Qué dice Aristóteles y qué dice Santo Tomás sobre el lucro del comerciante

Es propio de los comerciantes dedicarse a los cambios de las cosas; y como observa el Filósofo en I Pol., tales cambios son de dos especies: una, como natural y necesaria, es decir, por la cual se hace el trueque de cosa por cosa o de cosas por dinero para satisfacer las necesidades de la vida; tal clase de cambio no pertenece propiamente a los comerciantes, sino más bien a los cabezas de familia o a los jefes de la ciudad, que tienen que proveer a su casa o a la ciudad de las cosas necesarias para la vida; la segunda especie de cambio es la de dinero por dinero o cualquier objeto por dinero, no para proveer las necesidades de la vida, sino para obtener algún lucro; y este género de negociación parece pertenecer, propiamente hablando, al que corresponde a los comerciantes. Mas, según el Filósofo, la primera especie de cambio es laudable, porque responde a la necesidad natural; mas la segunda es con justicia vituperada, ya que por su misma naturaleza fomenta el afán de lucro, que no conoce límites, sino que tiende al infinito. De ahí que el comercio, considerado en sí mismo, encierre cierta torpeza, porque no tiende por su naturaleza a un fin honesto y necesario.

No obstante, el lucro, que es el fin del comercio, aunque en su esencia no entrañe algún elemento honesto o necesario, tampoco implica por esencia nada vicioso o contrario a la virtud. Por consiguiente, nada impide que ese lucro sea ordenado a un fin necesario o incluso honesto, y entonces la negociación se volverá lícita. Así ocurre cuando un hombre destina el moderado lucro que adquiere mediante el comercio al sustento de la familia o también a socorrer a los necesitados, o cuando alguien se dedica al comercio para servir al interés público, para que no falten a la vida de la patria las cosas necesarias, pues entonces no busca el lucro como un fin, sino remuneración de su trabajo. (S. Th., II-II, q.77, a.4 resp.)


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Análisis moral de los fraudes al comprar o vender

Utilizar el fraude para vender algo en más del precio justo es absolutamente un pecado, por cuanto se engaña al prójimo en perjuicio suyo; de ahí que también Tulio, en el libro De offic., diga que toda mentira debe excluirse de los contratos; no ha de poner el vendedor un postor que eleve el precio, ni el comprador otra persona que puje en contra de su oferta.

Pero si se excluye el fraude, entonces podemos considerar la compraventa bajo un doble concepto: primero, en sí misma; en este sentido, la compraventa parece haber sido instituida en interés común de ambas partes, es decir, mientras que cada uno de los contratantes tenga necesidad de la cosa del otro, como claramente expone el Filósofo en I Polit. Mas lo que se ha establecido para utilidad común no debe redundar más en perjuicio de uno que del otro otorgante, por lo cual debe constituirse entre ellos un contrato basado en la igualdad de la cosa. Ahora bien: el valor de las cosas que están destinadas al uso del hombre se mide por el precio a ellas asignado, para lo cual se ha inventado la moneda, como se dice en V Ethic. Por consiguiente, si el precio excede al valor de la cosa, o, por lo contrario, la cosa excede en valor al precio, desaparecerá la igualdad de justicia. Por tanto, vender una cosa más cara o comprarla más barata de lo que realmente vale es en sí injusto e ilícito.

En un segundo aspecto, podemos tratar de la compraventa en cuanto accidentalmente redunda en utilidad de una de las partes y en detrimento de la otra; por ejemplo, cuando alguien tiene gran necesidad de poseer una cosa y otro sufre perjuicio si se desprende de ella. En este caso, el precio justo debe determinarse de modo que no sólo atienda a la cosa vendida, sino al quebranto que ocasiona al vendedor por deshacerse de ella. Y así podrá lícitamente venderse una cosa en más de lo que vale en sí, aunque no se venda en más del valor que tiene para el poseedor de la misma.

