La división de Sudán muestra el fracaso de los proyectos imperialistas (¿por qué no llamarlos así?) de las elites islámicas y árabes o arabizadas en numerosos países asiáticos y africanos, emprendidos después de la Segunda Guerra Mundial. Desde Marruecos hasta Siria y desde Argelia hasta Pakistán, los sucesivos gobernantes han querido encajar en el molde musulmán y –en menor medida– árabe a todos los grupos raciales y religiosos, ya se trate de bereberes, negros, tuaregs, caldeos, coptos, católicos, anglicanos, judíos o bahaíes. Desde los años 50, millones de personas han tenido que exiliarse (judíos magrebíes a Israel, cristianos libaneses y sirios a Francia, cristianos iraquíes a Estados Unidos), y otros millones más malviven sometidas a la discriminación y la violencia. Hubo un tiempo en que el porcentaje de cristianos en Túnez rondó el 50%; hoy, debido a las persecuciones, ha caído por debajo del 5%. En estas persecuciones coinciden tanto los aliados de Occidente (Marruecos o Egipto) como los hostiles (Libia o Irán).
El fracaso de este modelo de construcción nacional, basado en la asimilación forzada sobre la base de la raza y la religión, es absoluto, ya que los regímenes que la han practicado han conducido sus países no sólo a la inestabilidad y la dictadura, también a la pobreza: son inviables para los no musulmanes… y para los musulmanes. La prueba, a la vista de cualquier europeo, son los emigrantes procedentes del Magreb y de Pakistán.
Publicado via email a partir de Palabras de camino