Con toda la seriedad de un juego (10)

¿Y Jesús Jugaba?

Terminemos estas breves reflexiones con una pregunta que no he visto en ningún tratado de Cristología. Tal vez los teólogos están muy seriamente ocupados de otras cosas como para preguntarse si Jesús jugaba.

Uno puede suponer que todo niño juega porque jugar y aprender llegan a confundirse en algunas etapas de la vida, como ya sugeríamos en algún punto anterior. Podemos presumir que Jesús debió de jugar con palabras, rimas, cantos, danzas o pequeños objetos como la inmensa mayoría de los niños. Algunos juegos infantiles pueden tener alguna dosis de crueldad, injusticia, mentira u otras faltas, pero creo que sería extremista decir que todo juego entraña pecado hasta un punto tal que no cabe decir que Jesús jugó.

Por otra parte, no deberíamos trasladar a Jesús y a su entorno las costumbres lúdicas de los niños de nuestro tiempo. Yo pienso que hay mucho de exageración y de egoísmo en las vidas de algunos chicos de esta época, que parecen llegar después a la edad adulta sin haber tenido nunca más preocupación que divertirse y darse todo el placer posible. Los ambientes rurales de una Galilea ocupada militarmente y la cultura misma de la Antigüedad que veía el trabajo como destino inexorable desde los años mozos nos invitan a quitar romanticismo a lo que llamaríamos la “juventud” del Hijo de Dios en esta tierra. Aquellos muchachos tenían que enseñarse desde temprano a asumir las tareas fatigosas de una vida seria y sobria, sin dramatismos ni grandes mimos. Tal será el lenguaje que encontraremos en su predicación: directo, sin mayor adorno, sólo cargado de la belleza que brota como de las cosas mismas en su realidad y verdad originales.

Otra pregunta tiene que ver con la edad adulta de Jesús. Una película sobre la vida del Señor lo presenta una vez jugando con sus apóstoles. Mi teoría es que ese modo de ver la vida comunitaria, más que un dato que brote de la Escritura como tal, es una proyección de nuestros deseos de hacer comunidades fraternas que sean gozosas y unidas. Es tentador proyectar sobre aquella semilla de iglesia lo que nosotros queremos o deseamos que sea la Iglesia, es decir, un lugar donde uno fundamentalmente “se siente bien.”

Ese modo de pensar nuestro parte a su vez de un modo de entender las relaciones humanas, es decir, esa combinación de cortesía, buen humor, capacidad de entretenimiento mutuo, liderazgo compartido, y mil detalles más que tienen su origen en la historia de cómo hemos aprendido a ser sociales en los últimos siglos, sobre todo desde la Ilustración. Nada en la Biblia nos hace suponer que esos Doce escogidos tuvieran buen humor, hicieran deporte juntos o tuvieran sesiones de chistes –cosas que a nosotros nos parecerían de lo más naturales.

Eso no significa que Jesús fuera un personaje aburrido. No lo creo. Simplemente, su dimensión de las cosas era otra; su capacidad de leer el mundo y de ayudar a otros a leerlo era otra; su manera de ser feliz y de compartir felicidad y amor eran seguramente otros.

Desde la fascinación de lo real, Jesucristo hacía danzar ante nuestros ojos las dimensiones más profundas del corazón humano y del plan del Padre Celestial. Quizá no dijo nunca un chiste pero su sonrisa se quedó para siempre con nosotros.