¿La misericordia implica alguna forma de carencia en quien se compadece?

Siendo la misericordia compasión de la miseria ajena, como queda dicho (a.1), siente misericordia quien se duele de la miseria de otro. Ahora bien, lo que nos entristece y hace sufrir es el mal que nos afecta a nosotros mismos, y en tanto nos entristecemos y sufrimos por la miseria ajena en cuanto la consideramos como nuestra. Esto acaece de dos modos. Primero: por la unión afectiva producida por el amor. Efectivamente, quien ama considera al amigo como a sí mismo y hace suyo el mal que él padece. Por eso se duele del mal del amigo cual si fuera propio. Por esa razón, en IX Ethic., destaca el Filósofo, entre los sentimientos de amistad, condolerse del amigo, y el Apóstol por su parte, exhorta en Rom 12,15 a gozar con los que se gozan, llorar con los que lloran. Otro modo es la unión real que hace que el dolor que afecta a los demás esté tan cerca que de él pase a nosotros. Por eso escribe el Filósofo en II Rhet. que los hombres se compadecen de sus semejantes y allegados, por pensar que también ellos pueden padecer esos males. Ocurre igualmente que los más inclinados a la misericordia son los ancianos y los sabios, que piensan en los males que se ciernen sobre ellos, lo mismo que los asustadizos y los débiles. A la inversa, no tienen tanta misericordia quienes se creen felices y tan fuertes como para pensar que no pueden ser víctimas de mal alguno. En consecuencia, el defecto es siempre el motivo de la misericordia, sea que por la unión se considere como propio el defecto ajeno, sea por la posibilidad de padecer lo mismo. (S. Th., II-II, q.30, a.2, resp.)


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¿Es la misericordia la mayor de las virtudes?

Una virtud es suprema de dos maneras. La primera, en sí misma; la segunda, en relación con quien la tiene. En sí misma, la misericordia es, ciertamente, la mayor. A ella, en efecto, le compete volcarse en los otros, y, lo que es más aún, socorrer sus deficiencias; esto, en realidad, es lo peculiar del superior. Por eso se señala también como propio de Dios tener misericordia, y se dice que en ella se manifiesta de manera extraordinaria su omnipotencia.

Con relación al sujeto, la misericordia no es la máxima, a no ser que sea máximo quien la posee, no teniendo a nadie sobre sí y a todos por debajo. Para quien tiene a otro por encima, le es cosa mayor y mejor unirse a él que socorrer las deficiencias del inferior. Por tanto, con relación al hombre, que tiene a Dios por encima de sí, la caridad, uniéndole a El, es más excelente que la misericordia con que socorre al prójimo. Pero entre todas las virtudes que hacen referencia al prójimo, la más excelente es la misericordia, y su acto es también el mejor. Efectivamente, atender a las necesidades de otro es, al menos bajo ese aspecto, lo peculiar del superior y mejor. (S. Th., II-II, q.30, a.4, resp.)


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¿Uno debería tratar de hacerle el bien a todo el mundo?

Como ya hemos expuesto (a.1 ad 1), la beneficencia es efecto del amor que inclina a los seres superiores hacia los inferiores para aliviar su indigencia. Pues bien, las gradaciones que se dan entre los hombres no son inmutables, como en los ángeles. Los hombres, en efecto, son víctimas de muchas deficiencias, y por eso quien es superior en una cosa, es, o puede ser, inferior en otra. De ahí que, abarcando a todos la caridad, a todos debe extenderse también la beneficencia, teniendo siempre en cuenta las circunstancias de lugar y tiempo, dado que todo acto virtuoso debe atenerse a los límites exigidos por las circunstancias. (S. Th., II-II, q.31, a.2, resp.)


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¿Debe uno hacer primero el bien a los que le son más allegados?

La gracia y la virtud imitan el orden de la naturaleza instituido por la sabiduría divina. Pues bien, entra en el orden de la naturaleza que cualquier agente de la misma desarrolle su acción ante todo y sobre todo entre lo que está más cerca, como el fuego calienta más a las cosas más cercanas. De la misma manera, Dios difunde los dones de su bondad antes y de manera más abundante sobre las cosas más cercanas a El, como expone Dionisio en el cap. 4 De Cael. Hier. Ahora bien, hacer beneficios es acto de caridad para con otros. Es, por lo mismo, un deber ser más benéficos con los más allegados.

