mérito está expresado en las palabras bienaventurados los pacíficos, y así son llamados los forjadores de la paz tanto en sí mismos como en los demás. Ahora bien, hacer la paz es volver las cosas al orden debido, ya que la paz, en expresión de San Agustín en XIX De civ. Dei, es la tranquilidad del orden, y dado que crear el orden compete a la sabiduría, como dice el Filósofo en el principio de los Metafísicas, sigúese de ello que el ser pacífico se atribuye de manera adecuada a la sabiduría.

Al premio, en cambio, corresponde lo que dicen las palabras serán llamados hijos de Dios. Algunos, en efecto, son llamados hijos de Dios en cuanto participan de la semejanza del Hijo unigénito y natural, según el testimonio del Apóstol: A quienes de antemano conoció, a ésos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo (Rom 8,29), que es la Sabiduría engendrada. Por eso, recibiendo el don de sabiduría, alcanza el hombre la filiación con Dios. (S. Th., II-II, q.45, a.6, resp.)


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¿Se da la sabiduría en todos los que tienen la gracia?

Como hemos expuesto (a.1 y 3), la sabiduría de que hablamos implica rectitud de juicio en lo que concierne a las cosas divinas que hay que contemplar y consultar. Desde esa doble perspectiva hay grados diferentes de sabiduría, según los modos de unión con Dios. En efecto, hay quienes tienen tanta rectitud de juicio cuanta es necesaria para la salvación, lo mismo en la contemplación de lo divino que en la ordenación de lo humano según las reglas divinas. Esta sabiduría no le falta a nadie que esté, por la gracia, sin pecado mortal, porque, si la naturaleza no falta en lo necesario, mucho menos la gracia. Por eso se ha escrito: La unción os enseñará en todo (1 Jn 2,27).

Pero algunos reciben la sabiduría en grado más eminente, no sólo en la contemplación de lo divino, en la medida en que penetran los misterios más profundos y los pueden manifestar a los demás, sino también en cuanto a la dirección de lo humano según las reglas divinas, en la medida en que son capaces de ordenarse a sí mismos y ordenar a los demás. Este grado de sabiduría no es común a cuantos tienen la gracia santificante, pues pertenece más bien a la gracia gratis data que el Espíritu Santo distribuye como quiere, a tenor de lo escrito por el Apóstol: A otro se da por el Espíritu palabra de sabiduría (1 Cor 12,8ss). (S. Th., II-II, q.45, a.5, resp.)


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La raíz del don de sabiduría

Como ya hemos expuesto (a.1; q.8 a.6), la sabiduría implica rectitud de juicio según razones divinas. Pero esta rectitud de juicio puede darse de dos maneras: la primera, por el uso perfecto de la razón; la segunda, por cierta connaturalidad con las cosas que hay que juzgar. Así, por ejemplo, en el plano de la castidad, juzga rectamente inquiriendo la verdad, la razón de quien aprende la ciencia moral; juzga, en cambio, por cierta connaturalidad con ella el que tiene el hábito de la castidad. Así, pues, tener juicio recto sobre las cosas divinas por inquisición de la razón incumbe a la sabiduría en cuanto virtud natural; tener, en cambio, juicio recto sobre ellas por cierta connaturalidad con las mismas proviene de la sabiduría en cuanto don del Espíritu Santo. Así, Dionisio, hablando de Hieroteo en el c.2 De div. nom., dice que es perfecto en las cosas divinas no sólo conociéndolas, sino también experimentándolas. Y esa compenetración o connaturalidad con las cosas divinas proviene de la caridad que nos une con Dios, conforme al testimonio del Apóstol: Quien se une a Dios, se hace un solo espíritu con El (1 Cor 6,7). Así, pues, la sabiduría, como don, tiene su causa en la voluntad, es decir, la caridad; su esencia, empero, radica en el entendimiento, cuyo acto es juzgar rectamente, como ya hemos explicado (1 q.79 a.3). (S. Th., II-II, q.45, a.2, resp.)


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¿Por qué la sabiduría es considerada don del Espíritu Santo?

