El misterio de la Cruz, en San Pío y en nosotros

En nuestra época el Padre Pío es altamente conocido y amado en amplios círculos del mundo católico. Su vida extraordinaria en medio de la más profunda sencillez, la abundancia de milagros que rodearon su vida y el increíble impacto que tuvo en tantas personas producen fascinación e inspiran devoción en muchas personas, y por supuesto, esos frutos espirituales son de agradecer a Dios.

Sin embargo, podría pasarnos con este grande y humilde santo lo mismo que a veces ha sucedido con Francisco de Asís: una mirada superficial se queda con el Francisco puramente ecológico, poeta, buen mozo y buena persona, pero lo grandioso y valiente de sus opciones se nos pierde de vista.

Con el Padre Pío podría pasar lo mismo: sus frases célebres, que tanto se difunden por Internet, incluso confundiendo lo que sí dijo con lo que nunca dijo, al final nos presentan un perfil que, sin ser falso, deja por fuera al gran amor y el gran camino de su vida: la Cruz.

La raíz de la santidad de Pío de Pietrelcina es el amor, por supuesto, pero aor que lleva el sello más profundo que ningún amor puede tener, es decir, la perfecta identificación y fusión con el amado. Y si el Amado es Cristo, tal identificación lleva al camino de la Cruz porque la Cruz es el “amor más grande” de Jesucristo, allí donde Él dio toda su vida.

Si le quitamos el misterio de la Cruz a Cristo, solo nos queda un predicador “buenista,” cuyas propuestas son semejantes pero incluso menores a las de cualquier motivador actual porque los motivadores actuales hacen sus propuestas en términos de ganancias, mientras que Cristo tiene otra clase de “propuestas” como por ejemplo: amar a los enemigos y rezar por los que nos persiguen; o perdonar “setenta veces siete.”

Así como al quitar la Cruz al crucificado nos queda una figura descolorida, y en el fondo, inútil, así también, si apartamos el misterio de la Cruz de las vidas de los santos lo que quedan son anécdotas y frases motivacionales que no van a tener en nosotros el fruto que los mismos santos hubieran deseado. Lo que ellos más anhelan es que nuestra vida reciba y abrace el misterio del amor más grande: el misterio de la Cruz. Fue ese el anhelo de San Pío, el de San Francsico y el de todos los santos.

LA GRACIA del Martes 27 de Agosto de 2019

MEMORÍA DE SANTA MÓNICA

La verdadera perseverancia sale a flote cuando las situaciones nos gritan que nada puede mejorar pero nuestro amor a Dios y creer en su poder nos mueven a seguir adelante.

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Comienzos de la vida de San Pedro Claver, SJ

Pero vengamos ya a conocer la vida del gran San Pedro Claver, el jesuita que se hizo esclavo de los esclavos.

Un catalán de Verdú

En Cataluña, en el Valle de Urgel, provincia de Lérida, está el pueblo de Verdú, que a finales del XVI tenía unos 2.000 habitantes. Allí, en una hermosa masía, donde vivía un matrimonio de ricos labradores, Pedro Claver y Minguella y Ana Corberó y Claver, nació en 1580 San Pedro Claver. Su padre fue alcalde y regidor primero del pueblo. Y él fue el menor de varios hermanos, llamados Juan, Jaime e Isabel. Seguiremos su vida atendiendo a la biografía escrita por Angel Valtierra – Rafael M. de Hornedo.

Teniendo Pedro trece años, murió su madre, y poco después su hermano Jaime. El padre volvió a casarse, con Angela Escarrer, y muerta ésta, contrajo terceras nupcias, con Juana Grenyó. No parece que estos acontecimientos enfriaran en Pedro su cariño a la familia, pues en una carta a ella dirigida desde Mallorca se expresaba en un tono muy confiado y afectuoso.

De chico habría estudiado sus primeras letras con los beneficiados de la iglesia parroquial, y muy pronto sintió la vocación eclesiástica, pues a en 1595 recibió del Obispo de Vich la primera tonsura en Verdú. Y viendo sus padres esta inclinación vocacional, en el año 1596 o 1597 enviaron a Pedro a Barcelona, al estudio general, como estudiante externo. Allí realizó tres cursos de gramática y retórica. En 1601 ingresó en el Colegio de Belén, de los jesuitas.

En la Compañía de Jesús, con vocación de esclavo

Estando en el Colegio de Belén, de Barcelona, se decidió Pedro a ser jesuita, y en 1602, con veintidós años, entró en el noviciado de Tarragona. Los dos años que allí vivió marcaron en él la espiritualidad ignaciana para siempre.

La Compañía de Jesús, por esos decenios, estaba en plena expansión. Por esos años, concretamente al morir San Ignacio en 1556, la Compañía tenía ya unas cien casas y unos mil religiosos. Y en 1615, a la muerte del padre Aquaviva, cuarto General, había unos 13.000 jesuitas distribuídos en 372 colegios, 156 residencias y 41 noviciados. El ímpetu misionero de los jesuitas, encabezado por San Francisco de Javier (1506-1552), fue desde un principio formidable, de tal modo que ya muy pronto se extendieron por todo el mundo cristiano y por las misiones. Desde el último cuarto del siglo XVI desplegaron su gran fuerza misional por toda América.