Pero el allegamiento entre las personas puede ser considerado desde diferentes puntos de vista, según los distintos géneros de relaciones que las ponen en comunicación; así tenemos: los consanguíneos, en la comunicación natural; los conciudadanos, en la civil; los fieles, en la espiritual, y así sucesivamente. A tenor, pues, de esa diversidad de uniones se han de dispensar los distintos beneficios, ya que, absolutamente hablando, a cada uno se le debe otorgar el beneficio que corresponda a lo que más nos una. Esto, no obstante, puede variar según la diversidad de lugares, tiempos y ocupaciones humanas. Efectivamente, en algún caso, por ejemplo, en necesidad extrema, se debe atender al extraño antes incluso que al padre, que no la atraviesa tan grande. (S. Th., II-II, q.31, a.3, resp.)


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¿Son superiores las limosnas corporales a las espirituales?

Hay dos maneras de comparar estas limosnas. En primer lugar, considerándolas como son en sí mismas. Desde este punto de vista, las espirituales son superiores a las corporales por tres razones: Primera, porque lo que se da es en sí mismo de mayor valor, ya que se trata de un don espiritual, siempre mayor que un don corporal, según leemos en Prov 4,2: Os daré un buen don: no olvidéis mi ley. Segunda: la atención a quien recibe el beneficio: el alma es más noble que el cuerpo. Por donde, como el hombre debe mirar por sí mismo más en cuanto al espíritu que en cuanto al cuerpo, otro tanto debe hacer con el prójimo, a quien está obligado a amar como a sí mismo. Tercera, por las acciones mismas con que se auxilia al prójimo: las acciones espirituales son más nobles que las corporales, que en cierto modo son serviles.

En segundo lugar, también se pueden comparar los dos tipos de limosna en un caso particular. En ese plano sucede a veces que se prefiere la limosna corporal a la espiritual. Por ejemplo, al que se muere de hambre, antes hay que alimentarle que enseñarle; o, como advierte el Filósofo, es mejor dotar (al indigente) que volverlo filósofo, aunque lo último sea en absoluto mejor. (S. Th., II-II, q.32, a.3, resp.)


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¿Es de precepto dar limosna?

Siendo de precepto el amor al prójimo, debe serlo también lo que resulte indispensable para conservar ese amor. Pues bien, en virtud de ese amor debemos no solamente querer, sino también procurar el bien del prójimo, a tenor de lo que enseña San Juan (1 Jn 3,18): No amemos de palabra y con la lengua, sino con obras y de verdad. Ahora bien, querer y hacer bien al prójimo implica socorrerle en sus necesidades, lo cual se realiza con la donación de la limosna. Por tanto, ésta es preceptiva.

Pero, dado que los preceptos versan sobre los actos de las virtudes, es necesario que dar limosna caiga bajo precepto en la medida en que este acto es necesario para la virtud, es decir, según lo exija la recta razón. Pues bien, esto implica dos tipos de relación: una respecto a quien da la limosna, y otra respecto a quien la recibe. De parte de quien la da hay que considerar que lo que se haya de dar en limosna sea superfluo, a tenor de lo que leemos en San Lucas 11,41: Dad limosna de lo que os sobre. Y llamo superfluo lo que lo es no sólo respecto de la persona, o sea, lo innecesario para el individuo, sino también respecto de las personas que están a su cargo. Cada uno, efectivamente, debe atender ante todo a sus necesidades propias y a las de las personas que tiene a su cargo, a cuyo tenor se llama necesario de la persona, por cuanto el concepto persona incluye también su condición y su rango. Hecho esto, con el sobrante se vendrá en ayuda de las necesidades de los demás. De esta manera se comporta también la naturaleza: primero se procura lo necesario de la nutrición para sustentación del propio cuerpo, el resto lo gasta en la generación de otros seres nuevos.

