55. Complejidad y Simplicidad

55.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

55.2. Así como la vida de Nuestro Señor Jesucristo estuvo marcada por fuertes contrastes, así la vida de sus seguidores y discípulos tiene entre sus señales el anhelo constante de objetivos que parecen incompatibles, y la armonía de realidades que semejan contradicción.

55.3. Mira por ejemplo lo que te dice Pablo cuando describe su propia existencia: «Como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (2 Cor 6,.9-10).

55.4. Y así también el Señor Jesús pide de sus Apóstoles: «Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros» (Mc 9,50): sal que produce sabor y escozor; paz que significa sosiego pero a veces también vacío insípido. Pablo afirma en otro lugar: «Si os airáis, no pequéis» (Ef 4,26): no se te prohibe del todo la ira, que a menudo nace de genuino amor por la justicia, pero sí el pecado que siempre es fruto de injusticia.

55.5. Con respecto a la gloria de Dios lees: «Como un padre a sus hijos, lo sabéis bien, a cada uno de vosotros os exhortábamos y alentábamos, conjurándoos a que vivieseis de una manera digna de Dios, que os ha llamado a su Reino y gloria» (1 Tes 2,11-12). En el mismo sentido escribe Pedro: «Si alguno habla, sean palabras de Dios; si alguno presta un servicio, hágalo en virtud del poder recibido de Dios, para que Dios sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1 Pe 4,11). Textos de este tenor parecen vincular la manifestación de la gloria a las obras de rectitud de los creyentes.

55.6. Mas hay otros textos en que la misma gloria aparece como procedente sólo de Dios, como donde dice Jesús: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: “Él es nuestro Dios”» (Jn 8,55). O en aquel otro pasaje del profeta: «Viene Dios de Temán, el Santo, del monte Parán. Su majestad cubre los cielos, de su gloria está llena la tierra» (Hab 3,3).

55.7. Podría ofrecerte otros ejemplos sobre este carácter complejo y paradójico de la vida cristiana, aunque debo decirte que tal “complejidad” es sólo aparente y que sus “paradojas” se derriten como nieve ante el sol de la gracia del Espíritu Santo.

55.8. En efecto, toda la obra de la santidad —es decir, toda la vida del cristiano— tiene como meta una palabra bellísima: comunión. Así lo escribe Juan: «lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,7). Pues bien la comunión es la tierra bendita en que cesa la pregunta por “lo mío” y “lo tuyo.” Mira si no es así, en aquellas palabras del Hijo a su Padre: «todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10).

55.9. La vida cristiana es compleja y está llena de vacilaciones no durante todo su trayecto, sino sólo mientras esté latente la preocupación por lo propio y lo ajeno. Cuando el alma es imperfecta y oscilante, su modo de preguntar es el de Pedro: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?» (Mt 19,27). Aunque Cristo tiene una respuesta —comprensiva, además— para tal inquietud, las llaves últimas de sus tesoros no se abren con este planteamiento, que es más un negocio entre comerciantes que un pacto entre amigos.

55.10. Cristo aceptó la pregunta de su Apóstol y se la respondió, pero lo más admirable no es qué respuesta le dio en aquella ocasión sino cómo le cambió la pregunta, es decir, cómo llegó a orientarlo de otro modo, según te cuenta Lucas: «Entonces Pedro tomó la palabra y dijo: “Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato”» (Hch 10,34-35). Y que su comprensión llegó hasta el final, gracias a la obra del Espíritu, lo cuenta el mismo Pedro cuando escribe: «Si obrando el bien soportáis el sufrimiento, esto es cosa bella ante Dios. Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2,20-21). ¡Ya considera herencia suya y del cristiano soportar injusticias y vejaciones a la manera de Cristo (cf. 1 Pe 3,14)! ¡Qué distancia entre aquel galileo rudo y endurecido y este predicador de la Cruz, que con tanta dulzura se atreve a animar a otros diciéndoles: «Más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal. Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu» (1 Pe 3,17-18)!

55.11. Quede entonces como enseñanza firme que la vida del cristiano, como la de Cristo, es simple y es bella, pero tal simplicidad se alcanza sólo en la comunión con Dios, y esta comunión se alcanza sólo en la Cruz. Sigue tú ese camino, amado hermano, para que también puedas decir: «Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,8-11).

55.12. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.