Catolico Soy, 3 de 3

[Conferencia ofrecida a todos en el Coliseo del Colegio Santa Anita, en Lima. Mayo de 2013.]

* El desafío principal que reciben los católicos de parte de los que no creen nada de la revelación bíblica, o la ponen al mismo nivel de cualquier otro libro o práctica religiosa de cualquier clase, se llama “laicismo.” La pretensión laicista es eliminar toda capacidad de influencia de la fe católica en el mundo, particularmente en la constitución de la ética que ha de regir las relaciones sociales y humanas en general.

* El laicismo obra por etapas, básicamente dos: (1) Descalificar todo lo religioso como una esfera de pensamiento desconectada de la verdad, es decir, puesta al mismo nivel que la fantasía o el deseo caprichoso. (2) Atacar a la Iglesia, así descalificada, sin brindar tampoco un tratamiento equitativo ni justo. Ejemplo de esto último: agresiones a los templos, a los obispos; burlas, sarcasmo; lenguaje obsceno que pretende neutralizar la capacidad de defensa o respuesta.

* La mejor respuesta frente al laicismo no la pueden dar los ministros sagrados ellos solos, que son principalmente objeto de descalificación sistemática y de burla. La respuesta real al laicismo es un laicado formado en su fe pero también formado en aquellas aristas de discusión más complejas de nuestro tiempo.

* Para que ello sea realidad se necesitan por lo menos cuatro elementos de madurez en el laico: (1) Formación permanente; (2) Vida sacramental plena; (3) Pertenencia real a una comunidad de fe; (4) Ejercitación en la tarea de compartir la fe en al evangelización directa.

Catolico Soy, 2 de 3

[Conferencia ofrecida a todos en el Coliseo del Colegio Santa Anita, en Lima. Mayo de 2013.]

* Los desafíos que enfrentan hoy los católicos pueden clasificarse en dos grandes grupos. En un grupo podemos incluir todos los que admiten la Biblia como Palabra de Dios, pero no admiten la autoridad de la Iglesia para enseñar o interpretar la Biblia. En el otro grupo tendríamos a aquellos para los que la religión, en general, es algo que a lo sumo puede ser tolerado como una actividad privada sin capacidad alguna de influencia en el área de lo público. En esta reflexión nos referimos al primer grupo.

* La Biblia es una obra de increíble complejidad, con una historia absolutamente única que abarca unos 1400 años. Recoge por tanto perspectivas, experiencias, episodios y normas que han encontrado su lugar a lo largo de ese largo proceso.

* La Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II nos da una clave interpretativa inicial que sirve de base: Dios es autor pero no elimina ni cancela la verdadera autoría de los hombres, y quizás mujeres, que plasmaron esa palabra bajo la guía del Espíritu Santo. En concreto, esto descarta la idea de la revelación bíblica como una especie de “dictado” que seria más perfecto en la medida en que el ser humano desapareciera más, y fuera como un tubo inerte que deja pasar “agua de cielo.”

* La verdad que nos da la Biblia es firme y segura pero no es la verdad de la ciencia moderna, habida cuenta que la misma ciencia moderna se ve a sí misma como una sucesión de teorías que siempre están en camino de revisión y mejoramiento. La verdad bíblica se refiere a quién es el hombre ante Dios; quién es el Dios que ha querido salir al encuentro del hombre; y cómo el hombre puede acoger la salvación que Dios le brinda con misericordia.

* No es de extrañar entonces que los hagiógrafos, que fueron “verdaderos autores,” según la expresión de Dei Verbum, se hayan servido de expresiones lingüísticas o concepciones científicas muy limitadas o incluso deficientes: la verdad para la que recibieron el don del Espíritu no es la verdad sobre la Relatividad General de Einstein (que un día será superada por alguna otra teoría) sino que, usando su conocimiento limitado, expresaron cosas que son ciertas, en el plano propiamente religioso y teológico de quién es el hombre, quién es Dios, y cómo se recibe la salvación. Sobre esta base puede establecerse poco a poco qué es lo que los autores han querido decir.

* Queda el tema de cómo interpretar esa palabra, en el sentido de preguntarnos qué nos quiere decir Dios con las palabras que los hagiógrafos nos dejaron. Es aquí donde resulta fundamental la autoridad de la Iglesia. Sin ella no queda otra cosa que la mentira en la que creyeron e hicieron creer a otros los Reformadores Protestantes, a saber, que la Palabra se interpreta a sí misma, o que cada uno puede interpretarla con sólo apelar a su conciencia y al Espíritu Santo.

* Muy al contrario, la Biblia muestra que es la obra y el tesoro de una comunidad peregrina en la fe: el Pueblo de Dios. Sólo en el seno de la Iglesia, a la que Cristo quiso jerárquicamente constituida, y sólo a la luz de lo vivido, practicado y creído en la Iglesia (a esto llamamos “tradición”) se interpreta correctamente la Palabra.

