Elogio breve de Irlanda (5a. parte)

Irlanda ama el silencio. Lo ama casi demasiado. El silencio es la cobija que arropa al que sufre; es el cómplice de los enamorados; es el brillo de sus lagos; es la fuente inexhausta de su poesía; es el eco de sus valles y un trazo de su noche, un gesto que nunca se aparta por completo del rostro de su gente.

El silencio no es la simple supresión de la palabra; a veces es su primera sílaba. El silencio abre un hueco en el corazón que es indispensable para que entre la luz, para que llegue la música y sobre todo para que mi prójimo pueda sentarse a mi mesa.

Los irlandeses casi abusan del silencio, aunque también es cierto que tienen fama de habladores. Esta paradoja se explica por un curioso manejo de los niveles de comunicación. Cuando te hablan con entusiasmo del partido de hurling o te describen la leyenda casi absurda que puede rodear un cierto lugar o unas ruinas, su propósito me parece a mí que es más establecer un recurso que mida qué tanto puedes conectar con su sensibilidad o su lenguaje. Y así es posible que una persona resulte habladora y sin embargo esté en realidad callando. No te preocupes si esto sucede: en otra ocasión callará mucho y con un mínimo de palabras te dirá todo.

Lo que me gusta del uso del silencio y la palabra en ellos es su desconfianza del discurso “macro.” Mucho antes de que Lyotard nos explicara que el mundo de la Modernidad se fracturó y que hoy es difícil creer en las grandes narrativas ya los irlandeses vivían ese proceso, como por instinto natural. Es posible que hayan llegado a esa desconfianza como simple reacción por la constante y ambigua presencia de lo británico en este país. Los ingleses aman la lógica, juegan con las palabras, son fecundos en teorías, sensatas o excéntricas, geniales o perversas.

En este sentido la palabra del inglés ha sido siempre la pretensión de dar una norma, de dar un significado, de contener la vida en cauces inteligentes y eficientes. Irlanda se ha aprovechado de eso en muchos sentidos y debe muchísimo a su enorme isla vecina pero en último término desconfía de tanta especulación y de tanta capacidad teórica, sea real o ficticia.

Los irlandeses, digo yo, no aman la metafísica, entendida como la entiende Aristóteles. Sienten poco aprecio por todo aquel que piensa que puede decir más de lo que escucha y, si algo pueden temer, es que llegue el día de la teoría perfecta y nos veamos todos obligados a escuchar lo mismo por los siglos de los siglos.

Su amor a la vida es amor a la palabra tanto como es amor al silencio. Eso ha llegado a gustarme mucho, y creo que es en sí mismo un mensaje para el mundo.