SOLEMNIDAD DEL NACIMIENTO DE SAN JUAN BAUTISTA
Sentido del bautismo que realizaba Juan junto al río Jordán.
Alimento del Alma: Textos, Homilias, Conferencias de Fray Nelson Medina, O.P.
SOLEMNIDAD DEL NACIMIENTO DE SAN JUAN BAUTISTA
Sentido del bautismo que realizaba Juan junto al río Jordán.
Doce mensajes sobre #LaFe para que mejor agradezcas la fe que tienes y más anheles la que te hace falta!
DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
Al final descubrimos las consecuencias que traen nuestros pecados; es decir, al final llegamos a contemplar la Cruz.
69 Con su doctrina social la Iglesia « se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación »[Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 (1991) 860] : se trata de su fin primordial y único. No existen otras finalidades que intenten arrogarse o invadir competencias ajenas, descuidando las propias, o perseguir objetivos extraños a su misión. Esta misión configura el derecho y el deber de la Iglesia a elaborar una doctrina social propia y a renovar con ella la sociedad y sus estructuras, mediante las responsabilidades y las tareas que esta doctrina suscita.
70 La Iglesia tiene el derecho de ser para el hombre maestra de la verdad de fe; no sólo de la verdad del dogma, sino también de la verdad moral que brota de la misma naturaleza humana y del Evangelio.[Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 14: AAS 58 (1966) 940; Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 27. 64. 110: AAS 85 (1993) 1154-1155. 1183-1184. 1219-1220] El anuncio del Evangelio, en efecto, no es sólo para escucharlo, sino también para ponerlo en práctica (cf. Mt 7,24; Lc 6,46-47; Jn 14,21.23-24; St 1,22): la coherencia del comportamiento manifiesta la adhesión del creyente y no se circunscribe al ámbito estrictamente eclesial y espiritual, puesto que abarca al hombre en toda su vida y según todas sus responsabilidades. Aunque sean seculares, éstas tienen como sujeto al hombre, es decir, a aquel que Dios llama, mediante la Iglesia, a participar de su don salvífico.
Al don de la salvación, el hombre debe corresponder no sólo con una adhesión parcial, abstracta o de palabra, sino con toda su vida, según todas las relaciones que la connotan, en modo de no abandonar nada a un ámbito profano y mundano, irrelevante o extraño a la salvación. Por esto la doctrina social no es para la Iglesia un privilegio, una digresión, una ventaja o una injerencia: es su derecho a evangelizar el ámbito social, es decir, a hacer resonar la palabra liberadora del Evangelio en el complejo mundo de la producción, del trabajo, de la empresa, de la finanza, del comercio, de la política, de la jurisprudencia, de la cultura, de las comunicaciones sociales, en el que el hombre vive.
71 Este derecho es al mismo tiempo un deber, porque la Iglesia no puede renunciar a él sin negarse a sí misma y su fidelidad a Cristo: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16). La amonestación que San Pablo se dirige a sí mismo resuena en la conciencia de la Iglesia como un llamado a recorrer todas las vías de la evangelización; no sólo aquellas que atañen a las conciencias individuales, sino también aquellas que se refieren a las instituciones públicas: por un lado no se debe « reducir erróneamente el hecho religioso a la esfera meramente privada »,[Juan Pablo II, Mensaje al Secretario General de las Naciones Unidas con ocasión del XXX Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (2 de diciembre de 1978): L’Osservatore Romano, edición española, 24 de diciembre de 1978, p. 13] por otro lado no se puede orientar el mensaje cristiano hacia una salvación puramente ultraterrena, incapaz de iluminar su presencia en la tierra.[Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5: AAS 83 (1991) 799]
Por la relevancia pública del Evangelio y de la fe y por los efectos perversos de la injusticia, es decir del pecado, la Iglesia no puede permanecer indiferente ante las vicisitudes sociales [Cf. Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 34: AAS 68 (1976) 28] : « es tarea de la Iglesia anunciar siempre y en todas partes los principios morales acerca del orden social, así como pronunciar un juicio sobre cualquier realidad humana, en cuanto lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas ».[CIC. canon 747, § 2]
Este Compendio se publica íntegramente, por entregas, aquí.