El hermano Nicolás González, que acompañó a San Pedro Claver en Cartagena durante veintidós años, cuenta que cuando el padre hizo en 1604 sus votos, escribió en un cuaderno de notas que llevaba siempre consigo: «Hasta la muerte me he consagrar al servicio de Dios, haciendo cuenta que soy como esclavo que todo su empleo ha de ser en servicio de su Amo y en procurar con toda su alma, cuerpo y mente agradarle y darle gusto en todo y por todo».

Al realizar con tanto amor esta consagración personal al Señor, el padre Claver tenía veinticinco años, y según un contemporáneo era un hombre «esforzado, enérgico y robusto, con un rostro perfecto y regular, iluminado por ojos grandes y negros, por los cuales brota el fuego de su alma juvenil, cuerpo con una gran entereza física, aún no gastado y atenazado por aquella melancolía que será típica en sus últimos años».

Durante un año en Gerona completó sus estudios de latín, griego y oratoria. Ya estaba entonces espiritualmente maduro para un encuentro decisivo, dispuesto para él en Mallorca por la providencia amorosa de Cristo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Los malos servidores

“Cuando sus supuestos amigos hablan de la “Iglesia de Francisco”, ¿son conscientes del daño que le hacen al Papa, el mismo que hubieran hecho a sus predecesores sus simpatizantes si hubieran hablado de la “Iglesia de Juan Pablo” o de la “Iglesia de Benedicto”? Sólo hay y puede haber una Iglesia, la de Cristo, y atribuir a una persona la paternidad de la Iglesia implica, aunque sea de modo implícito, poner a esa persona en un nivel superior que el de Nuestro Señor, con todo lo que eso significa…”

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¿Por qué se representa a Santo Domingo de Guzmán con una estrella en la frente?

El portal dominicos.org lo explica: Una antigua Leyenda cuenta que durante el bautismo de Domingo apareció una estrella sobre su frente. Por medio de su vida y predicación, Domingo fue como un faro guiando almas hacia Cristo. Desde sus años de estudiante en Palencia, España, donde vendió sus valiosos libros para conseguir dinero para ayudar a los pobres que estaban sufriendo por una gran sequía, y donde llegó a ofrecerse él mismo a ser vendido como esclavo para redimir a cristianos cautivos por los Moros, a aquella noche, en un viaje a Dinamarca, que pasó en conversación con el hospedero hereje, atrayéndole por fin otra vez a la fe verdadera, a su etapa en el Languedoc, donde pasó los mejores años de su vida, hasta su enseñanza y predicación, hasta la fundación de su Orden, Santo Domingo fue siempre una estrella brillante que atrajo almas perdidas a Cristo.

LA GRACIA del Lunes 29 de Julio de 2019

MEMORIA DE SANTA MARTA DE BETANIA

Cristo es quien apresura el tiempo de Dios haciendo que su verdad aparezca en nuestras vidas y nuestra fe se levante por encima del dolor y la decepción.

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LA GRACIA del Jueves 25 de Julio de 2019

FIESTA DE SANTIAGO, APÓSTOL

La fuerza del Evangelio en España muy seguramente tiene que ver con esa primera semilla de evangelización y con las oraciones de este apóstol y mártir.

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Santo Tomás Moro, el humanista cristiano

“Han caído en mis manos las Cartas de un humanista (ed. Rialp), donde se contienen tres cartas traducidas del latín por la profesora Concepción Cabrillana. Me ha gustado especialmente la carta a la Universidad de Oxford de 1518, en la que Moro defiende la necesidad de integrar en los estudios de teología cristiana los métodos de la cultura humanística. Moro es muy consciente de algo en lo que no habían reparado los que convirtieron la teología medieval en una sucesión de disputas más preocupadas por la forma que por el fondo: no se puede separar Jerusalén de Atenas y Roma, no se puede enseñar una teología en la que esté ausente la filosofía. De hecho, el humanista inglés está intuyendo, antes de que se produzca la marea de la Reforma que cambiará la historia de Europa, que el arrinconamiento de los clásicos griegos y latinos solo puede llevar a un fundamentalismo literalista, sin alma…”

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Aprobado el milagro atribuido al Arzobispo Fulton Sheen para su beatificación

“El milagro involucra la recuperación inexplicable de James Fulton Engstrom, un niño que aparentemente nació muerto en septiembre de 2010 de Bonnie y Travis Engstrom de la ciudad de Goodfield, en el área de Peoria. No mostró signos de vida cuando los profesionales médicos trataron de revivirlo. La madre y el padre del niño oraron al Arzobispo Sheen para curar a su hijo. Tras 61 minutos sin que le latiera el corazón y justo en el momento en que un médico iba a declararle muerto, el niño volvió a la vida. Tras unas semanas ingresado en un hospital, volvió a su hogar y ahora es un joven muchacho lleno de salud…”