Pero si el comprador obtiene gran provecho de la cosa que ha recibido de otro, y éste, que vende, no sufre daño al desprenderse de ella, no debe ser vendida en más de lo que vale, porque, en este caso, la utilidad, que crece para el comprador, no proviene del vendedor, sino de la propia condición del comprador, y nadie debe cobrar a otro lo que no le pertenece, aunque sí puede cobrarle el perjuicio que sufre. No obstante, el que obtiene gran provecho de un objeto que ha sido adquirido de otro puede, espontáneamente, dar al vendedor algo más del precio convenido, lo cual es un signo de honradez. (S. Th., II-II, q.76, a.1 resp.)


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¿Puede ser lícito maldecir a alguien?

Maldecir es lo mismo que decir lo malo. Mas de tres maneras se puede decir algo: primera, a manera de enunciación, que se expresa con el verbo en modo indicativo; en este sentido, maldecir no es otra cosa que referir lo malo de otro, lo cual pertenece a la detracción, por cuya razón algunas veces los detractores son llamados maldicientes. Segunda, a manera de causa, cuando el decir causa lo expresado; esta forma corresponde primaria y principalmente a Dios, que hizo todo con su palabra, según Sal 32,9; 148,5: Habló, y todas las cosas fueron hechas. Mas también, y en segundo término, corresponde a los hombres, que con el imperio de sus palabras mueven a otros a hacer algo; para esto ha sido instituido el modo imperativo del verbo. Tercera, el decir puede ser también cierta expresión de los sentimientos de la persona que desea lo que con la palabra expresa, y para esto se ha instituido el modo optativo.

Dejando, pues, a un lado el primer modo de maldecir, que se realiza por una simple enunciación del mal, se ha de tratar de las otras dos formas. Acerca de ello se ha de saber que hacer algo y desearlo son actos correlativos en cuanto a su bondad o malicia, como se desprende de lo expuesto en otro lugar (1-2 q.20 a.3). Por consiguiente, en estos dos modos, por los que se expresa algo malo en forma imperativa u optativa, hay igual razón de licitud o ilicitud. Si, pues, uno ordena o desea el mal de otro en cuanto es un mal, queriendo este mal por sí mismo, maldecir de una u otra forma será ilícito, y ésta es la maldición rigurosamente hablando. Pero si uno ordena o desea el mal de otro bajo la razón de bien, entonces es lícito, y no habrá maldición en sentido propio, sino materialmente, ya que la intención principal del que habla no se orienta al mal, sino al bien.

Mas sucede que un mal puede ser considerado ordenado o deseado bajo la razón de bien por doble motivo. Unas veces por justicia, y así un juez maldice lícitamente a aquel a quien manda le sea aplicado un justo castigo; así también es como la Iglesia maldice anatematizando. También así los profetas imprecan algunas veces males contra los pecadores, conformando en cierto modo su voluntad a la justicia divina (aunque tales imprecaciones pueden también entenderse a manera de profecías). Otras veces se dice algún mal por razón de utilidad, como cuando alguien desea que un pecador padezca alguna enfermedad o impedimento cualquiera para que se haga mejor o al menos para que cese de perjudicar a otros. (S. Th., II-II, q.76, a.1 resp.)


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La gravedad que puede darse en la burla o la mofa

La burla no se hace sino sobre algún mal o defecto. Ahora bien: si éste es grande, no hay que tomarlo por un juego, sino en serio. Por consiguiente, si se toma a juego o causa risa (de lo que proceden, en latín, los nombres de irrisión y diversión), es porque se considera ese mal como cosa insignificante. Mas puede considerarse un mal como pequeño de dos modos: primero, en sí mismo; segundo, por razón de la persona. Así, cuando alguien toma a juego o a risa el mal o el defecto de otra persona porque en sí es un mal pequeño, comete un pecado venial y leve por su naturaleza. Mas cuando se toma como pequeño ese mal por razón de la persona, como ocurre con los defectos de los niños y de los tontos, que solemos estimar en poco, entonces el que uno se burle o se ría implica menospreciar totalmente al prójimo y juzgarlo tan vil que no ha de inquietarse por su mal, sino que se le debe estimar como objeto de diversión. Y tomada así la burla, es pecado mortal, y aun más grave que la contumelia, porque el contumelioso parece tomar en serio el mal de otro; en cambio, quien se burla lo toma a risa, y así resulta mayor el desprecio y la deshonra.