“El consumo de alcohol entre adolescentes, e incluso niños, se ha convertido en un problema tan evidente y tan grave que no encararlo de una vez por todas nos puede llevar a un coma social. El gobierno español ha dicho que está estudiando la medida de multar a los padres cuyos hijos repitan un coma etílico, por suponer una dejación de la tutela efectiva, así como la posibilidad de considerar maltrato el hecho de que los progenitores permitan que sus hijos se agarren borracheras en su propio domicilio…”
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Si compartimos un mismo tesoro, que es el tesoro de la fe, y si hay un bien que es bien de todos, y que es Jesucristo, ¿cómo no compartir otros bienes?
[Predicación especial para la 5a. Maratón de Cristovisión.]
Hablar del cielo no es un modo de escapar de los problemas de la tierra!
25 mensajes, en el lenguaje de los tweets…
Publicado con la etiqueta (hashtag) #1H1M en mi cuenta de twitter.
“El citado estudio da cuenta (presentando también la opinión de Vera Bergkamp, cabeza de una organización holandesa de derechos de los homosexuales) de la falta de entusiasmo hacia el matrimonio del mismo sexo que existe en Holanda, el primer país del mundo en reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y éste es precisamente el quid de la cuestión. El matrimonio entre personas del mismo sexo, cuantitativamente hablando, está defraudando las expectativas…”
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La seriedad de las múltiples crisis que atravesamos muestra la verdad de la advertencia de Cristo: no poner los tesoros en la tierra.
Lección Octava
Los suplicios de los mártires
Destierro, deportación, trabajos forzados
El Derecho romano desconocía la pena de cárcel. Por eso el mártir que recibía sentencia condenatoria podía ser destinado a destierro, deportación, trabajos forzados o pena de muerte.
El destierro era la pena más suave en que podía incurrir el cristiano. No se consideraba pena capital, porque, al menos en principio, no implicaba la pérdida de los derechos civiles ni, por tanto, la confiscación de bienes. Muchos cristianos sufrieron destierro entre los siglos I y IV.
El apóstol San Juan es desterrado a la isla de Patmos, las dos Flavias Domitilas son relegadas a las islas de Pandataria y de Pontia; el Papa San Cornelio muere desterrado en Civitá Vecchia. También son desterrados San Cipriano, San Dionisio de Alejandría y tantos otros mártires sufren la misma pena.
A veces los desterrados son tratados con relativa suavidad, como los dos últimos citados. Parece, sin embargo, que el destierro de los cristianos fue más duro que el de los paganos, pues, al menos en la persecución de Decio, contra el derecho común, sufrían confiscación de bienes.
La deportación era pena más grave que el destierro. Era pena capital, que implicaba una muerte civil. Los deportados eran tratados como forzados, y se les enviaba a los lugares más inhóspitos. Un jurista, Modestino, decía que «la vida del deportado debe ser tan penosa que casi equivalga al último suplicio» (Huschke, Jurispru. antejustin. 644; Tácito, Annales II,45). A veces el látigo y el palo de los guardianes apresuraban el fin del deportado. Así murió deportado en Cerdeña en el año 235 el Papa Ponciano.
La condenación a trabajos forzados era la segunda pena capital, que se cumplía en las canteras y en las minas que el Estado explotaba en diversos lugares del imperio. Muchos cristianos de los primeros siglos sufrieron esta terrible pena.