De parte de quien recibe la limosna se exige que esté en necesidad; de lo contrario no habría razón para dársela. Mas, dado que uno solo no puede remediar las situaciones de cuantos lo necesitan, no toda necesidad obliga bajo precepto, sino solamente cuando quien la padece no pueda ser socorrido de otra manera. En este caso tiene aplicación lo que afirma San Ambrosio: Da de comer al que muriere de hambre; si no lo alimentas, lo mataste. En conclusión: es preceptivo dar limosna de lo superfluo y hacerla a quien se encuentre en necesidad extrema. Fuera de esas condiciones, es de consejo, igual que es de consejo cualquier bien mejor. (S. Th., II-II, q.32, a.5, resp.)


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¿Se puede hacer limosna con lo ilícitamente adquirido?

Hay tres modos de adquirir ilícitamente una cosa. Primero: lo ilícitamente adquirido pertenece a aquel de quien se adquiere, no pudiéndolo retener quien lo haya adquirido. Es el caso que se da en la rapiña, el hurto y la usura. Hay obligación de restituirlo, y no se puede dar en limosnas. Segundo: Lo adquirido no puede retenerlo quien lo adquirió, y, sin embargo, no se puede dar a aquel de quien lo adquirió, pues lo recibió contra justicia de quien también lo dio contra justicia. Es el caso de la limosna en la que tanto el donante como el receptor obran contra la justicia de la ley divina. Por eso no se debe restituir a quien lo dio, sino que se debe repartir en limosna. Otro tanto debe hacerse en casos semejantes, es decir, siempre que tanto la donación como la aceptación van contra la justicia. Tercero: lo adquirido es ilícito, no porque lo sea la adquisición en sí misma, sino por serlo los medios empleados, por ejemplo, lo que adquiere la mujer prostituyéndose. A esto se llama con propiedad lucro torpe. La mujer, en efecto, ejercitando la prostitución, actúa torpemente y contra la ley de Dios; pero por aceptar algo no obra ni injustamente ni contra la ley. Por tanto, lo así ilícitamente adquirido puede ser retenido y con ello se puede hacer limosna. (S. Th., II-II, q.32, a.7, resp.)


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Nociones claras sobre la corrección fraterna

La corrección del que yerra es en cierta forma remedio que debe emplearse contra el pecado del prójimo. Ahora bien, el pecado de una persona puede considerarse de dos maneras. La primera: como algo nocivo para quien lo comete. Segunda: como perjuicio que redunda en detrimento de los demás, que se sienten lesionados o escandalizados, y también como perjuicio al bien común, cuya justicia queda alterada por el pecado. Hay, por lo mismo, doble corrección del delincuente. La primera: aportar remedio al pecado como mal de quien peca. Esta es propiamente la corrección fraterna, cuyo objetivo es corregir al culpable. Ahora bien, remover el mal de uno es de la misma naturaleza que procurar su bien. Pero esto último es acto de caridad que nos impulsa a querer y trabajar por el bien de la persona a la que amamos. Por lo mismo, la corrección fraterna es también acto de caridad, ya que con ella rechazamos el mal del hermano, es decir, el pecado. La remoción del pecado —tenemos que añadir-incumbe a la caridad más que la de un daño exterior, e incluso más que la del mismo mal corporal, por cuanto su contrario, el bien de la virtud, es más afín a la caridad que el bien corporal o el de las cosas exteriores. De ahí que la corrección fraterna es acto más esencial de la caridad que el cuidado de la enfermedad del cuerpo o la atención que remedia la necesidad externa. La otra corrección remedia el pecado del delincuente en cuanto revierte en perjuicio de los demás y, sobre todo, en perjuicio del bien común. Este tipo de corrección es acto de justicia, cuyo cometido es conservar la equidad de unos con otros. (S. Th., II-II, q.33, a.1, resp.)


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¿Es obligación moral hacer una corrección fraterna?