Según todo esto, la burla es un pecado grave, tanto más grave cuanto mayor respeto se debe a la persona sobre quien recaiga la burla. Por consiguiente, la peor de todas es burlarse de Dios y de las cosas propias de El, según se dice en Is 37,23: ¿A quién has insultado y contra quién has alzado tu voz? Y luego añade: Contra el Santo de Israel. Viene en segundo lugar la burla contra los padres, por lo que dice Prov 30,17: El ojo del que hace burla de su padre y desprecia a la madre que le engendró será arrancado por los cuervos del torrente y comido por los hijos de las águilas. Ocupa en tercer lugar, por su gravedad, la burla que recae sobre los justos, porque el honor es el premio de la virtud. Y frente a esto se dice en Job 12,4: Es escarnecida la sencillez del justo. Esta burla es muy nociva, porque por ésta los hombres son impedidos de hacer el bien, según dice Gregorio: Hay quienes ven brotar el bien en las obras del prójimo y se apresuran a arrancarlo en seguida con mano de mortífera censura. (S. Th., II-II, q.75, a.2 resp.)


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De algunos pecados conexos con la difamación

Según el Apóstol, en Rom 1,32, son dignos de muerte no sólo los que cometen pecados, sino también los que aprueban a los que los cometen, lo cual puede acontecer de dos modos: primero, directamente, esto es, cuando uno induce a otro a pecar o se complace en el pecado; segundo, indirectamente, cuando no se impide pudiendo impedirlo, y esto sucede algunas veces no porque se complazca con el pecado, sino por cierto temor humano. Debe, pues, decirse que, si alguien escucha las difamaciones sin rechazarlas, parece que consiente con el detractor, y por ello se hace partícipe de su pecado. Si le induce a difamar o solamente se complace en la difamación por odio a aquel a quien se denigra, no peca menos que el detractor, y a veces peca más. De ahí que escriba Bernardo: No me resulta fácil decir cuál de estas dos cosas es más punible: difamar o escuchar al detractor. Pero si el que escucha no se complace en el pecado, sino que sólo por temor, negligencia e incluso, por cierta vergüenza, se abstiene de rechazar al detractor, peca ciertamente, pero mucho menos que el detractor, y la mayoría de las veces su pecado es venial. Puede, a veces, incurrirse también aquí en pecado mortal, ya porque a uno corresponda por su cargo corregir al detractor, ya por algún peligro consiguiente, ya por la raíz de aquella abstención, es decir, por el respeto humano, que puede ser algunas veces pecado mortal, como se ha expuesto (q.19 a.3). (S. Th., II-II, q.73, a.4 resp.)


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¿Peca el abogado si defiende una causa injusta?

A todo el mundo es ilícito cooperar a la realización del mal, ya sea por el consejo, ya por la ayuda o consintiendo de cualquier otra forma, puesto que el que aconseja y el que ayuda es en cierto modo autor; y el Apóstol, en Rom 1,32, escribe que son dignos de muerte no sólo los que cometen pecado, sino los que prestan su consentimiento a los que lo cometen. Por eso ya hemos dicho (q.62 a.7) que todos ellos están obligados a la restitución. Ahora bien: es evidente que el abogado presta auxilio y consejo a la persona cuya causa patrocina; luego si a sabiendas defiende una causa injusta, peca sin duda gravemente y está obligado a restituir a la otra parte el daño que en contra de la justicia, por medio de su ayuda, sufre esa parte; pero, si por ignorancia defiende una causa injusta, creyendo que es justa, se excusa en la medida en que puede ser excusable su ignorancia. (S. Th., II-II, q.71, a.3 resp.)


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¿Están los abogados obligados a defender particularmente a los pobres?