Cuarta Lección sobre el martirio

Lección Cuarta

Causas de las persecuciones. Número de los mártires

Quedaría incompleto el cuadro de las persecuciones si no analizáramos sus causas: el prejuicio popular, el prejuicio de los políticos y la pasiones personales de los soberanos.

El prejuicio popular

Al principio, se confundía en el Imperio a los cristianos con los judíos, y compartían aquéllos la impopularidad de éstos. El pueblo romano acusaba a los judíos de «ateísmo», porque su culto no admitía imágenes; de exclusivismo, por su aversión a cualquier culto que no fuera el suyo; de odio al género humano, porque por sus costumbres se separaban del común de la gente. Distribuidos, en efecto, por todo el Imperio, formaban siempre en él un pueblo aparte, y las leyes romanas les concedían una amplia autonomía.

Mucho tiempo los paganos pensaron que el cristianismo era una variante del judaísmo. Pero a medida que iba difundiéndose el Evangelio en toda la sociedad romana, se hizo patente que judíos y cristianos eran bien distintos, aunque los segundos procedieran de los primeros. Y una vez diferenciados los cristianos como tales, también ellos, y aún más, fueron acusados de ateísmo y de odio al género humano.

El hecho queda ampliamente documentado en los apologistas cristianos y en los autores paganos (San Justino, 1 Apol. 6; 2 Apol. 3; Atenágoras, Legat. pro christ. 3; Eusebio, Hist. Eccl. IV, 15,18; Luciano, Alex. 25,38; Minucio Félix, Octavius 8-10; Tertuliano, Apolog. 35,37; Tácito, Annal. 15,44).

Los cristianos parecían, incluso, a los paganos más ateos que los judíos, pues éstos tenían sacrificios cruentos, y aquéllos no. Fuera de los romanos, pues, había tres clases de hombres: griegos o gentiles, judíos en segundo lugar, y cristianos, el tertium genus (Tertuliano, Ad nat. I, 8,20; Scorpiac. 10).

Toda clase de crímenes abominables se atribuyen a esta tercera casta, que parece ser inferior a la misma raza humana, hasta el punto de que Tertuliano cree necesario en su Apologéticus confirmar que los cristianos tienen la misma naturaleza que los otros hombres (Apol. 16).

Como puede comprobarse en los autores antes citados, los cristianos eran acusados de incestos, asesinatos, antropofagia ritual. Corrían sobre ellos historietas espeluznantes, afirmando que en las tinieblas encubrían misterios indecibles de crueldad y depravación.

Por otra parte, eran considerados como gente inepta, incapaz para los negocios públicos, postrados en una inercia morbosa (Tácito, Annal. XIII, 30; Hist. III,75; Suetonio, Domit. 15).

Durante el siglo II, no sólo el pueblo ignorante y crédulo, también no pocos autores latinos, como los citados, y hombres cultos, creen en esta caricatura de los cristianos, estimando que todos esos crímenes eran inherentes a la profesión cristiana. Y de esta opinión general se sirvió Nerón para atribuirles el incendio de Roma.

Los emperadores ilustrados del siglo II, Trajano, Adriano, Marco Aurelio, Antonino, estimaron también a los cristianos tan peligrosos para el orden público que con diversos rescriptos trataron de canalizar, de alguna manera, el odio popular contra los cristianos, encauzándolo por el procedimiento judicial.

Denuncias generalizadas contra los cristianos se producen en Bitinia; tumultos en Asia y Grecia; ultrajes, violaciones de sepulcros, en Cartago; en Lión, atroces calumnias sobre crímenes contra natura; en Roma y Alejandría, terrores supersticiosos hacen culpar a los cristianos de toda catástrofe; en Esmirna, como en Cartago, se levanta a veces en la multitud del circo el grito: «¡Abajo los ateos! ¡Los cristianos a los leones!»

Esta aversión popular supersticiosa, iniciada pronto, y en la que se apoyó Nerón para lanzar la primera persecución, fue creciendo en el siglo II. Los emperadores de ese siglo, antes aludidos, son cultos y honrados; no tienen a los cristianos por peligrosos ni criminales, pues prohiben a los magistrados buscarles y perseguirles de oficio. No creen, por lo que se ve, reales las acusaciones de que generalizadamente eran objeto. Por eso les otorgan una semiprotección jurídica, procurando defender el orden público. Pero, sin embargo, ordenan condenar a aquellos cristianos que, acusados ante los tribunales, no abjuren de su fe. Consideran, por tanto, la perseverancia en el cristianismo como un hecho punible, pues era clara desobediencia a la antigua ley, nunca abrogada, que prohibía la existencia de los cristianos.

Plinio, siguiendo las instrucciones de Trajano, castiga en los fieles de Bitinia «la testarudez y la inflexible obstinación» -pertinaciam certe e inflexibilem obstinationem (Epist. X,96)-. Marco Aurelio, de modo semejante, reprocha a los cristianos su «terquedad» y el «fasto trágico» con que van a la muerte (Pensamientos XI,3).

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