La corrección fraterna cae bajo precepto. Pero hay que tener presente que, así como los preceptos negativos de la ley prohíben acciones pecaminosas, los afirmativos inculcan las virtuosas. Ahora bien, las acciones pecaminosas son intrínsecamente malas, y de ningún modo, ni en ningún lugar ni tiempo, pueden llegar a ser buenas, como enseña el Filósofo. Por eso los preceptos negativos obligan siempre y para siempre. Los actos de las virtudes, en cambio, no deben hacerse de cualquier manera, sino guardadas las debidas circunstancias requeridas para que un acto sea virtuoso, es decir, que se hagan en donde, cuando y del modo que se debe. Y dado que la disposición de los medios se hace en conformidad con el fin, a lo que hay que atender sobre todo en esas circunstancias es a la razón de fin, que es el objeto de la virtud. Por tanto, si en un acto virtuoso se omite alguna circunstancia de tal categoría que quedara comprometido totalmente el bien de la virtud, esto iría contra el precepto. Mas en el caso de que se omita una circunstancia cuyo defecto no vicie del todo la virtud, aunque no se logre en su totalidad el bien de la virtud, no se infringe el precepto. Por eso escribe también el Filósofo en II Ethic. que apartarse un poco del justo medio virtuoso no atenta contra la virtud; pero si es mucho, desaparece la razón de acto virtuoso. Pues bien, la corrección se ordena a corregir al hermano, y por eso cae bajo precepto en la medida en que es necesaria para ese fin; mas esto no quiere decir que haya que corregir al culpable en cualquier lugar y tiempo. (S. Th., II-II, q.33, a.2, resp.)


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¿El deber de la corrección fraterna incumbe a todos o solo a los que tienen autoridad en la Iglesia?

Según hemos expuesto (a.1) hay dos tipos de corrección. Una que es acto de caridad, cuyo objetivo principal es la corrección del delincuente con sencilla amonestación. Esta corrección incumbe a cualquiera, súbdito o superior, que tenga caridad. Hay, en cambio, otra corrección que es acto de justicia, y cuyo objetivo es el bien común. Este no se promociona solamente amonestando al culpable, sino también, muchas veces, castigándole, para que los demás, atemorizados, desistan del pecado. Esta corrección incumbe solamente a los prelados, los cuales, además de amonestar, deben también corregir castigando. (S. Th., II-II, q.33, a.3, resp.)


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¿Es deber de un súbdito corregir a su prelado?

La corrección que es acto de justicia por coacción penal, no incumbe al súbdito respecto de su prelado. Pero la corrección que es acto de caridad atañe a cada cual en relación con las personas a las que debe amar si ve en ellas algo reprensible. En efecto, el acto que procede de un hábito o potencia se extiende a cuanto comprende el objeto de esa potencia o hábito, lo mismo que la visión abarca todo cuanto esté bajo su objeto. Pero dado que el acto virtuoso debe estar regulado por las debidas circunstancias, en la corrección del súbdito hacia su superior debe guardarse la debida moderación, o sea, no debe hacerlo ni con protervia ni con dureza, sino con mansedumbre y respeto. Por eso en 1 Tim 5,1 escribe el Apóstol: No increparás al anciano, sino exhórtale como a padre. Por eso mismo también reprocha Dionisio al monje Demófilo por haber corregido de manera irreverente a un sacerdote golpeándole y echándolo de la iglesia. (S. Th., II-II, q.33, a.4, resp.)


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¿Un pecador tiene derecho a corregir a otros?

Como hemos expuesto (a.3 ad 2 y 3), la corrección del culpable compete a quien tenga recto juicio de razón. Pues bien, el pecado, según hemos visto (1-2 q.85 a.2) no corrompe del todo el bien natural hasta el extremo de no dejar, en quien lo comete, algo de recto juicio de la razón. Por eso puede estar en condiciones de reprender el delito ajeno.

