Descartes puso de moda las ideas claras y distintas. Una moda que lleva cuatro siglos y que sin embargo no soluciona todo. Preguntemos por ejemplo esto: ¿cuándo empieza a ser “humano” un embrión? Hay gente que pide una respuesta “clara” a esa pregunta. El motivo de esa claridad es poder definir hasta qué día y hora es lícito matar lo concebido.
La verdad es que las preguntas “claras” acechan por todas partes a la moral de hoy. La gente quiere encontrar –y sacarle una foto bien clara– al mítico gen de la homosexualidad, pues se sabe (o presiente, o desea) que se encuentre un gen que demuestre que la homosexualidad sí es natural y que por lo mismo cualquier marginación o discriminación legal de los homosexuales es “contra natura.”
Detrás de toda esa claridad se quiere definir exacta y precisamente en dónde empieza la vida y en dónde empieza la conciencia. El propósito es kantiano: se supone que no debemos hacer de un ser humano un instrumento o herramienta (un “medio”) pero en cambio lo que no es humano sí puede ser tomado como herramienta. Si un embrión no es humano sirve para hacer piezas de repuesto que salven a alguien del Parkinson o el Alzheimer.
La claridad existe también en lo civil, porque a las 00:01 horas del día de su cumpleaños número 18 (o 21 para algunas cosas o lugares) una persona adquiere derechos que no tenía. Y la misma claridad se pide y se exige en lo académico. Conocí una joven que perdió un año de estudios en Bélgica porque le faltó medio punto para tener el promedio requerido: algo así como lograr 2.95 y no 3. Ese medio punto indica que es inepta, y que por tanto debe repetir un año de su vida y gastar otros miles de euros, según el sistema académico vigente.
La vida misma, sin embargo, parece funcionar en otras claves. El primer minuto del cumpleaños número 18 no te hará una persona esencialmente distinta de quien eras en el último minuto del día anterior. El último segundo de inconciencia de un feto, cuando según los abortistas se le puede matar, no difiere del primer segundo de conciencia, pues todos los procesos de la gestación suceden en un continuo que sólo arbitrariamente podríamos seccionar.
Lo que yo he visto es que la búsqueda del minuto y el segundo es una tendencia bastante masculina y bastante propia de quien quiere saber “a qué atenerse.” La “ambigüedad” típicamente femenina, en cambio, sabe ver lo que hay y también lo que hubo y también lo que puede llegar a haber. Esa mirada que se explaya en el tiempo hace que se produzcan milagros, literalmente. Si no, que se lo pregunten a la madre de Tito Mukhopadhyay, que ha padecido una forma de autismo severo, según informa la edición en inglés de la National Geographic para marzo de 2005.
Los exámenes indicaban “con toda claridad” que no había nada que hacer con Tito. Ella en cambio decidió abrirse paso en una senda que no prometía mayor cosa. Se convirtió en profesora de su hijo, que acaba de publicar su primer libro. El chico, con todas las limitaciones de su autismo, es hoy capaz de sumar, restar, disfrutar la literatura… y escribir, que es su modo de comunicarse. Ahora los científicos ven “claramente” que no entienden los misterios del autismo. El amor indoblegable de una madre obstinada mostró un camino donde sólo había brumas y malos presagios.
La ambigüedad puede ser entonces una forma de conocimiento y un criterio de acción en ciertas circunstancias. No me extraña por consiguiente que Cristo sea tan tremendamente ambiguo en su predicación. De hecho, comparado con el Pentateuco sale perdiendo en claridad, pues la Ley de Moisés, super-interpretada por las escuelas rabínicas, estipulaba las cosas con toda claridad, incluyendo cuántos pasos se podía dar en un día sábado o de qué manera había que lavarse después de haber saludado a un pagano en el mercado. Frente a esa deslumbrante claridad, Cristo propone un mensaje que parece contradictorio o por lo menos ambiguo. En esa ambigüedad, sin embargo, habita la fuerza de un amor como el de la mamá de Tito, un amor que nos transforma en lo que nadie podía imaginar.