Éxtasis final y muerte de San Vicente Bernedo

Éxtasis final y muerte

Permite Dios a veces que hombres santos tengan intenciones que no coinciden con las divinas, y así ellos, que han mostrado con frecuencia dotes proféticas de discernimiento respecto de otras personas, yerran en alguna cosa sobre sí mismos. El 1 de enero de 1619 escribe fray Vicente una carta en la que manifiesta su intención de pasar a España con objeto de hacer imprimir allí sus escritos, y para ello obtuvo licencia del provincial y consiguió limosnas para costear el viaje y para editar sus libros. Pero el 10 de agosto de ese mismo año cayó enfermo. El autor anónimo de la Relación potosina, testigo directo, narra con todo detalle cuanto presenció aquellos días:

Aún celebró misa el día 13, pero sufrió un desmayo y apenas pudo acabarla. Hubieron de llevarle a su celda, «donde se estuvo el siervo de Dios recostado sobre la misma tabla en que dormía cuando sano, vestido todo éste. No bastaron con él razones ni ruegos a que se dejase desnudar ni para que tomase otra cama, hasta que el padre prior se lo mandó por obediencia, y luego sin replicar como obedientísimo consintió que le desnudásemos y que le pusiésemos sobre un bien pobre colchón que se tomó de la cama de otro religioso».

Próximo a la muerte, seguía siendo el mismo de siempre. «Su silencio fue el mismo que tuvo en salud, pues jamás habló si no fue respondiendo entonces sólo lo necesario, o en cosas precisas a las necesidades naturales o edificativas de sus hermanos. Y a los seglares que le visitaban su paciencia fue rarísima, que jamás se quejó ni aún dió señal por donde pudiésemos colegir que tenía algún dolor».

Siempre observante, procuró guardar las normas del ayuno, y hasta la misma víspera de su muerte rezó las Horas litúrgicas y se confesó diariamente con toda devoción. «El viernes [16] viéndose muy afligido y cierta ya, a lo que entendemos, su partida, al padre prior y algunos religiosos de este convento, entre los cuales por mi dicha me hallé yo, y con notable encogimiento, humildad y vergüenza, nos dijo que por la misericordia de Dios nuestro Señor y con su gracia, había guardado hasta aquel punto el precioso don de la virginidad». También confesó, para honra de Dios y de la Orden dominicana, que «hacía muchos años que se conservaba limpio sin mancha de culpa mortal, y preguntado si esto era así, por qué frecuentaba tan a menudo el sacramento de la penitencia, respondió que por los veniales, que era insufrible carga, y por el respeto que se ha y debe tener a la presencia de Cristo nuestro bien en las especies sacramentales del Altar… También declaró el insaciable deseo que reinaba en su alma de padecer martirio por su ley o su fe».

«El sábado [17] a poco más de mediodía le dió un parassismo, a nuestro parecer, que en realidad de verdad no fue sino rapto que él tuvo abstraído de los sentidos por espacio de media hora, poco más, que fue el tiempo en que el convento hizo la recomendación del alma según y como en el Orden se acostumbra. Tiróle el padre prior del brazo, y con esto volvió en sí, y dijo a su confesor que el padre prior despertándole le había quitado todo su bien; y en confesión le dijo y declaró que en aquel tiempo que estuvo sin sentidos había visto a la Santísima Trinidad, a la Virgen Sacratísima nuestra Señora y a nuestro glorioso Santo Domingo, que le habían consolado y animado». Y el lunes 19, poco después de que, convocada la comunidad, se hiciera la recomendación de su alma, «la dió él con extraña paz y serenidad a Dios cuya era».

Las exequias fueron las de un santo reconocido como tal por todos, desde el Cabildo de la ciudad hasta el último niño. «Los más no le sabían más nombre que “el padre santo de Santo Domingo”». Un año y cuatro meses después, poco antes del Proceso que se le inició, trasladaron sus restos para colocarlos bajo el altar de una capilla, donde mejor pudieran ser venerados. El arzobispo Méndez de Tiedra, su antiguo compañero de Salamanca, el Cabildo, Comunidades religiosas, caballeros y pueblo, asistieron al solemne acto, y «le hallaron tan incorrupto como si en aquel mismo día acabara de morir».

A comienzos de 1991 la Iglesia reconoció públicamente las virtudes heróicas del Venerable siervo de Dios, religioso de la Orden de Predicadores, fray Vicente Bernedo, navarro de Puente la Reina.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.