No obstante, el pecado precedente implica un obstáculo para esa corrección por tres razones. La primera, porque el pecado precedente le hace más indigno para reprender a otro, sobre todo si su pecado es mayor que el que trata de reprender en otro. Por eso, en torno a las palabras de Mt 7,3: ¿Por qué ves la paja?, escribe San Jerónimo: Habla de quienes, estando en pecado mortal, no toleran faltas menores en los hermanos. Segunda razón: Está viciada la corrección por el escándalo que puede causar si es conocido el pecado de quien corrige, pues parece que quien corrige no lo hace por caridad, sino por ostentación. Por eso, comentando San Juan Crisóstomo el texto de Mt 7,4: ¿Como dices a tu hermano?, escribe: ¿Por qué dices eso?, ¿por caridad para salvar a tu prójimo? No: porque antes te salvarías a ti. No quieres, pues, salvar a los demás, sino ocultar con buenas palabras tus malas acciones y mendigar de los hombres alabanza de tu saber. Tercera razón: La corrección está viciada por la soberbia del que corrige, ya que éste, minimizando sus propios pecados, se prefiere en su corazón al prójimo, cuyos pecados juzga con rigurosa severidad, como si fuera él mismo justo. Por eso escribe San Agustín en el libro De Serm. Dom.: Acusar los vicios es oficio de varones buenos; si esto lo hacen los malos, usurpan cometido ajeno. Y allí mismo dice también: Cuando la necesidad nos obliga a reprender a alguno, preguntémonos si nosotros no hemos cometido la misma falta, y tengamos en cuenta que somos hombres y la hemos podido cometer. O quizás la tuvimos y ya no la tenemos, y entonces acordémonos de nuestra común fragilidad, para que a la corrección preceda no el odio, sino la misericordia. Y si tenemos conciencia de vernos sumergidos en el mismo vicio, no se lo echemos en cara, sino lloremos con él, y mutuamente invitémonos al arrepentimiento.

De todo esto, pues, se deduce que, si un pecador reprende a otro con humildad, no peca ni se hace merecedor de nueva condenación, aunque por esto se vea reconocido reo por su pecado pasado, sea en la conciencia del hermano, sea al menos en la suya propia. (S. Th., II-II, q.33, a.5, resp.)


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¿Se debe desistir de la corrección por temor de que alguien se vuelva peor?

Como queda expuesto (a.3), hay dos clases de corrección del delincuente. La primera compete, en realidad, a los superiores, ya que se ordena al bien común y tiene fuerza coactiva. Esta corrección no debe pasar en silencio por temor a la turbación que pudiera ocasionar al que es objeto de ella, ya que, si no quiere enmendarse por propia voluntad, se le debe obligar, castigándole, a contenerse de su pecado, o también porque, si resulta incorregible, se mira por el bien común guardando el orden de la justicia e inspirando con ello un ejemplo de escarmiento para los demás. Por eso mismo el juez no desiste de dar sentencia de condena contra el culpable por temor de la turbación que pudiera causarle a él o incluso a sus amigos.

Pero hay una segunda corrección fraterna, cuyo fin es la enmienda del culpable; no usa de la coacción, sino que procede por simple admonición. Por eso, cuando se presiente con probabilidad que el culpable no va a tener en cuenta la admonición, sino que, por el contrario, se va a deslizar hacia cosas peores, es preferible desistir de ella, puesto que los medios deben medirse por la exigencia del fin que se pretende conseguir. (S. Th., II-II, q.33, a.5, resp.)


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En la corrección fraterna, ¿debe preceder la amonestación secreta a la denuncia?

El tema de la denuncia pública de los pecados exige una distinción, ya que los pecados pueden ser públicos u ocultos. Si son públicos, no hay que preocuparse solamente del remedio de quien pecó para que se haga mejor, sino también de todos aquellos que pudieran conocer la falta, para evitar que sufran escándalo. Por ello, este tipo de pecados debe ser recriminado públicamente, a tenor de lo que escribe el Apóstol en 1 Tim 5,20: Increpa delante de todos al que peca, para que los otros conciban temor. Esto se entiende de los pecados públicos, según el parecer de San Agustín en el libro De verb. Dom.

