Carta para los directores espirituales

Si en verdad se ha llamado “arte de las artes” al oficio de formar las almas juveniles, mejor aún se cumple ello cuando se trata de preparar a las responsabilidades del mañana a quien habrá de ser, en la Iglesia, guía de la grey, luz que brilla sobre el candelabro, sal que preserva y da sabor.

Los seminaristas de nuestro tiempo, de hecho, pertenecen -también ellos- a una generación que ha tenido la desgracia de asistir a la tragedia de guerras crueles y a profundos trastornos religiosos y sociales: ello hace difícil, a veces, comprender y dirigir con mano segura sus almas. Añádase que la necesidad de adaptar el apostolado a las necesidades y a la mentalidad de la vida moderna arrastra a muchos a intentar caminos nuevos no perfectamente conformes a la ortodoxia, a tener en menor estima la vida interior, sin la cual la acción se convierte en agitación y desorden, y en consecuencia a atenuar los peligros de un mundo, a cuyos sugestivos atractivos mal podría sustraerse el sacerdote no templado fuertemente en la oración, en la penitencia, en el espíritu de unión con Dios.

Frente a tales problemas, el buen director de espíritu se dará buena cuenta de que hoy como nunca es necesario inculcar con insistencia en los seminaristas la estima de la vida interior y la observancia de la disciplina eclesiástica. Su palabra será avalorada por la oración, por el ejemplo, por el amor de las almas. Mas recuerde muy bien que la dirección espiritual es también un arte, y que como tal exige de él preparación cuidada y esfuerzo continuo, ya para aprender sus reglas, ya para estar al corriente de las normas directivas de la Iglesia, ya también para ayudarse con todos aquellos medios y subsidios que el progreso de las ciencias puede hoy ofrecerle para comprender cada vez mejor la psicología juvenil. Confiarse a la improvisación o a conocimientos empíricos e insuficientes en un campo tan complejo sería temeridad que concluiría estorbando, en vez de ayudarla, la obra del principal agente, guía y motor de las almas.

Por ello, no será inútil meditar las graves palabras de San Juan de la Cruz: No es culpa ligera hacer perder a un alma bienes incalculables… por su temerario consejo. Quien yerra por temeridad, mientras se halla obligado a asegurarse bien -como cada uno lo está en su propio oficio- no lo hará impunemente, sino que recibirá un castigo merecido en proporción al daño que haya hecho; porque los negocios de Dios deben tratarse con mucha ponderación y con los ojos abiertos.

[Pío XII. Extracto de su Carta Apostólica a los Directores Espirituales, del 5 de Septiembre de 1956].