Hola, hermano!
Hoy hace tres meses llegué a Dublín. Una mañana el horizonte se colmó de verde y unas casas sencillas y discretas recibieron el tronar de las turbinas de nuestro vuelo trasatlántico: abajo, Irlanda; atrás, Nueva York; delante, un camino incierto pero salpicado de esperanzas; arriba, el cielo, ebrio de azul.
Desde el primer día me acordé de ti. Y aunque no te digo que todos los días te pienso, puedo asegurarte que hay montañas de cosas, situaciones, personas, y giros de lenguaje que hacen que te recuerde. A menudo, junto a ese recuerdo va una oración. A menudo, una sonrisa y un acto de admiración por tu propio arrojo y decisión, cuando en circunstancias difíciles tuviste el valor de obrar según lo más hondo de tu conciencia para ir a establecerte donde ahora vives: California.
Y desde luego, ¡cómo no reconocerlo!, eran más difíciles tus circunstancias, por muchos motivos que todos conocemos y que no es del caso mencionar ahora. Simplemente aludo a esto para decirte cuánto te he recordado y con qué corazón lo he hecho.