Los ciudadanos y las ciudadanas, los niños y las niñas

Enseña la Real Academia de la Lengua Española:

Este tipo de desdoblamientos son artificiosos e innecesarios desde el punto de vista lingüístico. En los sustantivos que designan seres animados existe la posibilidad del uso genérico del masculino para designar la clase, es decir, a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos: Todos los ciudadanos mayores de edad tienen derecho a voto.

La mención explícita del femenino solo se justifica cuando la oposición de sexos es relevante en el contexto: El desarrollo evolutivo es similar en los niños y las niñas de esa edad. La actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina va contra el principio de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas. Por tanto, deben evitarse estas repeticiones, que generan dificultades sintácticas y de concordancia, y complican innecesariamente la redacción y lectura de los textos.

El uso genérico del masculino se basa en su condición de término no marcado en la oposición masculino/femenino. Por ello, es incorrecto emplear el femenino para aludir conjuntamente a ambos sexos, con independencia del número de individuos de cada sexo que formen parte del conjunto. Así, los alumnos es la única forma correcta de referirse a un grupo mixto, aunque el número de alumnas sea superior al de alumnos varones.

Beatos Juan y Antonio (+1529)

«Dos años después de la muerte del niño Cristóbal, vino aquí a Tlaxcallan un fraile dominico llamado fray Bernardino Minaya, con otro compañero, los cuales iban encaminados a la provincia de Huaxyacac. A la sazón era aquí en Tlax-calan guardián nuestro de gloriosa memoria fray Martín de Valencia, al cual los padres dominicos rogaron que les diese algún muchacho de los enseñados para que les ayudasen en lo tocante a la doctrina cristiana. Preguntados a los mu-chachos si había alguno que por Dios quisiese ir a aquella obra, ofreciéronse dos muy bonitos y hijos de personas muy principales. Al uno llamaban Antonio –éste llevaba consigo un criado de su edad que decían Juan–, al otro llamaban Diego».

Conociendo fray Martín la peligrosidad de aquella misión, les puso muy sobre aviso para que lo pensaran bien. «A esto, ambos los niños conformes, guiados por el Espíritu Santo, respondieron: “Padre, para eso nos has enseñado lo que toca a la verdadera fe; ¿pues cómo no había de haber entre tantos quien se ofreciese a tomar trabajo por servir a Dios? Nosotros estamos aparejados para ir con los padres, y para recibir de buena voluntad todo trabajo por Dios”».

Recibieron la bendición de fray Martín, y se fueron los muchachos con los dos dominicos, «y allegaron a Tepeyacac, que es casi diez leguas de Tlaxcallan. Aquel tiempo en Tepeyacac no había monasterio como le hay ahora, y iban [los misioneros] muy de tarde en tarde, por lo cual aquel pueblo y toda aquella provincia estaba muy llena de ídolos, aunque no públicos. Luego aquel padre fray Bernardino Minaya envió a aquellos niños a que buscasen por todas las casas de los indios los ídolos y se los trajesen». Ellos conocían la lengua, y normalmente, por ser niños, podían realizar tal empeño sin que peligrasen sus vidas.

«En esto se ocuparon tres o cuatro días, en los cuales trajeron todos los [ídolos] que pudieron hallar. Y después apartáronse más de una legua del pueblo a buscar si había más ídolos en otros pueblos que estaban allí cerca. Al uno llamaban Coat-lichan, y al otro le llaman el pueblo de Orduña, porque está encomendado a un Francisco de Orduña».

«De unas casas de este pueblo sacó aquel niño llamado Antonio unos ídolos, y iba con él el otro su paje llamado Juan. Ya en esto algunos señores y principales se habían concertado de matar a estos niños, según después pareció. La causa era porque les quebraban los ídolos y les quitaban sus dioses. Vino aquel Antonio con los ídolos que traía recogidos del pueblo de Orduña, a buscar en el otro que se dice Coatlichan, si había algunos. Y entrando en una casa, no estaba en ella más de un niño guardando la puerta, y quedó con él el otro su criadillo. Y estando allí vinieron dos indios principales, con unos leños de encina, y en llegando, sin decir palabra, descargan sobre el muchacho llamado Juan, que había quedado a la puerta, y al ruido salió luego el otro Antonio, y como vio la crueldad que aquellos sa-yones ejecutaban en su criado, no huyó, antes con grande ánimo les dijo: “¿Por qué me matáis a mi compañero que no tiene él la culpa, sino yo, que soy el que os quito los ídolos porque sé que son diablos y no dioses? Y si por ellos lo habéis, tomad-los allá, y dejad a ése que no os tiene culpa”. Y diciendo esto, echó en el suelo unos ídolos que en la falda traía. Y acabadas de decir estas palabras ya los dos indios tenían muerto al niño Juan, y luego descargan en el otro Antonio, de manera que también allí le mataron».

Ocultaron los cuerpos en una barranca, cerca del pueblo de Orduña. Pero pronto se organizó una búsqueda minuciosa y hallaron los restos. El escándalo fue grande, entre otras cosas porque «aquel Antonio era nieto del mayor señor de Tlax-callan, que se llamó Xicotencatl, que fue el principal señor que recibió a los españoles cuando entraron en esta tierra, y los favoreció y sustentó con su propia hacienda. Antonio había de heredar al abuelo, y así ahora en su lugar lo posee otro su hermano menor que se llamado don Luis Moscoso». Hallados los cuerpos, los matadores fueron presos, confesaron su crimen y fueron ahorcados. Estaban arrepentidos de lo hecho, y «rogaron que los bautizasen antes que los matasen».

«Cuando fray Martín de Valencia supo la muerte de los niños, que como a hijos había criado, y que habían ido con su licencia, sintió mucho dolor, y llorá-balos como a hijos, aunque por otra parte se consolaba en ver que había ya en esta tierra quien muriese confesando a Dios».

También Juan y Antonio fueron declarados beatos por Juan Pablo II el 6 de mayo de 1990.

En 1527, a seis años de la conquista, había ya en México indios cristianos dispuestos a morir por confesar a Cristo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.