Ya que pertenece a las obras de misericordia ejercer la defensa en la causa de los pobres, debe repetirse igualmente aquí lo que también se ha dicho antes (q.32 a.5.9) acerca de las demás obras de misericordia. Nadie, en efecto, es lo suficientemente capaz de satisfacer con sus obras de misericordia las necesidades de todos los indigentes; y por eso, según escribe Agustín en I De doctr. christ., como no puedes ser útil a todos, debes socorrer principalmente a aquellos que por las circunstancias del lugar, tiempo o cualquier otra cosa te estén, por cierta razón del destino, más estrechamente ligados. Dice: circunstancias de lugar, porque el hombre no tiene obligación de buscar por el mundo indigentes a quienes socorrer, sino que le es suficiente si a aquellos que se le presentan les hace obras de misericordia. Por esto se prescribe en Ex 23,4: Si encontrares el buey o el asno de tu enemigo perdido, recondúcelo a él. Y añade: circunstancias de tiempo, por cuanto el hombre no está obligado a proveer a las futuras necesidades de otro, sino que es suficiente si socorre la necesidad presente; por lo cual se dice 1 Jn 3,17: Si alguien viere a su hermano sufrir necesidad y le cerrare sus entrañas, ¿cómo residirá la caridad de Dios en él? Y, finalmente, dice: o cualquier otra cosa, porque el hombre debe prestar atención preferentemente a los que por cualquier vínculo le están unidos, según la frase de 1 Tim 5,8: Si alguien no tiene cuidado de los suyos, y principalmente de los de su familia, ha renegado de la fe.

Sin embargo, aun concurriendo estas circunstancias, queda por considerar si el indigente sufre tan gran necesidad, que no se vislumbre de inmediato cómo se le puede socorrer de otro modo; y en tal caso se está obligado a hacer con él una obra de misericordia. Pero, si está a la vista cómo se le puede socorrer de distinto modo, ya el pobre por sí mismo, ya por una persona más allegada a él o que tenga más recursos, no se está necesariamente obligado a socorrer al indigente de modo que se cometa un pecado al no hacerlo; a pesar de que, si se le socorriera sin hallarse en tal necesidad, se obraría laudablemente.

Por consiguiente, el abogado no siempre tiene el deber de ejercitar su defensa en la causa de un pobre, sino solamente cuando concurran las predichas condiciones. De lo contrario, tendría que abandonar todos los demás asuntos y consagrarse exclusivamente a proteger las causas de los pobres. Lo mismo hay que decir del médico respecto de la curación de los enfermos pobres. (S. Th., II-II, q.70, a.4 resp.)


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¿En qué consiste la gravedad de quien da falso testimonio en un proceso?

El falso testimonio encierra una triple deformidad: primera, por el mismo perjurio, puesto que los testigos no son admitidos sino después de haber jurado, y por este concepto siempre es pecado mortal. Segunda, por la violación de la justicia, y en este aspecto es pecado mortal en su género, como lo es también cualquier injusticia, por cuya razón en un precepto del decálogo se prohibe el falso testimonio bajo esta forma, cuando se dice en Ex 20,16: No pronunciarás falso testimonio contra tu prójimo, porque no obra contra una persona el que le impide cometer una injusticia, sino solamente el que le priva de su justo derecho. Y tercera, por la misma falsedad, en cuanto que toda mentira es pecado; bajo este aspecto, el falso testimonio no siempre es pecado mortal. (S. Th., II-II, q.70, a.4 resp.)


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¿Es lícito robar en estado de necesidad?

Las cosas que son de derecho humano no pueden derogar el derecho natural o el derecho divino. Ahora bien: según el orden natural instituido por la divina providencia, las cosas inferiores están ordenadas a la satisfacción de las necesidades de los hombres. Por consiguiente, por la distribución y apropiación, que procede del derecho humano, no se ha de impedir que con esas mismas cosas se atienda a la necesidad del hombre. Por esta razón, los bienes superfluos, que algunas personas poseen, son debidos por derecho natural al sostenimiento de los pobres, por lo cual Ambrosio, y en el Decreto se consigna también, dice: De los hambrientos es el pan que tú tienes; de los desnudos, las ropas que tú almacenas; y es rescate y liberación de los desgraciados el dinero que tú escondes en la tierra. Mas, puesto que son muchos los que padecen necesidad y no se puede socorrer a todos con la misma cosa, se deja al arbitrio de cada uno la distribución de las cosas propias para socorrer a los que padecen necesidad. Sin embargo, si la necesidad es tan evidente y tan urgente que resulte manifiesta la premura de socorrer la inminente necesidad con aquello que se tenga, como cuando amenaza peligro a la persona y no puede ser socorrida de otro modo, entonces puede cualquiera lícitamente satisfacer su necesidad con las cosas ajenas, sustrayéndolas, ya manifiesta, ya ocultamente. Y esto no tiene propiamente razón de hurto ni de rapiña. (S. Th., II-II, q.66, a.7 resp.)