En cambio, si se trata de pecados ocultos, parece que debe tenerse en cuenta lo que dice el Señor: Si tu hermano te ofendiere (Mt 18,15). En verdad, cuando te ofende en presencia de otros, no sólo peca contra ti, sino también contra los otros a quienes ha causado perturbación. Mas dado que incluso en los pecados ocultos se puede ofender al prójimo, es preciso establecer una distinción. Hay, en efecto, pecados ocultos que redundan en perjuicio corporal o espiritual del prójimo. Por ejemplo, si uno maquina la manera de entregar la ciudad al enemigo, o si el hereje privadamente aparta a los hombres de la fe. En esos casos, como quien peca ocultamente, peca no sólo contra ti, sino también contra otros, se debe proceder inmediatamente a la denuncia para impedir tal daño, a no ser que alguien tuviera buenas razones para creer que se podría alejar ese mal con la recriminación secreta. Pero hay también pecados secretos que solamente redundan en perjuicio de quien peca y de ti contra quien peca, porque resultas dañado por quien comete el pecado o simplemente por conocimiento de ello. Entonces solamente hay que buscar el remedio del hermano delincuente. Como el médico del cuerpo intenta la salud corporal, si puede, sin cortar ningún miembro, y, si no puede, corta el miembro menos necesario para conservar la vida de todo el cuerpo, así también, quien tiene interés por la corrección del hermano, debe, si puede, enmendarlo en su conciencia, salvaguardando su reputación. Esta, en verdad, es útil, en primer lugar para el mismo que peca, no solamente en el plano temporal, en el que la pérdida de la buena reputación conlleva múltiples perjuicios, sino también en el plano espiritual, ya que el temor a la infamia aleja a muchos del pecado, de suerte que, cuando se sienten difamados, pecan sin freno. Por eso escribe San Jerónimo: Ha de ser corregido el hermano a solas, no suceda que, al perder una vez el pudor y la vergüenza, se quede en el pecado. En segundo lugar se debe guardar la fama del hermano que ha pecado, ya que su deshonor repercute en los demás, como advierte San Agustín en la epístola Ad Plebem Hipponensem: Cuando de alguno que profesa el santo nombre se deja oír falso crimen o se pone de manifiesto el verdadero, se insiste, se remueve, se intriga, para hacer creer que todos están en el mismo caso. Además, sucede también que, hecho público el pecado de uno, otros se sienten inducidos a pecar. Pero como la conciencia debe ser preferida a la fama, ha querido Dios que, incluso con dispendio de la fama, la conciencia del hermano se librara del pecado por pública denuncia.

Es, pues, evidente que es de necesidad de precepto que la amonestación secreta preceda a la denuncia pública. (S. Th., II-II, q.33, a.7, resp.)


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¿Puede alguien llegar a odiar a Dios?

Por lo dicho en otro lugar (1-2 q.29 a.1), está claro que el odio es impulso de la potencia apetitiva que se mueve sólo por la aprensión de algo. Ahora bien, Dios puede ser aprehendido por el hombre de dos maneras. La primera, en sí mismo; por ejemplo, cuando lo ve por esencia; la otra, por sus efectos. Lo invisible de Dios desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras (Rom 1,20). Pues bien, Dios es por esencia la bondad misma, a la que nadie puede odiar, ya que, por definición, el bien es lo que se ama. Por eso resulta imposible que quien ve por esencia a Dios le odie.

Con respecto a sus efectos, hay algunos que no pueden ser contrarios a la voluntad humana; por ejemplo, ser, vivir, entender. Son cosas apetecibles y amables para todos, y son efectos de Dios. Por eso mismo, en cuanto Dios es aprehendido como autor de esos efectos, no puede ser odiado.

Pero hay efectos que contrarían a la voluntad humana desordenada, como, por ejemplo, la inflicción de un castigo, la cohibición de los pecados por la ley divina que contraría a la voluntad depravada por el pecado. Ante la consideración de estos efectos puede haber quien odie a Dios, porque le considera como quien prohibe pecados e inflige castigos. (S. Th., II-II, q.34, a.1, resp.)


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¿Es el odio el peor de los pecados?

Ha quedado expuesto (q.10 a.3) que el defecto del pecado está en la aversión a Dios, y esta aversión no sería culpable si no fuera voluntaria. Por eso la falta consiste esencialmente en la aversión voluntaria de Dios. Ahora bien, esta aversión voluntaria de Dios va en realidad implicada en el odio a Dios; en los demás pecados, en cambio, por participación e indirectamente. En efecto, la voluntad, de suyo, se adhiere a lo que ama, lo mismo que también rechaza lo que odia. Por eso, cuando alguien odia a Dios, la voluntad, de suyo, se aparta de Él. En los demás pecados, empero, por ejemplo, en la fornicación, no se aparta de Dios directa, sino indirectamente, es decir, en cuanto se orienta hacia un placer desordenado que conlleva la aversión de Dios. Pero siempre lo que es de suyo es más importante que lo que es por otro. En consecuencia, el odio a Dios es el más grave de los pecados. (S. Th., II-II, q.34, a.2, resp.)


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