La matriculación de los condenados, al llegar a la cantera o la mina, comenzaba por los azotes (San Cipriano, Epist. 67), para dejar claro desde un principio que habían venido a ser «esclavos de la pena». En seguida eran marcados en la frente, pena infamante que duró hasta Constantino, emperador cristiano que la abolió «por respeto a la belleza de Dios, cuya imagen resplandece en el rostro del hombre» (Código Teodosiano IX, XL,2). Además de esa marca, se les rasuraba a los condenados la mitad de la cabeza, para ser reconocidos más fácilmente en caso de fuga. Alternativa ésta muy improbable, pues un herrero les remachaba a los tobillos dos argollas de hierro, unidas por una corta cadena, que les obligaba a caminar con pasos cortos y les impedía, por supuesto, correr.
Cristianos condenados a las minas los hubo en las diversas épocas que estudiamos. Y de mediados del siglo III tenemos un precioso documento que nos describe su situación, las cartas del obispo San Cipriano a los mártires condenados a las minas de Sigus, en Numidia.
Entre ellos había obispos, sacerdotes y diáconos, laicos varones y mujeres, y también niños y niñas. Estos últimos, no teniendo fuerza para excavar con las herramientas de los mineros, se encargaban de transportar en cestos el material; eran condenados in opus metallorum, única modalidad de esta condena posible para las mujeres (Ulpiano, Digesto XLVIII, XIX,8, párrf.8).
Estos forzados cristianos, según describe San Cipriano, vivían dentro de la mina, en las tinieblas que se veían acrecentadas por el humo pestilente de las antorchas. Mal alimentados y apenas vestidos, temblaban de frío en los subterráneos. Sin cama ni jergón alguno, dormían en el suelo. Se les prohibían los baños, y a los sacerdotes se les negaba permiso para celebrar el santo sacrificio. A estos confesores condenados por el odio de los paganos a la suciedad y las tinieblas, San Cipriano les exhorta a perseverar en la virtud, esperando los esplendores de la vida futura (Epist. 77).
Aún más terribles fueron los padecimientos de los cristianos condenados a las minas en el Oriente, al fin de la última persecución, bajo Maximino Daia. El gobernador de Palestina, en el 307, mandó que con hierro candente se quemasen los nervios de uno de los jarretes. Y se llegó a una mayor crueldad cuando en los años 308 y 309, a los cristianos, hombres, mujeres y niños, que de las minas de Egipto eran enviados a las de Palestina, no sólo se les dejó cojos al pasar por Cesarea, sino también tuertos: se les sacó el ojo derecho, cauterizando luego con hierro candente las órbitas ensangrentadas (Eusebio, De Martyr. Palest. 7,3,4; 8,1-3,13; 10,1).
Sufriendo tan terribles calamidades en las minas, todavía los cristianos en algunas de ellas construían iglesias, como en Phaenos, en el 309. Allí dispusieron oratorios improvisados junto a los pozos. Algunos obispos presos celebraban el santo sacrificio y distribuían la eucaristía. Un forzado, ciego de nacimiento, al que también se le había sacado un ojo, recitaba de memoria en estas celebraciones partes de la Sagrada Escritura.
No faltaron delatores de estos cultos. Los mártires de Phaenos fueron dispersados en Chipre y en el Líbano; los viejos, ya inútiles, fueron decapitados; dos obispos, un sacerdote y un laico, que se habían distinguido más en su fe, fueron arrojados al fuego. Así desapareció la diminuta iglesia de una mina (ib. 11,20-23; 13,1-3,4,9,10).
¿Cómo puede tener la oración palabras breves y tiempo largo? Si está por medio el amor que repite porque insiste y profundiza.
“Las Leyes de “muerte digna”: 1) establecen un inexistente “derecho a la sedación” sin considerar las condiciones de dosis y situaciones clínicas concretas en las que solo se debe aplicar la sedación como tratamiento. 2) No diferencian retiradas de soporte que pueden ser desproporcionadas, de los soportes vitales básicos y proporcionados como la hidratación y nutrición, considerando que todos ellos pueden ser igualmente rechazados. ?3) Y obligan a los profesionales, a través de sanciones, al cumplimiento de estos “nuevos derechos” para “congragrar los derechos de autodeterminación decisoria al final de la vida”, aunque puedan ser contrarios a la lex artis (buena práctica clínica) y no conformes a la ética profesional: Con estos tres elementos, y en nombre de la “muerte digna”, se dan cabida a actuaciones de eutanasia encubierta…”
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En este artículo que publiqué en Infocatólica, alguien escribió sobre el demonio: “es… una criatura perdida, una criatura a quien también debemos amar, incluso, compadecer.”