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El hurto, ¿es siempre pecado?

Si se considera la naturaleza del hurto, se hallarán en él dos razones de pecado: una, por la oposición a la justicia, que da a cada uno lo suyo, y en este sentido el hurto quebranta la justicia en cuanto que consiste en la sustracción de cosa ajena; otra, por razón de engaño o fraude que comete el ladrón, usurpando ocultamente y como por insidias la cosa ajena. Por tanto, es evidente que todo hurto es pecado. (S. Th., II-II, q.66, a.5 resp.)


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¿Es lícito a alguien poseer una cosa como propia?

Acerca de los bienes exteriores, dos cosas le competen al hombre. La primera es la potestad de gestión y disposición de los mismos, y en cuanto a esto, es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es también necesario a la vida humana por tres motivos: primero, porque cada uno es más solícito en gestionar aquello que con exclusividad le pertenece que lo que es común a todos o a muchos, puesto que cada cual, huyendo del trabajo, deja a otros el cuidado de lo que conviene al bien común, como sucede cuando hay multitud de servidores; segundo, porque se administran más ordenadamente las cosas humanas si a cada uno le incumbe el cuidado de sus propios intereses; sin embargo, reinaría confusión si cada cual se cuidara de todo indistintamente; tercero, porque así el estado de paz entre los hombres se mantiene si cada uno está contento con lo suyo. De ahí que veamos que entre aquellos que en común y pro indiviso poseen alguna cosa se suscitan más frecuentemente contiendas.

En segundo lugar, también compete al hombre, respecto de los bienes exteriores, el uso de los mismos; y en cuanto a esto no debe tener el hombre las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación de éstas en las necesidades de los demás. Por eso dice el Apóstol, en 1 Tim 7,18: Manda a los ricos de este siglo que den y repartan con generosidad sus bienes. (S. Th., II-II, q.66, a.2 resp.)


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¿Es natural al hombre la posesión de bienes exteriores?

Las cosas exteriores pueden considerarse de dos maneras: una, en cuanto a su naturaleza, la cual no está sometida a la potestad humana, sino solamente a la divina, a la que obedecen todos los seres; otra, en cuanto al uso de dichas cosas, y en este sentido tiene el hombre el dominio natural de las cosas exteriores, ya que, como hechas para él, puede usar de ellas mediante su razón y voluntad en propia utilidad, porque siempre los seres más imperfectos existen por los más perfectos, como se ha expuesto anteriormente (q.64 a.1); y con este razonamiento prueba el Filósofo, en I Polit., que la posesión de las cosas exteriores es natural al hombre. Este dominio natural sobre las demás criaturas, que compete al hombre por su razón, en la que reside la imagen de Dios, se manifiesta en la misma creación del hombre, relatada en Gén 1,26, donde se dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y tenga dominio sobre los peces del mar, etc. (S. Th., II-II, q.66, a.1 resp.)


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¿Es natural al hombre la posesión de bienes exteriores?

Las cosas exteriores pueden considerarse de dos maneras: una, en cuanto a su naturaleza, la cual no está sometida a la potestad humana, sino solamente a la divina, a la que obedecen todos los seres; otra, en cuanto al uso de dichas cosas, y en este sentido tiene el hombre el dominio natural de las cosas exteriores, ya que, como hechas para él, puede usar de ellas mediante su razón y voluntad en propia utilidad, porque siempre los seres más imperfectos existen por los más perfectos, como se ha expuesto anteriormente (q.64 a.1); y con este razonamiento prueba el Filósofo, en I Polit., que la posesión de las cosas exteriores es natural al hombre. Este dominio natural sobre las demás criaturas, que compete al hombre por su razón, en la que reside la imagen de Dios, se manifiesta en la misma creación del hombre, relatada en Gén 1,26, donde se dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y tenga dominio sobre los peces del mar, etc. (S. Th., II-II, q.66, a.1 resp.)


