Un experimento fallido
El Concilio Vaticano II quiso entablar un diálogo con el mundo sin un propósito expreso de conversión. El experimento salió mal. Hablarle al mundo sin convertir al mundo trae enemigos de fuera y quita amigos por dentro. Los de fuera terminaron acusando a la Iglesia de pretenciosa y dogmática, y de entrometerse en todo lo público. La única Iglesia que les gusta a los de fuera es la que no existe, o por lo menos, no existe más allá de las devociones privadas.
En cuanto a los de dentro, muchos de la línea progresista consideraron que entender a la Iglesia en términos “puramente” humanos era no sólo posible sino necesario, y que era la mejor manera de ejercer presión para lograr cambios muy deseados.
Estos grupos siguen activos y hoy imaginan que los recursos propios de la sociedad civil, como por ejemplo, votaciones masivas, manifestaciones, uso extenso de los medios de comunicación, lograrán que la Iglesia termine de adoptar en su conjunto los estilos y métodos de la democracia secular.
Los años del inmediato postconcilio contemplaron cómo brotaban los espectros de la deserción, la apostasía y la confusión, también entre los sacerdotes y religiosos. Tiene su sentido: si las alegrías y angustias son las mismas adentro o fuera, da lo mismo adentro que fuera. No es la intención que tuvieron los padres conciliares; tampoco es lógica perfecta; pero sí es la lógica que de hecho se puso en práctica.
Aunque ese no es el cuadro completo. Hubo también ilusión y una brisa suave de esperanza en muchos, sobre todo los que conocían mejor el talante y las posibilidades que abrían los documentos conciliares. Para ellos, la idea de que la Iglesia es una realidad viva en la que es posible participar generó enorme entusiasmo, aunque éste dio paso relativamente pronto a la decepción, cuando se vio que las autoridades eclesiásticas empezaron a dar a los textos interpretaciones más y más conservadoras. Estamos hablando de los años setentas.
La publicación del código de Derecho Canónico (1983), la promulgación del Catecismo de la Iglesia (1992), y otros hechos, como los famosos documentos sobre la Teología de la Liberación, vinieron a afianzar en este sector de la Iglesia la idea de que el espíritu del Concilio estaba siendo ahogado por una nueva oleada de legalismo y de búsqueda de privilegios, una acusación injusta y sólo parcialmente real. En todos los tiempos hay personas que buscan poder y privilegios: eso no viene del preconcilio ni del postconcilio. En cambio, es irreal pensar que la “verdadera” interpretación es la que brota de la rebeldía frente al poder.
Muy al contrario, los hechos muestran que las referencias firmes, y no la subversión, tienen más y más atractivo entre los fieles laicos, particularmente entre los jóvenes. Prácticamente reciben vocaciones de consagración sólo los estilos donde la autoridad, las renuncias y las opciones vigorosas están a la vista. Aunque el fenómeno es complejo, y seguramente hay intereses creados de todas partes, sí resulta claro que la apuesta mayoritaria entre los creyentes de hoy no va por un modelo humanista “horizontal” en que todo se supone que puede ser esclarecido y/o negociado. ¡Para tener ese humanismo no hay ni siquiera que ser creyente!