Según el Filósofo, en el comienzo de los Metafísicas, incumbe al sabio considerar la causa suprema por la cual juzga ciertísimamente de todo, y todo debe ordenarse según ella. Ahora bien, la causa suprema se puede tomar en doble sentido: absolutamente y en un determinado género. Por tanto, quien conoce la causa suprema en un determinado género, y puede, gracias a ella, juzgar y ordenar cuanto pertenece a ese género, se dice de él que es sabio en ese género; es el caso, por ejemplo, de la medicina o de la arquitectura, conforme a lo que escribe el Apóstol: Como sabio arquitecto, puse los cimientos (1 Cor 3,10). Mas quien conoce de manera absoluta la causa, que es Dios, se considera sabio en absoluto, por cuanto puede juzgar y ordenar todo por las reglas divinas. Pues bien, el hombre alcanza ese tipo de juicio por el Espíritu Santo, a tenor de lo que escribe el Apóstol: El espiritual lo juzga todo (1 Cor 2,15), porque, como afirma allí mismo (v.10), El Espíritu lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios. Resulta, pues, evidente que la sabiduría es don del Espíritu Santo. (S. Th., II-II, q.45, a.1, resp.)


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Sobre el precepto del amor al prójimo

Este precepto está ordenado de manera aceptable, ya que expresa a la vez el motivo que hay para amar y el modo. El motivo de amar está expresado en la palabra misma prójimo. En efecto, debemos amar a los demás con caridad por estar próximos a nosotros tanto por razón de la imagen natural de Dios como por la capacidad de entrar un día en la gloria. Y no obsta en absoluto que se diga próximo o hermano, como en la primera carta de San Juan (4,20-21), o amigo, como en el Levítico (19,18), ya que con todas esas palabras se designa la misma afinidad.

El modo del amor queda expresado en las palabras como a ti mismo. Y eso no se debe entender en el sentido de que sea amado con igualdad, tanto como a uno mismo, sino de la misma manera. Esto se realiza de tres formas:

Primera: considerando el fin. Se ama al prójimo por Dios como se debe amar uno a sí mismo por Dios, para que así el amor al prójimo sea santo.

En segundo lugar, considerando la regla del amor: se debe concordar con el prójimo no en el mal, sino en el bien, para que así el amor del prójimo sea justo.

Por último, considerando el motivo del amor: no se ama al prójimo por propia utilidad y placer, sino simplemente porque, para el prójimo, como para uno mismo, se quiere el bien, a efectos de que el amor al prójimo sea verdadero. En efecto, quien ama al prójimo por propia utilidad y placer, no ama en realidad al prójimo, sino que se ama a sí mismo. (S. Th., II-II, q.44, a.6, resp.)


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¿Se puede cumplir en esta vida el precepto de amar a Dios?

Un precepto se puede cumplir de dos maneras: perfecta o imperfecta. Se cumple perfectamente cuando se llega hasta el fin que se propone quien da el precepto. Se cumple, en cambio, imperfectamente cuando, aunque no se llegue hasta el fin propuesto, sin embargo, no se aparta del orden que lleva ese fin, como cuando el general intima a los soldados a luchar: cumple perfectamente la orden el que triunfa del enemigo combatiendo, que ésa era la intención del jefe; la cumple, en cambio, también, aunque de manera imperfecta, quien sin lograr la victoria combatiendo, no actúa, sin embargo, contra la disciplina militar. Pues bien, Dios quiere con este precepto que el hombre esté unido totalmente a El, hecho que tendrá lugar en la patria, cuando Dios será todo en todos (1 Cor 15,28), y por eso se cumplirá de manera plena y perfecta allí. En esta vida, en cambio, se cumple también, aunque de manera imperfecta, y hay quien lo cumple con más perfección que otro cuanto más se asemeja a la perfección de la patria. (S. Th., II-II, q.44, a.6, resp.)


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¿Por qué hubo que dar DOS preceptos sobre el amor (a Dios y al prójimo)?

