Dejense reconciliar con Dios

DEJENSE RECONCILIAR CON DIOS

Y entrando en sí mismo dijo: cuántos jornaleros en la casa de mi Padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantare, me pondré en camino” (Lc 15, 17-18).

Les invito a iniciar una reflexión sobre el corazón humano como principio de reconciliación, capaz de realizar un proceso de regreso, si es tocado por el mismo Señor, dador de este inestimable don. En el corazón del hijo menor ha quedado el recuerdo del amor que un día el padre depositó en él. Reconciliarse con el Padre significa reconocer el amor recibido de Él y que hoy no funciona, reconocer que algo no ha estado bien en las relaciones con Él en el pasado. Significa además que hay un interés en restablecer las relaciones con Él ahora y en el futuro. Los dos hijos de la parábola, en las relaciones con su padre y en sus mutuas relaciones, tienen que romper con los últimos años de vida, para poder entrar en el futuro con la recobrada dignidad de hijos. El menor se dejó encontrar por el padre, cambió su estilo de vida e hizo de la casa paterna su nueva y definitiva morada. De la misma manera nuestra reconciliación con Dios mira a la vida que nos queda para hacer el bien, y se proyecta sobre todo hacia la otra vida. Me reconcilio ahora, pero los efectos tienen que prolongarse en el futuro; sin esta eficacia hacia el futuro, reconciliarse no deja de ser una palabra bonita, pero hueca, sin repercusiones eficientes, y por consiguiente una auténtica frustración.

Significado

La palabra griega traducida por reconciliación significa etimológicamente cambio desde el otro. Reconciliarse quiere decir, por tanto, cambiar a partir del otro, en nuestro caso, a partir del Padre. Es el padre de la parábola lucana quien atrae con su amor y reconcilia consigo al hijo menor, haciéndole sentir el amor de que le había colmado antes de su ida de la casa, y después abrazándole y besándole, logrando de esta manera que el hijo se reconcilie, también, consigo mismo. También el padre toma la iniciativa de reconciliar al hermano mayor con el menor, pasando por encima del pasado y valorando debidamente el arrepentimiento del corazón. De la misma manera, Dios reconciliaba consigo al mundo en Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres, y nos hacía depositarios del mensaje de la reconciliación: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre. Me levantaré”. Desde ya acepta el perdón del padre, se decide a romper con su vida de miseria y decide regresar donde su Padre e reiniciar nuevamente la vida de amor con El que ya había vivido. El amor del Padre no se ha apagado en el hijo menor. Todavía está escondido entre las cenizas de su vida desorganizada.

Camino arduo

Reconciliarse es hermoso, pero es un camino trabajoso y difícil. Pide un cambio, y como todo cambio en la vida exige romper esquemas hechos, dejar caminos trillados, abrir nuevas brechas. En definitiva, salir de nuestra comodidad y rutina, y lanzarnos a vivir día tras día en la ruta nueva que Dios nos va trazando, ruta de donación y amor desinteresados. Reconciliarse con Dios, reconciliarse con los demás, implica estar dispuesto a mirar el pasado con ojos de arrepentimiento y a dejarlo sin miramientos, por más que nos siga siendo atractivo. Para reconciliarse de verdad con Dios y con el hermano, no basta acudir al sacramento de la reconciliación, recibir el perdón de Dios y” ¡santas pascuas! Esto es sólo el comienzo. Sigue el trabajo diario y constante por arrancar del alma las causas profundas, a veces muy ocultas, del distanciamiento, de la desavenencia y de la lejanía de Dios, y cualquier signo de ellos en nuestra conducta. Ahora viene la labor tenaz por conquistar nuestro corazón y nuestra vida para el amor, la concordia, la armonía filial para con Dios y fraternas para con los hombres. Todo hombre, si es sincero consigo mismo, se da cuenta de que está necesitado, en un mayor o menor grado, de reconciliación. Reconcíliate tú primero, y luego ayuda a los demás a conseguir una auténtica reconciliación.

La persona humana como principio de reconciliación

En el corazón de Cristo, “el hombre perfecto”, se ha producido la reconciliación de los hijos con el Padre. Así lo afirma Juan Pablo II: “La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio divino. Dios no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. Él es además Padre: con el hombre está unido por un vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Cuando el ser humano escucha esta voz del corazón y desde lo más profundo de su libertad decide seguirla, encuentra el camino de regreso a la comunión con Dios. Por eso, “la parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre –Dios- que ofrece al hijo aún antes de volver a Él el don de la reconciliación plena. Pero dicha historia, al evocar en la figura del hermano mayor el egoísmo que divide a los hermanos entre sí, se convierte también en la historia de la familia humana.

Me parece que este texto representa una clave para comprender la dimensión personal de la reconciliación. Nos muestra a dos hermanos, dos criaturas objetivamente amadas por sí mismas. El primero, lacerado en su conciencia por el pecado, deja sin embargo que Dios se revele como el Padre que se alegra y hace fiesta porque “el que estaba muerto” ha vuelto a la vida. Su actitud contrita hace justicia al proyecto originario del Creador. El segundo, en cambio, ha vivido siempre en la compañía del Padre, en su casa. Pero en lugar de revelar la gloria de quien lo ha puesto en la existencia y la infinita gratuidad de su acto creador, quiere justificarse a sí mismo, desde una conciencia que le reprocha a Dios no considerar suficientemente el valor de su propio mérito. Confunde la experiencia de Dios con la de sí mismo; el amor, con la autocomplacencia. Ambos hermanos representan una cara del pecado. Pero mientras en uno el corazón se agita por el presentimiento de que Dios es más grande que su pecado, en el otro Dios es ponderado según la avaricia espiritual de quien se justifica a sí mismo.

El joven aventurero, después de haber caído tan hondo, toma conciencia de estar lejos de la casa del padre y del falso encanto de su viaje por tierra extranjera. Siente que ha perdido su condición de hijo por su actitud egoísta, vence el miedo de acercarse a su Padre y prepara su confesión: “Pequé contra el cielo y contra ti” (Lc 15,18). Sin duda que Jesús en esta parábola nos quiso entregar el rostro misericordioso de su Padre.

Cada rasgo de la personalidad de ese padre tiene una proyección de bondad, de ternura, de cercanía. Después de leer esta parábola puede uno acercarse al misterio del amor de Dios que entregó a su Hijo por nosotros: “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8).

Por eso cuando se acerca el hijo perdido, lo ve de lejos y se emociona. Corre a acogerlo, lo abraza y lo besa efusivamente, lo integra a la vida de la casa y celebra el regreso con alegría, haciendo una gran fiesta. También atiende al hijo mayor que quiere complicar las cosas y le suplica que entre a compartir el regocijo del retorno de su hermano, que no se quede afuera, pues lo que él quiere es ver a sus hijos reunidos y compartiendo juntos el calor del hogar. Da un perdón incondicional.

Jesús nos muestra a su Padre y nos dice: Este es mi Padre, así actúa, así es Él. Un Padre rico en misericordia por ser el Dios del Amor. Un Padre, que quiere a sus hijos libres para vivir en el amor, que sabe esperar, que se estremece ante nuestra miseria, que se compadece de nuestras desgracias, que está siempre dispuesto a la reconciliación y al perdón porque para Él nunca dejamos de ser sus hijos y que cuando regresamos a Él su corazón se llena de gozo: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15, 7). El perdón para el Padre Dios es un nuevo nacimiento: “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo por la gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2, 4-6).