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La muerte de un santo

Muerte en el día previsto

El uno de enero de 1581 cumplió fray Luis sus cincuenta y cinco años, sabiendo que iba a morir pronto; conoció incluso la fecha: el 9 de octubre, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Ese conocimiento, así consta, llegó a hacerse público en Valencia. Así por ejemplo, en los primeros meses de ese año, el prior de la Cartuja de Porta-Coeli se enteró de tal fecha por el Patriarca y por otras personas, y al volver al monasterio escribió en un papel: «Anno 1581, in festo Sancti Dionisii, moritur fr. Ludovicus Bertrandus». Selló luego el papel, y lo guardó en la caja fuerte del monasterio con el siguiente sobreescrito: «Secreto que ha de ser abierto en la fiesta de Todos los Santos del año 1581».

Todavía predicó San Luis algunos sermones importantes, pero ya no pensaba sino en morir en los brazos de Cristo. Pero tampoco entonces le dejaban tranquilo, y por su celda de moribundo pasaba una procesión interminable de visitantes, llenos de solicitud y veneración. Aún hizo algunos milagros, y uno de ellos estando en su lecho de muerte: a ruegos de su buen amigo el caballero don Juan Boil de Arenós, cuya hija doña Isabel estaba agonizando de un mal parto, consiguió con su oración volverla a la salud.

El más asiduo y devoto de sus visitantes fue el Patriarca, San Juan de Ribera, tanto que terminó por llevarse al enfermo a su casa arzobispal de Godella. Allí el arzobispo, según cuentan testigos, «le componía la cama, le acomodaba los paños de las llagas que tenía en las piernas y besábalas con profunda humildad y devoción». Según refiere el padre Antist, «él mismo le cortaba el pan y la comida. Daba también la bendición y las gracias y, en más de una ocasión, le sirvió de rodillas la bebida y aun le ponía los bocados en la boca. Acabada la cena, se estaba muchas veces el Patriarca con fray Luis hablando de cosas del espíritu en la ventana, porque el benigno padre gustaba en extremo de mirar al cielo, que, en fin, era su casa». Del contenido de aquellas altas conversaciones, sólo los ángeles de Dios guardan relación exacta.

Vuelto al convento, aún vive un mes postrado. Y cuando algunos amigos le hacen música en la celda, él esconde su rostro bañado en lágrimas bajo la sábana, pues ya presiente la bienaventuranza celestial. El 6 de octubre pregunta en qué día está, y cuando se lo dicen, hace la cuenta: «¡Oh, bendito sea Dios! ¡Aún me quedan cuatro días!». Cuando llegó el día, se volvió hacia San Juan de Ribera, su amado arzobispo: «Monseñor, despídame, que ya me muero. Dadme vuestra bendición».

Y ese día murió, justamente, el 9 de octubre de 1581, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Paulo V lo beatificó en 1608, y Clemente X lo incluyó en 1671 entre los santos de Cristo y de su Iglesia.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Cuando los santos se hacen amigos

Santos amigos del santo

Cuando el caso de los iluminados de Valencia, San Luis en su famoso sermón avisó con gran severidad que debían evitar «las pláticas de visiones en sus casas, aunque parezcan del cielo, ni arrobos, etc., por la gran perturbación y daño espiritual que pueden ocasionar a las almas». Sin embargo, el más íntimo de sus amigos, el franciscano Beato Nicolás Factor, con el que muchas veces se juntaba para hablar de temas espirituales, se caracterizó por la frecuencia y profundidad de sus éxtasis. En la celda de fray Luis, donde solían reunirse, era frecuente que, al tocar ciertos temas espirituales, fray Nicolás quedara extático en una suspensión de los sentidos que en ocasiones duraba horas. En estas ocasiones, fray Luis, que no solía tener estos arrobos contemplativos, se estaba orando en silencio, adorando al Señor, haciendo compañía a su santo hermano franciscano, hasta que éste volvía en sí.

San Luis Bertrán nunca dudó de la veracidad de tales éxtasis, y así lo declaró, como se adujo en el Proceso de beatificación de fray Nicolás. Santo varón fue éste, gran maestro en cosas espirituales, y buen escritor, como se aprecia en su breve escrito sobre Las tres vías, uno de los pocos que se conservan de él. El Beato Nicolás siempre estuvo convencido de la santidad de su amigo fray Luis. Una carta que le escribió terminaba así: «Rogad a Dios por mí, Sancte Ludovice Bertrán». Y una vez, desde el púlpito, dijo ante mucha gente: «Yo no soy santo, pero fray Luis Bertrán, sí».

Otro gran amigo de fray Luis, como veremos, fue San Juan de Ribera, que era en Valencia un arzobispo santo (1569-1611), al estilo reformador de Trento, como lo eran en Milán San Carlos Borromeo o en Lima Santo Toribio de Mogrovejo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.