Padre Nelson,
Le escribo desde algún lugar de Estados Unidos, donde he vivido ya hace bastante tiempo. Quiero contarle cómo aprendí lo que significa el perdón. Soy ahora una mujer viuda, aunque estuve casada algo menos de cuarenta años. Mi matrimonio fue feliz sin que pudiera llamársele un paraíso, pero llegando a los sesenta de edad tuve que descubrir, casi por accidente, que mucho tiempo atrás mi esposo me había sido infiel.
La enfermedad que se lo llevó a la muerte, una especie de demencia senil, hundió las garras en su cerebro de un modo tan precipitado que él mismo se dio cuenta que día a día estaba perdiendo sus facultades. Aprisionado por el miedo tuvo que delegar en mí la mayor parte de sus asuntos de negocios, incluyendo rchivos personales, y una cajuela de seguridad que yo ni siquiera sabía que existía. En alguna parte de toda esa montaña de información había pruebas de los gastos en que había incurrido veinte o más años atrás, al parecer con una mujer que había sido compañera suya en la escuela primaria. Se habían reencontrado en alguna conferencia de negocios y tuvieron un romance apresurado pero muy intenso, que quedó testimoniado en los papeles a los que tuve acceso.
Usted podrá imaginarse lo que sintió mi alma sobre todo porque el principal responsable de los hechos, mi esposo, se estaba hundiendo en la ausencia opaca de la demencia mientras yo apenas desenterraba las evidencias. Una vez me puse a gritar y llorar ante él acusándolo de todo lo que había sucedido. Pero dejé de llorar al darme cuenta que mientras yo me quejaba con tanta amargura la saliva le escurría a él por la comisura de su boca. Me miraba con la extrañeza con que uno miraría a un extraterrestre en la mañana de su aterrizaje. Así que me quedé sin sujeto a quién culpar porque el hombre que me había traicionado sencillamente ya no existía.
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