El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia, y los maravillosos aspectos que adquiere «en Cristo y en la Iglesia», no excluyen ni atenúan en modo alguno la práctica externa de esta virtud, más aún, exigen con particular urgencia su necesidad y estimulan a la Iglesia -atenta siempre a los signos de los tiempos- a buscar, además de la abstinencia y el ayuno, nuevas expresiones, más capaces de realizar, según la condición de las diversas épocas, el fin de la penitencia.
[…] La verdadera penitencia no puede prescindir de una «ascesis» que incluya la mortificación del cuerpo; todo nuestro ser, cuerpo y alma (más aún, la misma naturaleza irracional, como frecuentemente nos recuerda la Escritura), debe participar activamente en este acto religioso, en el que la criatura reconoce la santidad y majestad divina. La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta, pues, claramente, si se considera la fragilidad de nuestra naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios. Este ejercicio de mortificación del cuerpo -ajeno a cualquier forma de estoicismo- no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir; al contrario, la mortificación corporal mira por la «liberación” del hombre, que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia desordenada, como encadenado por la parte sensitiva de su ser; por medio del «ayuno corporal» el hombre adquiere vigor y, «esforzado por la saludable templanza cuaresmal, restaña la herida que en nuestra naturaleza humana había causado el desorden».
En el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia -aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo-, se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo.
Contra el real y siempre ordinario peligro del formalismo y fariseísmo, en la Nueva Alianza los Apóstoles, los Padres, los Sumos Pontífices, como lo hizo el Divino Maestro, han condenado abiertamente cualquier forma de penitencia que sea puramente externa. En los textos litúrgicos y por los autores de todos los tiempos se ha afirmado y desarrollado ampliamente la relación íntima que existe en la penitencia, entre el acto externo, la conversión interior, la oración y las obras de caridad.
Por ello, la Iglesia –al paso qué reafirma la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia (valores capaces como ninguno para devolver hoy al mundo el sentido de Dios y de su soberanía sobre el hombre, y el sentido de Cristo y de su salvación)– invita a todos a acompañar la conversión interior del espíritu con el ejercicio voluntario de obras externas de penitencia:
a) Ante todo insiste en que se ejercite la virtud de la penitencia con la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, con la aceptación de las dificultades procedentes del trabajo propio y de la convivencia humana, con el paciente sufrimiento de las pruebas de la vida terrena y de la inseguridad que la invade, que es causa de ansiedad.
b) Los miembros de la Iglesia afligidos por la debilidad, las enfermedades, la pobreza, la desgracia, o «los perseguidos por causa de la justicia», son invitados a unir sus dolores al sufrimiento de Cristo, para que puedan no sólo satisfacer más intensamente el precepto de la penitencia, sino también obtener para los hermanos la vida de la gracia, y para ellos la bienaventuranza que se promete en el Evangelio a quienes sufren.
c) Los sacerdotes, más íntimamente unidos a Cristo por el carácter sagrado, y quienes profesan los consejos evangélicos para seguir más de cerca el «anonadamiento» del Señor y tender más fácil y eficazmente a la perfección de la caridad, han de satisfacer de forma más perfecta el deber de la abnegación.
La Iglesia, sin embargo, invita a todos los cristianos, indistintamente, a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria.
[De la Constitución apostólica de S.S. Pablo VI por la que se reforma la disciplina eclesiástica de la Penitencia].