Según quedó expuesto al tratar el tema de los preceptos (1-2 q.91 a.3; q.100 a.1), éstos desempeñan en la ley la misma función que las proposiciones en las ciencias especulativas. En éstas, las conclusiones se encuentran contenidas virtualmente en los primeros principios. De ahí que quien conociera perfectamente los primeros principios en toda su virtualidad, no tendría necesidad de que se le propusieran por separado las conclusiones. Mas dado que no todos los que conocen los principios están en condiciones de considerar lo que se encuentra virtualmente en ellos, se hace necesario que, en atención a ellos, las conclusiones sean deducidas de los principios. Pues bien, en el plano de la acción en el que nos dirigen los preceptos de la ley, el fin tiene razón de principio, como hemos expuesto (q.23 a.7 ad 2; q.26 a.1 ad 1); y el amor de Dios es el fin al que se ordena el amor al prójimo. De ahí que no sólo es menestar dar preceptos sobre el amor de Dios, sino también sobre el amor al prójimo, en atención a quienes, por menos capaces, no captarían fácilmente la realidad de que uno de esos preceptos está incluido en el otro. (S. Th., II-II, q.44, a.2, resp.)


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Cuanto más perfecta una persona, menos se escandaliza

El escándalo pasivo implica en quien lo recibe cierta sacudida del alma respecto al bien. Nadie, en verdad, sufre sacudida alguna cuando está firmemente afincado en algo inconmovible. Pues bien, los mayores o perfectos se encuentran firmemente afianzados en Dios, cuya bondad es inmutable, y aunque están unidos a sus superiores, lo están solamente en la medida en que éstos lo están con Cristo, a tenor de las palabras del Apóstol: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo (1 Cor 4,16). De ahí que, por más que vean que los otros se comportan desordenadamente, ellos no declinan de su rectitud, según leemos en la Escritura: Quienes confían en el Señor son como el monte Sión; nunca sufrirán conmoción los que habitan en Jerusalén (Sal 124,2). De ahí que no se dará el escándalo en quienes viven perfectamente unidos a Dios por el amor, según estas palabras: Mucha paz para quienes aman tu ley. No hay escándalo para ellos (Sal 118,165). (S. Th., II-II, q.43, a.5, resp.)


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¿Es pecado mortal el escándalo?

Según hemos expuesto (a.1), el escándalo implica cierto tropiezo que dispone a la caída. De ahí que el escándalo pasivo puede ser a veces pecado venial, cuando solamente implica tropiezo; tal es, por ejemplo, el caso de quien por la palabra o la acción de otro experimenta un movimiento de pecado venial. Pero a veces el escándalo es pecado mortal, cuando el tropiezo conlleva la caída, como es el caso de quien por la palabra y la acción de otro llega hasta el pecado mortal.

En cuanto al escándalo activo, en el caso de que se produzca accidentalmente, puede ser a veces pecado venial. Es el caso, por ejemplo, de que alguien cometa pecado venial, o realice una acción que en sí misma no es pecado, sino que tiene apariencia de mal, junto con cierta indiscreción. A veces, sin embargo, es pecado mortal, o porque lo hecho lo es, o porque quien lo cometió desprecia la salvación del prójimo hasta el punto de no reprimirse de lo que le place. Pero si es escándalo en sí mismo activo e intenta seducir a otro a pecar mortalmente, es pecado mortal. Otro tanto ocurre en el caso de quien intenta inducir a otro al pecado venial, pero cometiendo una acción de pecado mortal. Pero si se intenta inducir a pecado venial cometiendo pecado venial, el escándalo es pecado venial. (S. Th., II-II, q.43, a.4, resp.)


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¿Qué es el escándalo?

Según expone allí mismo San Jerónimo, lo que en griego se llama «escándalo» lo podemos traducir por tropiezo, ruina o lesión del pie. Sucede, en efecto, que en el camino material se pone a veces un obstáculo, y quien tropieza en él corre el riesgo de caer; ese obstáculo se llama escándalo. Acontece igualmente en la vida espiritual que las palabras y acciones de otro inducen a ruina espiritual en cuanto que con su amonestación, solicitación o ejemplo arrastran al pecado. Esto es propiamente escándalo. Ahora bien, no hay nada que por su propia naturaleza induzca a ruina espiritual, a no ser que tenga algún defecto de rectitud. En efecto, lo que es perfectamente recto, lejos de inducir a la caída, preserva de ella. Por eso es buena la definición del escándalo: Dicho o hecho menos recto que ofrece ocasión de ruina. (S. Th., II-II, q.43, a.1, resp.)


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¿Es siempre pecado la riña?