He aquí un tema teológico complejo y espinoso (es decir: donde es fácil errar) : nuestra relación con el demonio en cuanto creatura. Es claro que en cuanto a sus pretensiones, que apuntan a nuestra condenación completa y eterna, no hay nada que discernir ni discutir: sólo distancia; sólo refugiarnos con valiente humildad en la gracia y la Sangre de Cristo. Pero, ¿y en cuanto creatura? ¿No cabe, por ejemplo, una mirada de compasión hacia la desgracia infinita en que ha incurrido el demonio, así sepamos con claridad que ha llegado ahí por propia y libre decisión?
Además, sabemos que el Dios eterno y misericordioso no cambie por el hecho de que cambie su creatura. Así como Dios no dejó y no deja de amarnos por el hecho de que hayamos cometido pecados, así también es cierto que su misericordia se hace presente incluso en el infierno, como le reveló el mismo Dios a Santa Catalina de Siena. Por otra parte, esa misma misericordia es detestable para quien nada quiere de Dios, pero ese es otro tema.
El razonamiento podría ser este: así como Dios estira y extienda su misericordia incluso hasta el infierno, ¿no deberíamos nosotros participar de ese sentimiento de compasión?
El problema está en que todo amar nuestro está sellado por nuestra condición temporal. Somos seres “en el tiempo” y cuando razonamos o sentimos lleva en sí esa realidad. Es ahí donde surge una grave dificultad. Yo no puedo sentir compasión por el pobre sin desear que su vida mejore. No puedo compadecerme del enfermo sin desear que se cure o por lo menos que en algo se alivien sus dolores. La compasión que sentimos por las almas del purgatorio apunta a que un día puedan contemplar el rostro de Dios, en lo que tendrán perfecta felicidad y plenitud.
Pero, ¿y en cuanto a los condenados, lo cual incluye los demonios? No es psicológicamente posible hablar de compasión hacia ellos sin lo que reclama nuestra condición temporal, o sea, el deseo de que cambie su situación. Pero su situación no puede cambiar por el bloqueo interno, deseado y definitivo de su voluntad, sea como ángeles o como seres humanos. Nuestra compasión empezaría a desear algo que no sucede y que no va a suceder. Ese modo de amor se situaría implícitamente en rebeldía frente a la realidad que ya es definitiva para ellos.
Por eso la llamada compasión hacia los condenados en general entraña una contradicción interna, porque sería un amor que desea, aunque fuera germinalmente o implícitamente, algo contrario a lo que el Dios-Amor ha hecho en la obra general de su creación.
Así pues, lo único que cabe frente a los condenados es la constatación de su espantosa situación pero no es de esperar ni es sano predicar, de ninguna manera, ningún género de amor, incluso como compasión, hacia ellos. Nuestra única oración con relación a ellos sólo puede ser el Samo 119, 137-144:
Justo eres tú, SEÑOR,
y rectos tus juicios.
Has ordenado tus testimonios con justicia,
y con suma fidelidad.
Mi celo me ha consumido,
porque mis adversarios han olvidado tus palabras.
Es muy pura tu palabra,
y tu siervo la ama.
Pequeño soy, y despreciado,
mas no me olvido de tus preceptos.
Tu justicia es justicia eterna,
y tu ley verdad.
Angustia y aflicción han venido sobre mí,
mas tus mandamientos son mi deleite.
Tus testimonios son justos para siempre;
dame entendimiento para que yo viva.