Justificación teológica de las destrucciones de ídolos y templos

La destrucción de los ídolos, en todo caso, desde el punto de vista estrictamente racional, puede considerarse como una cuestión etnográfica, arqueológica y de política concreta que se presentó en aquellas circunstancias históricas. Así, por ejemplo, Cortés, en lugar de considerar conveniente para el dominio hispano la destrucción de los templos, al conocer cuando regresó de las Hibueras los derribos ya hechos, «mostró tener gran enojo, porque quería que estuviesen aquellas casas de ídolos por memoria» (+J.L. Martínez 398). A su juicio hubiera convenido conservar aquellos templos espan-tosos, como hoy, por ejemplo, se conservan en Auswichtz el campo de concentración y sus hornos crematorios.

Pero los frailes miraban ante todo por el bien espiritual de los indios, y a esa luz, la de la fe, veían que la destrucción de los ídolos era necesaria. A ellos, a los frailes, más que a ningún otro grupo humano, deben la arqueología, la etnografía y la lingüística informaciones preciosas sobre la cultura de aquellos pueblos. Pero, en cualquier caso, el valor de la fe debía ser afirmado por encima de cualesquiera otros.

Los misioneros del XVI, en definitiva, mantenían ante las encarnaciones simbólicas de los poderes del Maligno una actitud semejante al de los primeros Apóstoles. Cuenta, por ejemplo, San Lucas que en Efeso, ante la predicación de San Pablo y los prodigios que realizaba, «todos quedaban espantados y se proclamaba la grandeza del Señor Jesús. Muchos de los que ya creían iban a confesar pública-mente sus malas prácticas, y buen número de los que habían practicado la magia hicieron un montón con los libros y los quemaron a la vista de todos. Calculado el precio, resultó ser cincuenta mil monedas de plata» (Hch 19,17-19).

Una similar actitud, llena de energía apostólica, fue la de un San Martín de Tours, que en las Galias, a fines del siglo IV, iba por pueblos y campos desafiando las divinidades druídas, y abatiendo, con riesgo de su vida, templos, ídolos y árboles sagrados; o la de San Wilibrordo, que hizo lo mismo entre los frisones… Y ésta fue la actitud de los misioneros del XVI, que no tenían en su actividad misional otra referencia que la de los Apóstoles primeros o la de las limitadas y admirables expediciones misioneras de la Edad Media.

En este sentido, cuando Robert Ricard examinaba la destrucción de ídolos y templos en México, decía con razón: «Hay que esforzarse en ver la cuestión como la veía un misionero [entonces]: para su criterio la fundación de la Iglesia de Cristo, la salvación de las almas, aunque fuera una sola, de valor infinito, representa mucho más que la conservación de unos cuantos manuscritos paganos o unas cuantas esculturas ido-látricas. No cabe reprobarles su conducta: era lógica y ajustada a la conciencia… Ni el arte ni la ciencia tienen derechos si son un estorbo para la salvación de las almas o para la fundación de la Iglesia» (105).

En la América del XVI, concretamente, si los ídolos y templos hubieran sido respetados, los indígenas ciertamente habrían entendido que los españoles creían en sus dioses y les temían, siquiera sea un poco, puesto que siendo vencedores, no se atrevían sin embargo a destruir sus signos, como para ellos hubiera sido lo normal. Pues bien, si esto justificaba esas destrucciones desde el punto de vista cívico, aún más en cuanto a las ventajas espirituales.

Por eso escribe Mendieta: «Cuanto a lo espiritual (que principalmente deseaban los frailes), bien se experimentó el provecho que resultó de destruir los templos e ídolos. Porque viendo los infieles que lo principal de ellos estaba por tierra, desmayaron en la prosecución de su idolatría, y de allí adelante se abrió la puerta para ir asolando lo que de ella quedaba… Antes fue tanta la cobardía y temor que de este hecho cobraron, que no era menester más de que el fraile enviase alguno de los niños con sus cuentas o con otra señal, para que hallándolos en alguna idolatría o hechicería o borrachera se dejasen atar de ellos» (III,21).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

LA GRACIA del Jueves 28 de Enero de 2016

MEMORIA SANTO TOMÁS DE AQUINO, PRESBÍTERO Y DOCTOR DE LA IGLESIA

Santo Tomás de Aquino nos enseña con su testimonio y escritos que la búsqueda de la sabiduría es el ejercicio honesto de la inteligencia, la cual es santificada por nuestra fe.

[REPRODUCCIÓN PERMITIDA – Ayúdanos a divulgar este archivo de audio en las redes sociales, blogs, emisoras de radio, y otros medios.]

¿Y si la homosexualidad fuera innata?

¿Y cuando no se encuentra ninguna circunstancia anómala familiar o en el entorno que explique la atracción por el mismo sexo? – J.R.

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Durante años he atendido,siempre con respeto y con gusto, a las personas que manifiestan la tendencia de la que aquí se habla. Mi experiencia, en 24 años de atención pastoral SIEMPRE ha conducido a experiencias como las que muestra este testimonio.

Por otro lado, no años sino DÉCADAS de búsqueda frenética del “gen gay” no han arrojado ningún resultado.

Y aunque hubiera una tendencia “de nacimiento” –que, repito, yo nunca he encontrado, y sigo abierto a entrevistar y servir personas homosexuales–aunque hubiera esa tendencia, eso no dice NADA sobre el contenido moral de tal opción.

En efecto, hay muchas cosas que uno puede experimentar como tendencias que lo han acompañado desde la más tierna infancia. ¿Ese hecho legitima automáticamente tales comportamientos, sólo porque siempre me han acompañado?

Creo que hay personas que desean que se otorgue un estatuto único e intocable a los temas sexuales pero desde un ángulo amplio y sereno sobre el comportamiento humano, no hay por qué hacer tales distinciones. El bien y el mal existen en nuestra praxis sexual y por eso la sexualidad no está afuera de las consideraciones propias de la reflexión ética y de la teología moral.

Así pues, si una persona desde su más tierna infancia muestra una personalidad explosiva y agresiva, hasta maltratar y dañar a otros, ¿qué hacemos, qué le decimos? Le decimos que, como nació así puede seguir adelante con sus estallidos de ira? No. Lo que hacemos es ayudar a que esa persona descubra que más allá de su impulso interno y subjetivo hay un bien objetivo que es mayor. Y luego procuramos ayudar a que la persona se eduque para su propio bien y el de la sociedad.

Por ello, aunque se demostrara, que nos e ha demostrado, una tendencia absolutamente innata hacia el homosexualismo, o hacia la promiscuidad, o hacia la infidelidad, eso, por si mismo, no valida ninguno de esos comportamientos. Y por ello lo correcto es iluminar, acompañar y ayudar a superar. Con caridad pero también con gran claridad.