Del mismo modo que la porfía implica contradicción de palabra, implica la riña contradicción con obras. Por eso, en torno al texto de Gálatas 5,20, comenta la Glosa diciendo que hay pendencia cuando por impulso de la ira mutuamente se agreden. De ahí que la riña es como una guerra privada que tiene lugar entre personas particulares, no en virtud de la autoridad pública, sino por voluntad desordenada. Por eso implica siempre pecado. Es pecado mortal en quien ataca a otro injustamente, ya que inferir daño a otro, llegando incluso a las manos, no se da sin pecado mortal. En quien se defiende, en cambio, puede darse sin pecado, pero a veces es pecado venial; otras, incluso, pecado mortal. Esto depende de los sentimientos que le animen y de la manera de defenderse. En efecto, si se defiende únicamente para repeler la injuria inferida y lo hace con moderación, ni es pecado ni se puede llamar propiamente riña por su parte. Pero si se defiende con espíritu de venganza y de odio, rebasando la moderación debida, es siempre pecado. Será pecado venial cuando va mezclada de un ligero movimiento de odio o de venganza, o no excede mucho la debida moderación; será, en cambio, mortal cuando se lanza contra quien le ataca con ánimo decidido a matarle o a perjudicarle gravemente. (S. Th., II-II, q.41, a.1, resp.)


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¿Son lícitas las estratagemas y trucos en la guerra (justa)?

La finalidad de la estratagema es engañar al enemigo. Pues bien, hay dos modos de engañar: con palabras o con obras. Primero, diciendo falsedad o no cumpliendo lo prometido. De este modo nadie debe engañar al enemigo. En efecto, hay derechos de guerra y pactos que deben cumplirse, incluso entre enemigos, como afirma San Ambrosio en el libro De Officiis.

Pero hay otro modo de engañar con palabras o con obras; consiste en no dar a conocer nuestro propósito o nuestra intención. Esto no tenemos obligación de hacerlo, ya que, incluso en la doctrina sagrada, hay muchas cosas que es necesario ocultar, sobre todo a los infieles, para que no se burlen, siguiendo lo que leemos en la Escritura: No echéis lo santo a los perros (Mt 7,6). Luego con mayor razón deben quedar ocultos al enemigo los planes preparados para combatirle. De ahí que, entre las instrucciones militares, ocupa el primer lugar ocultar los planes, a efectos de impedir que lleguen al enemigo, como puede leerse en Frontino. Este tipo de ocultación pertenece a la categoría de estratagemas que es lícito practicar en guerra justa, y que, hablando con propiedad, no se oponen a la justicia ni a la voluntad ordenada. Sería, en realidad, muestra de voluntad desordenada la de quien pretendiera que nada le ocultaran los demás. (S. Th., II-II, q.40, a.3, resp.)


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En caso extremo, ¿tiene sentido un cura en la guerrilla?

Hay muchas cosas necesarias para el bien de la sociedad humana. Pues bien, la diversidad de funciones está mejor atendida por varias personas que por una sola, como demuestra el Filósofo en su Política. Hay, además, ciertos negocios incompatibles entre sí que no pueden despacharse simultáneamente de forma adecuada. Por eso, a quienes se les encomiendan oficios mayores, se les prohiben los menores. Así, por ejemplo, las leyes humanas prohiben el comercio a los soldados encargados de los trabajos de la guerra. Esta clase de trabajos son, en realidad, del todo incompatibles con las tareas encomendadas a los obispos y a los clérigos por dos razones. La primera es de tipo general. Los trabajos de la guerra conllevan, en efecto, grandes inquietudes y, por lo mismo, son obstáculo para la entrega del alma a la contemplación de las cosas divinas, a la alabanza de Dios y a la oración por el pueblo, tareas que atañen al oficio de los clérigos. Por eso, igual que se prohibe a éstos el comercio porque absorbe mucho su atención, se les prohiben también los trabajos de la guerra, a tenor del testimonio del Apóstol: El que milita para Dios no se embaraza con los negocios de la vida (2 Tim 2,4).