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Un homicidio involuntario, ¿puede llegar a ser pecado mortal?

Según el Filósofo, en II Physic., el azar o accidente es una causa que obra fuera de la intención. Por ello las cosas fortuitas, absolutamente hablando, no son ni intencionadas ni voluntarias; y puesto que todo pecado es voluntario, según Agustín, dedúcese que las cosas fortuitas, consideradas como tales, no son pecados. No obstante, sucede, a veces, que algo que no se quiere o intenta en el acto y por sí mismo, está en la voluntad o en la intención accidentalmente, en cuanto se llama causa accidental la que remueve los obstáculos. Por consiguiente, el que no evita las causas de las que se sigue el homicidio si debe evitarlas, será culpable en cierto modo de homicidio voluntario.

Y esto sucede de dos maneras: primera, cuando alguien, ocupándose en cosas ilícitas que debía evitar, comete un homicidio; segunda, cuando no pone de su parte el debido cuidado. Por esto, con arreglo al derecho, si uno se ocupa en cosas lícitas poniendo el debido cuidado, y, sin embargo, de su actuación se sigue la muerte de un hombre, no es culpable de homicidio. Mas si se hubiese empleado en cosas ilícitas, o aun en cosas lícitas, pero sin poner la diligencia debida, no evita el reato de homicidio si de su operación se sigue la muerte de un hombre. (S. Th., II-II, q.64, a.8 resp.)


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¿Es lícito matar en defensa propia? ¿Qué dice la teología?

Nada impide que de un solo acto haya dos efectos, de los cuales uno sólo es intencionado y el otro no. Pero los actos morales reciben su especie de lo que está en la intención y no, por el contrario, de lo que es ajeno a ella, ya que esto les es accidental, como consta de lo expuesto en lugares anteriores (q.43 a.3; 1-2 q.72 a.1). Ahora bien: del acto de la persona que se defiende a sí misma pueden seguirse dos efectos: uno, la conservación de la propia vida; y otro, la muerte del agresor. Tal acto, en lo que se refiere a la conservación de la propia vida, nada tiene de ilícito, puesto que es natural a todo ser conservar su existencia todo cuanto pueda. Sin embargo, un acto que proviene de buena intención puede convertirse en ilícito si no es proporcionado al fin. Por consiguiente, si uno, para defender su propia vida, usa de mayor violencia que la precisa, este acto será ilícito. Pero si rechaza la agresión moderadamente, será lícita la defensa, pues, con arreglo al derecho, es lícito repeler la fuerza con la fuerza, moderando la defensa según las necesidades de la seguridad amenazada. No es, pues, necesario para la salvación que el hombre renuncie al acto de defensa moderada para evitar ser asesinado, puesto que el hombre está más obligado a mirar por su propia vida que por la vida ajena. (S. Th., II-II, q.64, a.7 resp.)


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¿Es lícito a alguien suicidarse?

Es absolutamente ilícito suicidarse por tres razones: primera, porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y a esto se debe el que todo ser se conserve naturalmente en la existencia y resista, cuanto sea capaz, a lo que podría destruirle. Por tal motivo, el que alguien se dé muerte va contra la inclinación natural y contra la caridad por la que uno debe amarse a sí mismo; de ahí que el suicidarse sea siempre pecado mortal por ir contra la ley natural y contra la caridad.

Segunda, porque cada parte, en cuanto tal, pertenece al todo; y un hombre cualquiera es parte de la comunidad, y, por tanto, todo lo que él es pertenece a la sociedad. Por eso el que se suicida hace injuria a la comunidad, como se pone de manifiesto por el Filósofo en V Ethic.

Tercera, porque la vida es un don divino dado al hombre y sujeto a su divina potestad, que da la muerte y la vida. Y, por tanto, el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios, como el que mata a un siervo ajeno peca contra el señor de quien es siervo; o como peca el que se arroga la facultad de juzgar una cosa que no le está encomendada, pues sólo a Dios pertenece el juicio de la muerte y de la vida, según el texto de Dt 32,39: Yo quitaré la vida y yo haré vivir. (S. Th., II-II, q.64, a.5 resp.)


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