Hay además otra razón especial. En efecto, las órdenes de los clérigos están orientadas al servicio del altar, en el cual, bajo el sacramento, se presenta la pasión de Cristo según el testimonio del Apóstol: Cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, otras tantas anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga (1 Cor 11,26). Por eso desdice del clérigo matar o derramar sangre; más bien deben estar dispuestos para la efusión de su propia sangre por Cristo, a fin de imitar con obras lo que desempeñan por ministerio. Por eso está establecido que los derramadores de sangre, aun sin culpa por su parte, incurren en irregularidad. Mas a quien está destinado a un cargo no se le permite aquello que le hace no apto para el mismo. En consecuencia, bajo ningún título les es permitido a los clérigos tomar parte en la guerra, ordenada a verter sangre. (S. Th., II-II, q.40, a.2, resp.)


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¿Hay alguna guerra lícita?

Tres cosas se requieren para que sea justa una guerra. Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra. No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la república ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo que la defienden lícitamente con la espada material contra los perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las palabras del Apóstol: No en vano lleva la espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal (Rom 13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los príncipes: Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos del pecador (Sal 81,41), y San Agustín, por su parte, en el libro Contra Faust. enseña: El orden natural, acomodado a la paz de los mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la guerra pertenezca al príncipe.

Se requiere, en segundo lugar, causa justa. Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. Por eso escribe también San Agustín en el libro Quaest.: Suelen llamarse guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado.

Se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal. Por eso escribe igualmente San Agustín en el libro De verbis Dom.: Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos. Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención. San Agustín escribe en el libro Contra Faust.: En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras. (S. Th., II-II, q.40, a.1, resp.)


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¿Un cismático conserva algo de la potestad que recibió en la Iglesia?

La potestad espiritual es doble: la sacramental y la de jurisdicción. La potestad sacramental es la conferida por la consagración. Pues bien, todas las consagraciones de la Iglesia son permanentes en tanto dure la consagración, como es evidente en las cosas inanimadas; así, el altar consagrado no se consagra de nuevo si no se destruye. Por tanto, dicha potestad permanece esencialmente en el hombre, que la recibió por consagración, mientras viva, aunque incurra en cisma o en herejía. Esto es evidente, dado que no es consagrado de nuevo al regresar a la Iglesia. Mas dado que la potestad inferior no debe actualizarse más que por la moción de un poder superior, como es también evidente en las cosas naturales, resulta de ello que ese hombre pierde el uso de su potestad, de suerte que no le sea permitido servirse de ella. Mas en el caso de que se sirvan de ella, surte efecto en el plano de los sacramentos, ya que en ellos el hombre no actúa sino como instrumento de Dios, y por eso los efectos sacramentales no quedan impedidos por cualquier culpa que tenga quien lo administre. La potestad, en cambio, de jurisdicción es la conferida por simple intimación humana. Esta potestad no se adquiere de manera inamovible, y por eso no permanece ni en el cismático ni en el hereje. De aquí que no pueden ni absolver, ni excomulgar, ni conceder indulgencias o cosas por el estilo, y, si lo hacen, carecen de valor. En consecuencia, cuando se dice que estos hombres no tienen potestad espiritual, se ha de entender del segundo tipo de potestad espiritual; y si se trata del primero, no se entiende en cuanto a la esencia de la misma, sino en cuanto a su legítimo uso. (S. Th., II-II, q.39, a.3, resp.)


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¿Es más grave oponerse a la fe o cometer cisma?

La gravedad del pecado puede precisarse de dos maneras: en su especie y en sus circunstancias. Y dado que las circunstancias son particulares y pueden variar al infinito, cuando se pregunta, en general, cuál de los pecados sea más grave, la cuestión debe entenderse sobre la gravedad que atañe al género de pecado. Ahora bien, el género o especie de pecado se toma del objeto, como se ha demostrado en otro lugar (1-2 q.72 a.2; q.73 a.3). Por eso, el pecado que se opone a mayor bien es más grave en su género, como el pecado contra Dios es mayor que el cometido contra el prójimo. Pues bien, es evidente que la infidelidad es pecado contra Dios mismo, en cuanto que es en sí mismo la verdad primera en que se apoya la fe. El cisma, en cambio, se opone a la unidad de la Iglesia, que es un bien participado, menor que Dios mismo. Resulta, pues, evidente que el pecado de infidelidad, por su naturaleza, es más grave que el de cisma. Esto no obsta para que algún cismático peque más gravemente que el infiel, sea por el desprecio mayor, sea por el peligro mayor que supone, sea por otras razones por el estilo. (S. Th., II-II, q.39, a.2, resp.)


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